lunes, 10 de agosto de 2009
"LA HABITACIÓN DEL HIJO " - APR
Lo conoce mejor que a ella misma. O creía conocerlo, porque el joven silencioso y reservado que ahora vive en la casa le parece, en ocasiones, un extraño. El niño dejó de serlo hace tiempo. A veces, cuando está fuera, la madre se queda un rato en su habitación, callada, mirando los objetos, los libros –ella compró los primeros y los puso allí, soñando con el lector que alguna vez sería–, las fotos de amigos, de chicas. Las medallas que ganó en el colegio, tenaz, esforzado. Valiente como ella procuró enseñarle a ser. Con el ejemplo del padre: un buen hombre que nunca dice tres frases seguidas, pero que jamás faltó a su deber, ni hizo nada que no fuera honrado. Que educó al hijo con más ejemplos que palabras.
Inmóvil en la habitación, aspira su olor. Desde hace mucho es seco, masculino. Distinto del que tanto añora: aroma de cuerpecito menudo en pijama, olorcillo a carne tibia, casi a fiebre. A bebé y niño pequeño, que con el tiempo se desvanece y no regresa nunca. El crío que aparecía en la cama a medianoche con las mejillas húmedas, después de una pesadilla, para refugiarse a su lado, entre las sábanas. Quizá algún día recupere ese olor con un nieto, o una nieta. Con otro cuerpecito al que estrechar entre los brazos. Ojalá no esté demasiado mayor para entonces, piensa. Que aún tenga fuerza y salud para ocuparse de él, o de ella. Para disfrutarlos.
Libros. Hay muchos en la habitación, y jalonan veinticinco años de una vida. Infantiles, aventuras, viajes, textos escolares, materias universitarias, novela, ensayo, arte, historia. Desde niño, leyéndole cuentos e historietas, orientándolo con cautela, ella fue transmitiéndole el amor por la palabra escrita. La puerta maravillosa a mundos y vidas que acaban por multiplicar la propia: aspiraciones, sueños, anhelos cuajados en largas horas de lectura y templados en la imaginación. La intensidad de una mirada joven que explora el mundo en el descubrimiento de sí misma. Estos libros llevaron al muchacho a reconocerse entre los demás, a moverse con seguridad por el territorio exterior, a descubrir y planear un futuro. A estudiar una carrera bella y poco práctica, relacionada con la lengua, el pasado, el arte y la historia. A licenciarse en sueños maravillosos. En cultura y memoria.
Ahora ella, inquieta, se pregunta si hizo bien. Si la lucidez que estos libros dieron a su hijo no sirve más bien para atormentarlo. Lo sospecha al verlo salir de casa para entrevistas de trabajo de las que siempre vuelve hosco, derrotado. Cuando lo ve teclear en el ordenador buscando un resquicio imposible por donde introducirse y empezar una vida propia: la que soñó. Cuando lo ve callado, ausente, abrumado por el rechazo, la impotencia, la falta de esperanza que pronto sustituye, en su generación, a las ilusiones iniciales. Recuerda a los amigos que empezaron juntos la carrera animándose entre sí, dispuestos a comerse el mundo, a vivir lo que libros y juventud anunciaban gozosos. Cómo fueron desertando uno tras otro, desmotivados, hartos de profesores incompetentes o egoístas, de un sistema académico absurdo, injusto, estancado en sí mismo. De una universidad ajena a la realidad práctica, convertida en taifas de vanidades, incompetencia y desvergüenza. Pese a todo, su hijo aguantó hasta el final. Fue de los pocos: acabó los estudios. Licenciado en tal o cual. Un título. Una expectativa fugaz. Luego vino el choque con la realidad. La ausencia absoluta de oportunidades. El peregrinaje agotador en busca de trabajo. Los cientos de currículum enviados, el esfuerzo continuo e inútil. Y al fin, la resignación inevitable. El silencio. Tantas horas, días, años, de esfuerzo sin sentido. La urgencia de aferrarse a cualquier cosa. Hace una semana, cuando llenaba el formulario para solicitar un trabajo de dependiente en una tienda de ropa de marca, el consejo desolador de un amigo: «No pongas que tienes título universitario. Nadie emplea a gente que pueda causarle problemas».
Tocando los libros en sus estantes, la madre se pregunta si fue ella quien se equivocó. Si no tendría razón su marido al sostener que no está el mundo para chicos con sueños en la cabeza y libros bajo el brazo. Si al pretenderlo culto y lúcido no lo hizo diferente, vulnerable. Expuesto a la infelicidad, la barbarie, el frío intenso que hace afuera. Es entonces cuando, abriendo un libro al azar, encuentra unas líneas subrayadas –a lápiz y no con bolígrafo ni marcador, ella siempre insistió en eso desde que él era pequeño–: «En el mar puedes hacerlo todo bien, según las reglas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir».(*)
Se queda un instante con el libro abierto, pensativa. Releyendo esas líneas. Después lo cierra despacio, devolviéndolo a su lugar. Y sonríe mientras lo hace. Una sonrisa pensativa. Dulce. Tal vez no se equivocó por completo, concluye. O no tanto como cree. Puede que él forjara sus propias armas para sobrevivir, después de todo. Quizá mereció la pena.
XLSemanal, 16 de Agosto de 2009
Buufff...esta semana el Master se ha superado!!!
(*)
Una novela inolvidable, sobretodo si la lees de jovencito. Una suerte de moby dick pero con superpetrolero y venganza de por medio. Memorable.
Inmóvil en la habitación, aspira su olor. Desde hace mucho es seco, masculino. Distinto del que tanto añora: aroma de cuerpecito menudo en pijama, olorcillo a carne tibia, casi a fiebre. A bebé y niño pequeño, que con el tiempo se desvanece y no regresa nunca. El crío que aparecía en la cama a medianoche con las mejillas húmedas, después de una pesadilla, para refugiarse a su lado, entre las sábanas. Quizá algún día recupere ese olor con un nieto, o una nieta. Con otro cuerpecito al que estrechar entre los brazos. Ojalá no esté demasiado mayor para entonces, piensa. Que aún tenga fuerza y salud para ocuparse de él, o de ella. Para disfrutarlos.
Libros. Hay muchos en la habitación, y jalonan veinticinco años de una vida. Infantiles, aventuras, viajes, textos escolares, materias universitarias, novela, ensayo, arte, historia. Desde niño, leyéndole cuentos e historietas, orientándolo con cautela, ella fue transmitiéndole el amor por la palabra escrita. La puerta maravillosa a mundos y vidas que acaban por multiplicar la propia: aspiraciones, sueños, anhelos cuajados en largas horas de lectura y templados en la imaginación. La intensidad de una mirada joven que explora el mundo en el descubrimiento de sí misma. Estos libros llevaron al muchacho a reconocerse entre los demás, a moverse con seguridad por el territorio exterior, a descubrir y planear un futuro. A estudiar una carrera bella y poco práctica, relacionada con la lengua, el pasado, el arte y la historia. A licenciarse en sueños maravillosos. En cultura y memoria.
Ahora ella, inquieta, se pregunta si hizo bien. Si la lucidez que estos libros dieron a su hijo no sirve más bien para atormentarlo. Lo sospecha al verlo salir de casa para entrevistas de trabajo de las que siempre vuelve hosco, derrotado. Cuando lo ve teclear en el ordenador buscando un resquicio imposible por donde introducirse y empezar una vida propia: la que soñó. Cuando lo ve callado, ausente, abrumado por el rechazo, la impotencia, la falta de esperanza que pronto sustituye, en su generación, a las ilusiones iniciales. Recuerda a los amigos que empezaron juntos la carrera animándose entre sí, dispuestos a comerse el mundo, a vivir lo que libros y juventud anunciaban gozosos. Cómo fueron desertando uno tras otro, desmotivados, hartos de profesores incompetentes o egoístas, de un sistema académico absurdo, injusto, estancado en sí mismo. De una universidad ajena a la realidad práctica, convertida en taifas de vanidades, incompetencia y desvergüenza. Pese a todo, su hijo aguantó hasta el final. Fue de los pocos: acabó los estudios. Licenciado en tal o cual. Un título. Una expectativa fugaz. Luego vino el choque con la realidad. La ausencia absoluta de oportunidades. El peregrinaje agotador en busca de trabajo. Los cientos de currículum enviados, el esfuerzo continuo e inútil. Y al fin, la resignación inevitable. El silencio. Tantas horas, días, años, de esfuerzo sin sentido. La urgencia de aferrarse a cualquier cosa. Hace una semana, cuando llenaba el formulario para solicitar un trabajo de dependiente en una tienda de ropa de marca, el consejo desolador de un amigo: «No pongas que tienes título universitario. Nadie emplea a gente que pueda causarle problemas».
Tocando los libros en sus estantes, la madre se pregunta si fue ella quien se equivocó. Si no tendría razón su marido al sostener que no está el mundo para chicos con sueños en la cabeza y libros bajo el brazo. Si al pretenderlo culto y lúcido no lo hizo diferente, vulnerable. Expuesto a la infelicidad, la barbarie, el frío intenso que hace afuera. Es entonces cuando, abriendo un libro al azar, encuentra unas líneas subrayadas –a lápiz y no con bolígrafo ni marcador, ella siempre insistió en eso desde que él era pequeño–: «En el mar puedes hacerlo todo bien, según las reglas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir».(*)
Se queda un instante con el libro abierto, pensativa. Releyendo esas líneas. Después lo cierra despacio, devolviéndolo a su lugar. Y sonríe mientras lo hace. Una sonrisa pensativa. Dulce. Tal vez no se equivocó por completo, concluye. O no tanto como cree. Puede que él forjara sus propias armas para sobrevivir, después de todo. Quizá mereció la pena.
XLSemanal, 16 de Agosto de 2009
Buufff...esta semana el Master se ha superado!!!
(*)
Una novela inolvidable, sobretodo si la lees de jovencito. Una suerte de moby dick pero con superpetrolero y venganza de por medio. Memorable.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Y que lo digas Albe!!!esta patente deberia de aparecer colgada en la puerta de los despachos de todos los rectores y decanos de españa!!!que ahora mismo estoy yo asi!!!
Pero que no se lamente esa madre, ahora está la cosa difícil para todos, y más para los que nos criamos como el chico de la patente, pero llegará nuestro día y con lo mínimo encontraremos nuestro sitio y nuestra forma de vivir contentos (o eso espero, ¿no? :S )
Puffhh, me he visto un poquitín reflejada :P
Mi madre no insistió mucho en el amor por los libros, pero aprendí a amarlos tal como aquel anuncio donde la niña está desayunando al lado de su padre y lo imita ne todo, inclusive en leer en la mesa, jejeje. Ella era la que leía como posesa en casa, mi padre fue más práctico. Y yo no fui una lectora precoz pero empezé a leer de todo sin importar los libros propios según la edad.
No estudié una carrera universitaria pero la buena estrella que siempre me ha guiado (suerte te de Dios, decía mi abuela, jejeje) me llevó por el mundo de las letras apenas sin que yo me lo propusiera. Estudié un diplomado, me codeé con buenos escritores y periodistas, trabajé como guionista de tele y periodista, tuve la suerte de poder lanzar una revista de literatura, di cursos de literatura de horror y conferencias y todo sin tener un colgado un título en la mejor pared de mi casa. ¿Suerte? quizá pero también he currado, aclaro :)
Aunque comprendo por lo que pasa el chico de la patente. Aquí, durante seis años, no he podido trabajar en nada de lo "mío", porque en mi caso es precisamente que no tengo un título. Y lo peor es que hay montones de chicos que con título y todo están más jodidos. Yo no comprendo...
Y más me identifico con esta patente porque tengo una criaturita de cuatro años y medio a quien pretendo inculcarle el amor a los libros, ¿haré bien? :p
Un fuerte abrazo,
Mac
Publicar un comentario