sábado, 27 de junio de 2009



Gracias tío!!!

martes, 23 de junio de 2009

Manolo

Para reir un poco. Que siempre será mejor que llorar...



Viva España!!

lunes, 22 de junio de 2009

"He cruzado océanos de tiempo para encontrarte"...






domingo, 21 de junio de 2009

Cosas que nunca terminan - 21 /06/ 2009

Hace unos pocos días, Paloma Varela, hija de Soledad Ortega, me hizo llegar una carta de mi madre y otra de mi padre a su madre, “encontradas entre las cosas personales de ésta que quedaban en el campo”, pensando que yo querría conocerlas y conservarlas. Son cartas con sesenta años encima, fechadas el 6 de agosto de 1949, algo más de dos años antes de que yo naciera y unos cinco meses antes de que lo hiciera mi hermano Fernando (el historiador del Arte, no ese novelista con sus mismos nombre y apellido y con el que no tenemos que ver). Según dice mi padre a la amiga, en ese día han transcurrido sólo cuarenta y dos desde la muerte de su primogénito, al que llamaban Julianín, a la edad de tres años y medio. Sobre la desaparición de ese hermano mayor al que no conocí y que se quedó para siempre como hermano menor o hermano-niño, escribí algunas páginas hace más de un decenio en mi libro Negra espalda del tiempo, e intenté aproximarme un poco a lo que su inesperada y rápida y casi inexplicable muerte pudo suponer para mis padres. Pero la imaginación se queda siempre corta en estos casos.

Mis hermanos Miguel (el único que coincidió con él en el mundo, pero no lo recuerda), Fernando, Álvaro y yo supimos desde pequeños de aquel hermano que se había perdido. Un retrato suyo, hecho a partir de una fotografía, colgaba del salón de la casa, con su mirada despierta y su pelo liso y rubio, y había en el sótano unos juguetes que, como es natural, codiciábamos y con los que sin embargo no se nos permitía jugar, porque “eran de Julianín”, se nos decía. No nos costó respetar esa prohibición, ni tampoco asumir y aceptar que el mejor de todos había muerto, lo cual no nos llevó en ningún caso a tenerle celos retrospectivos ni nada que se pareciera a eso. Ni siquiera pensábamos que fuera “el mejor” -vaya por delante que jamás lo expresaron así nuestros padres, pero esa fue la idea a la que nos hicimos- porque hubiera muerto tan pequeño, sino que dábamos por sentado que era así y basta, o si acaso intuíamos que era precisamente por ser” el mejor”, por haber sido un niño tan precoz y maduro como se nos contaba, por lo que se había ido del mundo, como si éste no aceptara de buen grado lo excepcional o lo excelente. En cierto sentido nos sentíamos afortunados. Más tarde, siendo yo ya un joven, cuando murió mi madre y me dio por pensar en ella de manera distinta de como lo había hecho mientras estuvo viva -uno llega casi siempre tarde a las cosas, sobre todo a los conocimientos-, supuse que en su última hora debió de tener a Julianín más presente que a ninguno de los que allí estábamos, seguramente porque él había sido el único de sus hijos que no le había dado disgustos, ni se le había puesto arisco en la preadolescencia, ni enigmático en la adolescencia, ni despectivo y rebelde en la juventud primera. No le había dado tiempo a hacerla sufrir, al menos no conscientemente.

No se sabe bien de qué murió. Mi padre, en sus memorias, Una vida presente, apunta una serie de posibles enfermedades veloces y difícilmente detectables entonces, y añade: “No sé”, como si en el fondo, ante el hecho irrevocable y tan triste, le resultara indiferente la causa. En la carta escrita a su amiga que ahora leo, mi madre habla de la inquietud que sintió pese a que el niño sólo tenía 37 de fiebre, que la llevó a convocar a tres médicos, uno de ellos su hermano, mi tío Ricardo, y menciona “cuarenta y ocho horas de enfermedad que parece sin importancia”. “Después de haberlo cuidado como no creo lo haya sido más niño alguno”, dice, “aún me queda la angustia de que esta contención a que tendemos nosotros, por repulsa al gesto excesivo, me hiciera perder un tiempo en que acaso se hubiera podido hacer algo” . Es decir, se reprocha la pobre no haber cedido más a su aprensión, al oscuro presentimiento, no haber armado más alboroto, por mucho que hubiera parecido injustificado dada la aparente levedad de la dolencia. Eran otros tiempos, en los que a alguna gente la avergonzaba carecer de entereza y mostrarse histérica por cualquier cosa. Más o menos como ahora, ante la nueva gripe. “Cada día que pasa”, dice por su parte mi padre, “es más honda y total la pena, mayor el afán de tenerlo, la necesidad física de su cuerpo querido, la imposibilidad de seguir viviendo sin verlo y oírle la voz y la risa, y sentir su cariño y encontrarlo al llegar a casa, y llevarlo por la calle señalándole las cosas y viéndolo todo como por primera vez, pensando lo que diría al ver cada cosa”. Y dice mi madre: “Es verdad que no le he desperdiciado nada de lo que ha vivido, pero también es verdad que ahora ya no sé vivir sin él… Y no puedo más de nostalgia de su voz, del movimiento de sus manos, de la expresión de sus ojos, del contacto de su piel y de su pelito suave…” Ahora yacen los tres en la misma tumba.

Desde la Ilíada sabemos que un padre o una madre no deberían enterrar nunca a un hijo. También que los demás, los que venimos luego, no podemos sustituir al que ha muerto, no hay sustitución posible. ¿Cómo podría, si al leer unas cartas de hace sesenta años el dolor se hace todavía tan vivo? Espero no haber incurrido yo en” el gesto excesivo”; pero es que algunas cosas nunca terminan.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 21 de junio de 2009

viernes, 19 de junio de 2009

Carta de Churchill a su esposa

Mi querida Clemmie: En tu carta desde Madras me escribiste algunas palabras muy queridas por mí, sobre cuánto enriquecía tu vida. No puedo expresarte qué placer me dio esto, porque me siento siempre de forma aplastante tu deudor, si puede haber cuentas en el amor.... Lo que ha sido para mí vivir todos estos años en tu corazón y compañerismo ninguna frase puede transmitirlo.
El tiempo pasa velozmente pero, ¿no da felicidad ver cuán grande y creciente es el tesoro que hemos recolectado juntos, en medio de las tormentas y de las tensiones de tan agitados y en cantidad trágicos y terribles años?
Tu amante esposo.


Enero 23, 1935

jueves, 18 de junio de 2009

Mastodon - "Sea Beast"

Uno de los mejores grupos heavys de la última hornada ( es un decir, que ya llevan unos añitos dando caña)...
Son la re-leche. Y con estos videoclips fabulosos, no digo más.Canela pura!

Una mezcla de expresionismo muy pulp, con iconografía Lovecraftiana y una música demoledora....¿Quién da más?



If I stand around
And watch them drown in a pool of gray
When we dive in, I can surely say there's feud with force
Am I in your way?
Please knock me down, can I help you in?
When I'm not around let us all be found in certain ways

Dear Mr. Queequeg, you have been informed your life's been saved
You are not a black-hearted vicious mess so it has been claimed
If this is the beast
Pulling us towards the east with mighty waves
Let us look inside
And pull out all your pride, you know it's up to us

Holding pasts in ash black earth
Bound by roots
Roots into sand
Grow towards the giver

There's an open wound
Placed upon my heart, in anger's rage
If we open up a spirit, a spirit that can bleed
Ahab the leading lad we can trust his obsession carries them
Meet us at the temple
Healing all the crippled, don't forget the maimed

Lower soul
Sent with gifts offering
Teeth of hope travel with
Child laid next to mother

Si os gusta
lo que veis y oís: www.mastodonrocks.com

miércoles, 17 de junio de 2009

Lamento de Ariadna

L'Arianna (SV 291) fue la segunda ópera de Claudio Monteverdi, y una de las óperas barrocas que más influyeron en la obra lírica posterior.
La partitura se ha perdido a excepción del aria Lamento d'Arianna, conocida también por las primeras palabras de su texto «Lasciatemi morire» (Déjame morir.).

Lasciatemi morire, / lasciatemi morire, / e che volete voi, che mi conforte / in così dura sorte, / in così gran martire? / Lasciatemi morire

(Déjame morir, déjame morir, qué es lo que quieres, que me confortas, en este duro destino, en este gran martirio?...déjame morir.)


El lamento pudo conservarse gracias a que Monteverdi la reeditó como pieza suelta en 1623 , y sobre el tema escribió así mismo otros dos arreglos (dentro de sus famosos "madrigales" ).

Estrenada en 1608, narra la historia de Ariadna y Teseo.Ariadna es la hija del rey Minos y Pasifae de Creta. Su padre tenía encerrado en un laberinto al minotauro, a quien había que dedicar un sacrificio cada nueve años. Él estimaba mucho a la bestia.
La tercera vez que los atenienses debían pagar su tributo, Teseo, -hijo de Egeo, el rey de Atenas- se ofrece a ir y matar al minotauro.
Ariadna vio a Teseo y se enamoró de él, por lo que decidió ayudarlo con la condición de que se casara con ella y se la llevara lejos de su temible padre.
Teseo aceptó, y así fue como Ariadna le regaló un ovillo para que una vez en el laberinto, fuera desenrrollándolo y pudiera servirle de guía al regreso e indicarle el camino de regreso.
Cuando Minos supo que Teseo había matado al minotauro montó en cólera por lo que Teseo tuvo que apresurarse en la huída en la que lo acompañó Ariadna. Mas ella nunca llegó a ver la tierra de Teseo, Atenas, pues en una escala en la isla de Naxos, la abandonó dormida en la orilla...

Ella lloró amargamente, algo que Monteverdi logra reflejar a la perfección. Se conocen varias versiones de la traición de Teseo. Se ha dicho que dejó a Ariadna en la playa porque estaba enamorado de otra mujer. También se dice que lo hizo por orden de los dioses. Una tercera versión cuenta que, mientras ella se encontraba en la playa recuperándose de un mareo, él regresó al barco y éste zarpó impulsado por un misterioso viento...
No mucho tiempo después de que Teseo abandonara a Ariadna, apareció por la isla el dios Dioniso y se enamoró de ella. Ella correspondió a este amor y, poco después, se casaron. Dioniso se llevó a Ariadna en un carro tirado por panteras al Olimpo y como regalo de bodas le dio una diadema de oro que luego se convirtió en una constelación de estrellas,la Corona Boreal.
Por lo que al ingrato Teseo se refiere, la traición le reconcomía el corazón y olvidó izar las velas blancas como había prometido a su padre si vencía al minotauro; así que el rey Egeo, pensó que había muerto en su lucha contra el Minotauro, y desesperado, se tiró desde lo alto del monte cayendo al mar que hoy recibe su nombre.
Finalmente, al morir Egeo, Teseo fue coronado rey de Atenas.

Para una recreación perfecta como obra maestra de arte total, recomiendo la ópera de Richard Strauss.

domingo, 14 de junio de 2009

"La publicidad nos hace desear coches y ropa, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos, no hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine, o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados".

Brad Pitt en "El club de la lucha".

Lo que uno lleva consigo - 14 /06/ 2009

Entre diciembre de 1984 y octubre de 1989, por razones sentimentales que no vienen al caso, volé a Venecia catorce veces, desde España o desde Inglaterra y en una ocasión desde los Estados Unidos. Mis estancias en esa ciudad fueron variables, desde los agitados cuatro días de la primera hasta los setenta de la más estable y prolongada; lo cierto es que a lo largo de aquellos cinco años pasé allí, repartidos, un total de nueve meses, tiempo suficiente para sentir que era un sitio en el que “vivía” parcialmente, mi segunda ciudad, siempre presente, a la que iba y de la que volvía y a la que siempre pensaba que regresaría. En ella escribí buena parte de mis novelas El hombre sentimental y Todas las almas, y llegué a tener una cotidianidad que en modo alguno era la del turista, ni siquiera la del viajero. Me incorporé a la rutina de quienes allí me albergaban generosamente, dos mujeres que compartían casa y que se llamaban Daniela, las distinguía añadiéndole el apellido a una de ellas y poniéndole –por escrito– una doble l a la otra. Las dos trabajaban y salían temprano, por lo que yo quedaba encargado a veces de fregar los platos, hacer la compra (en la medida de mis torpes posibilidades) y otros recados domésticos, ya que disponía de más tiempo. Lo tenía también para escribir esos libros y para pasear la ciudad por mi cuenta, casi siempre sin rumbo, iba viendo lo que encontraba a mi paso, poco a poco, con calma, sin el apresuramiento de los visitantes ni la programación que éstos suelen hacerse cuando cuentan con unas jornadas. Hubo un momento en que estuve a punto de quedarme, hasta había conseguido un trabajo. La última de aquellas catorce veces ignoraba que fuera a ser la última, o –mejor dicho, ahora– que pasarían veinte años hasta la vez siguiente, en este mayo de 2009.

Cuando uno ha vivido en una ciudad lo suficiente, más aún si lo ha hecho intensamente y a edades que resultan ser cruciales en la vida de casi todo el mundo (entre mis treinta y tres y mis treinta y ocho, en este caso), se puede decir que, por mucho tiempo que pase, uno no pierde ese lugar de vista. Lo lleva consigo, incorporado, y no es infrecuente tener la extraña sensación de que uno puede salir de su casa en Madrid, o en cualquier parte, y dirigirse al instante a un punto concreto de esa ciudad alejada, a una iglesia, a una tienda, a una plaza, a le Zattere o a San Trovaso si es Venecia, a St Giles o a Blackwell’s si es Oxford, a Cecil Court o a Gloucester Road si es Londres. No me parecía que hiciera veinte años de mi última estancia, y sin embargo era eso lo que había transcurrido: como quien dice, media vida. Uno está instalado en una realidad muy distinta de la del pasado, y en modo alguno la pierde por la repentina visitación de lo remoto. Pero en más de una ocasión he escrito que el espacio es el único verdadero depositario del tiempo, del tiempo ido. Por eso, cuando uno regresa a una ciudad familiar, se produce una momentánea compresión del tiempo entero, y el que anteayer era lejano en Madrid hoy se hace falsamente cercano en Venecia. Tras unos primeros pasos titubeantes, esos mismos pasos lo llevan a uno automáticamente por los itinerarios olvidados un día antes y de golpe recuperados. Por aquí se va a tal sitio, piensa uno sin apenas pensarlo, y aquel otro queda en esa dirección, y no se extravía ni se equivoca nunca. Aquí estaba la casa, y de ella tuve llave, la dirección era San Polo 3089, ya no puedo entrar, no sólo porque carezca de llave sino porque ya no viven aquí las dos Danielas. Sentado en los escalones que separan el agua –Rio de le Muneghete– de la espalda de la Scuola di San Rocco que yo veía desde la terraza cuando me asomaba haciendo un alto en la escritura de esas novelas ya viejas, fumo un cigarrillo y miro hacia esa casa y esa terraza. Era blanca y sus nuevos dueños la han pintado de color arcilla, pero me digo: es esa, no puede ser otra, ahí estuve yo muchas tardes, ahí dormí yo muchas noches, ahí me levantaba y veía el agua y los escalones en los que ahora me siento, veinte años más tarde.

Por suerte a Venecia no se le permite cambiar apenas, y ahí siguen las barcazas llenas de fruta junto a Campo San Barnaba, por donde hacía la compra torpe; ahí sigue San Giovanni e Paolo, en una plaza que los turistas desdeñan y que en cualquier otra ciudad sería su centro y estaría abarrotada. Y siguen las personas, para mi gran fortuna, y además estoy en paz con ellas. Ceno una noche con las dos Danielas y con Cristina, apenas están cambiadas como si hubieran hecho pactos con algún diablo menor y bastante inofensivo. En su compañía, de pronto, no es que no hayan transcurrido nuestros respectivos tiempos (ya lo creo: se casaron, una se separó, otra está a punto de hacerlo, una tiene hijas, otra se fue a vivir a Florencia y ha venido sólo a encontrarme). Pero la charla y las risas son inverosímilmente parecidas, durante un rato, a como solían ser cuando aún éramos jóvenes. Cuánto alegra comprobar que hay personas y sitios que siempre están, aunque permanezcan lejos o parezcan perdidos. Seguramente sólo se pierde de veras lo que uno olvida o rechaza, lo que prefiere borrar y ya no quiere llevar consigo, lo que no queda incorporado a la vida que se cuenta uno a sí mismo.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 14 de junio de 2009

(nota: el subrayado es mío)

sábado, 13 de junio de 2009

Tchaikovski - Francesca da Rimini

Francesca da Rimini fue compuesta entre el 7 de octubre y el 17 de noviembre de 1876. Se estrenó el 9 de marzo de 1877, en Moscú. Nicolai Rubinstein tuvo a su cargo la dirección de la orquesta de la Sociedad Musical Rusa.

Después de Romeo y Julieta de Tchaikovski, Francesca da Rimini no tiene parangón como descripción de la pasión ardiente. La intensidad de la música, sus impulsos que arrastran hacia el climax, y sus líricas melodías de amor son tan inmediatas, tan inconfundibles que, o nos vemos arrastrados por la pasión, o nos sentimos avergonzados por ella. No hay manera de confundir las emociones que transmite esta música, no hay forma de esconderse detrás del hecho de atender a las notas. Cualquiera que haya conocido el deseo apasionado reconoce qué es lo que está glorificando esta música.

Podemos llamarla desvergonzada o hermosa, podemos descartarla como sentimentalismo del siglo XIX o podemos oírla como a una extraordinaria canción de amor, pero no podemos negar el significado del poema de Tchaikovski. Esta es música programática en su forma más explícita.

¿Cómo llegó el compositor a escribir música de una pasión tan desbordada? La respuesta puede parecer sorprendente, porque esta música no fue compuesta por un romántico nostálgico hablando de su deseo por su amada. En realidad, Tchaikovski era homosexual, y Francesca fue creada como un último intento desesperado de convencer tanto al público como a sí mismo de que no lo era.

La preferencia sexual es personal, especialmente para alguien que vive en una sociedad tan represiva como la de fines del siglo XIX en Rusia. Si Tchaikovski no hubiera tratado desesperada y públicamente de negar su homosexualidad, difícilmente nos hubiéramos ocupado de ella. Sin embargo, a pesar de las considerables pruebas contrarias, varios de los biógrafos de Tchaikovski siguen queriendo negar sus inclinaciones. Algunos quieren refutar la "temida aflicción" a la que se refería obviamente el críptico “xxx” en sus diarios.

Tchaikovski necesitaba amor y deseaba desesperadamente tener un hogar y una familia. No estaba dispuesto a admitir que estas metas eran imposibles. Estaba bien avanzado en su treintena y todavía seguía alentando la esperanza de que su viejo hábito de la época escolar no fuera nada más que un deseo pasajero. Pero sentía la presión de las sospechas crecientes y sentía que sus impulsos incontrolables se afirmaban cada vez con más fuerza. Se torturaba en la desesperación y el alcohol. Finalmente, en 1875, dio dos importantes pasos para tratar de negar la verdad.

En primer término, decidió casarse. No estaba enamorado de Antonina Milyukova, y la idea de convivir con ella le resultaba horrible, no obstante lo cual siguió adelante. Después de nueve semanas ya no lo pudo soportar más. El hogar que había ansiado, la estabilidad que necesitaba, y el amor que deseaba en este matrimonio no eran más que una burla. Le llevó un año recuperarse. Quedó tocado hasta su suicidio.

El segundo paso fue componer esta gran pieza épica de amor. Tal vez se identificaba con la tentación que sentía Francesca por el amor ilícito, o tal vez volcaba su propia pasión en una música cuyo programa la disfrazaba en un canto al deseo heterosexual. Pero debe haberse dado cuenta, subconscientemente, de cuan sin esperanzas era su intento: se sintió compelido a rodear su música de amor con música que describía al Infierno. Era irónico, y sin embargo apropiado, que compusiera una música de amor que también fuera una música de muerte, en la época de su inminente boda.

De acuerdo con Tchaikovski, la obra está dividida en tres secciones: (1) introducción: la puerta del infierno ("dejad toda esperanza, vosotros que entráis"); (2) Francesca relata la historia de su trágico amor por Paolo; (3) el tumulto del Hades y la conclusión.

Las secciones exteriores establecen el humor del movimiento central, que constituye el corazón de la pieza. Las armonías cromáticas disonantes de la sección de apertura anhelan la resolución. Con frecuencia la música se mueve sobre notas bajas sostenidas largo tiempo o reiteradas continuamente: sentimos el deseo de avanzar, de llegar a alguna meta, pero la música nos niega la resolución que necesitamos. La acumulación de tensión finalmente lleva a la sección media, donde se oye la larga melodía de amor lírica. Ahora la pieza es más consonante, mientras nos arrastra irresistiblemente.

La historia de amor de Francesca y Paolo pertenece al Quinto Canto del Infierno del Dante. Francesca, hija del príncipe de Rimini, está comprometida en matrimonio con Giovanni Malatesía, un soldado feo pero famoso. En cambio, Francesca se enamora de Paolo, el hermano menor de Giovanni. Giovanni sorprende a los amantes abrazados y los mata. El alma de Francesca va al infierno, para unirse a las almas de aquellos otros que en vida se han abandonado a los placeres sensuales. Estas almas, en la oscuridad eterna, están castigadas por tempestuosas tormentas, con el fin de recordarles cómo en vida se habían entregado a la tormenta de la lujuria.

Para que su público comprendiera explícitamente la intención heterosexual de la pasión de la música, Tchaikovski introdujo un prefacio en la partitura con una explicación cuidadosa de por qué Francesca estaba en el infierno. Luego cita varios versos del Infierno en los que Francesca describe su amor por Paolo...

Parte I

Parte II

Parte III

jueves, 11 de junio de 2009

Fragmento de AP Reverte.

"(...)

Al cruzar el vestíbulo del hotel me sorprende la música de un tango. Así que voy hasta la rotonda y allí, frente al bar, un pianista y un acompañante tocan 'Sus ojos se cerraron', mientras una pareja de bailarines profesionales baila con esa perfección sublime que sólo dos argentinos son capaces de lograr. Él es joven, apuesto, de perfil latino, y viste de guapo porteño, con chaqueta estrecha, pañuelo blanco al cuello y sombrero ladeado. Sonríe todo el tiempo, mostrando una dentadura perfecta, resplandeciente, a lo canalla. Ella, delgada, más interesante que atractiva, con la falda del vestido abierta hasta el arranque del muslo, evoluciona precisa, impecable, alrededor de esa sonrisa.

Me siento a mirarlos y pido una ginebra con tónica. En las otras mesas hay gente: un par de turistas gringos, tipo Arkansas, que muestran su felicidad por presenciar, al fin, un genuino espectáculo flamenco; también algunos clientes del hotel y algunas parejas, matrimonios de cierta edad que parecen argentinos. Uno de esos matrimonios está sentado cerca de mí. Él, sesentón, tiene el pelo gris, va enchaquetado y encorbatado con mucha corrección; y ella lleva un vestido negro, discreto, que le sienta muy bien a sus cincuenta y tantos años muy largos. En ese momento termina la melodía y empieza otra nueva: 'Por una cabeza'. Y la pareja de bailarines se desenlaza; y ella por un lado y él por otro, se acercan a mis vecinos y los sacan a la pista. El hombre se mueve con elegancia, grave y serio, en brazos de la bailarina. Se nota que en sus tiempos tuvo, y retuvo. Pero lo que me llama la atención es la mujer: El bailarín se ha quitado el sombrero chulesco y mantiene la sonrisa blanca bajo el pelo negro, reluciente y engominado, mientras evoluciona con ella por la pista, al compás del tango, con una sincronía maravillosa. Es la primera vez que bailan juntos en su vida, por supuesto. Y resulta asombroso el modo en que la señora del vestido negro se adapta a la música y al movimiento de su acompañante; se pega a él y oscila de un lado a otro, manteniendo siempre una dignidad, un señorío admirable. Consciente de eso, el bailarín se ciñe a ella, respetando su manera de estar. Es alta, todavía hermosa de aspecto, y se nota que fue muy guapa y que aún lo sabe ser. Pero su atractivo proviene del modo de bailar, de la gracia madura e insinuante con que se mueve por la pista; con que evoluciona al compás de la música, lenta y majestuosa, segura de sí. Desafiante sin estridencias, ni necesidad de pregonarlo a los cuatro vientos. He aquí, dice toda ella, una señora y una hembra.

Al fin cesa la música, y el público aplaude. Y mientras el caballero se despide muy correcto de la bailarina y enciende un cigarrillo, el bailarín, con su pelo engominado y la sonrisa canalla, acompaña a la señora hasta su silla e, inclinándose, le besa la mano. Y ella sonríe calladamente, sin mirarnos a ninguno de los que tenemos los ojos fijos en ella, y que en ese instante daríamos el alma por ser capaces de bailar un tango con sus cincuenta y tantos años largos de clase y de silencio. Un silencio viejo y sabio, de mujer eterna. Uno de esos silencios que poseen la clave de todo cuanto el hombre ignora."

Ahí está. El mejor escritor de España.

Ne me quitte pas


Ne me quitte pas
Il faut oublier
Tout peut s'oublier
Qui s'enfuit déjà
Oublier le temps
Des malentendus
Et le temps perdu
A savoir comment
Oublier ces heures
Qui tuaient parfois
A coups de pourquoi
Le coeur du bonheur
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas

Moi je t'offrirai
Des perles de pluie
Venues de pays
Où il ne pleut pas
Je creuserais la terre
Jusqu'après ma mort
Pour couvrir ton corps
D'or et de lumière
Je ferai un domaine
Où l'amour sera roi
Où l'amour sera loi
Où tu seras ma reine
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas

Ne me quitte pas
Je t'inventerai
Des mots insensés
Que tu comprendras
Je te parlerai
De ces amants là
Qui ont vu deux fois
Leurs coeurs s'embraser
Je te raconterai
L'histoire de ce roi
Mort de n'avoir pas
Pu te rencontrer
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas

On a vu souvent
Rejaillir le feu
D'un ancien volcan
Qu'on croyait trop vieux
Il est paraît-il
Des terres brûlées
Donnant plus de blé
Qu'un meilleur avril
Et quand vient le soir
Pour qu'un ciel flamboie
Le rouge et le noir
Ne s'épousent-ils pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas

Ne me quitte pas
Je ne vais plus pleurer
Je ne vais plus parler
Je me cacherai là
A te regarder
Danser et sourire
Et à t'écouter
Chanter et puis rire
Laisse-moi devenir
L'ombre de ton ombre
L'ombre de ta main
L'ombre de ton chien
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas.




No me dejes
Hay que olvidar
Todo se puede olvidar
Lo que ya se fue
Olvidar el tiempo
De los malos entendidos
Y el tiempo perdido
Para aclararlos
Olvidar esas horas
Que mataban a veces
A golpes de porqués
al corazón de la felicidad.
No me dejes,
no me dejes,
no me dejes,
no me dejes
Yo te ofreceré
perlas de lluvia
venidas de países
donde no llueve.
Yo escarbaré la tierra
Hasta después de mi muerte
Para cubrir tu cuerpo
De oro y de luz
Yo haré un reino
Donde el amor será rey
Donde el amor será ley
Donde tu serás reina.
No me dejes,
no me dejes,
no me dejes,
no me dejes
no me dejes
Yo te inventaré
Palabras locas
Que tu comprenderás
Yo te hablaré
De esos amantes
Que han visto por dos veces
Arder sus corazones.
Yo te contaré
La historia de un rey
Que murió por no haber
Podido encontrarte.
No me dejes,
no me dejes,
no me dejes,
no me dejes
Se ha visto a menudo
Resurgir el fuego
Del antiguo volcán
Que se creía demasiado viejo.
Existen tierras quemadas
Que dan más trigo
que un mejor abril
Y cuando viene la noche
para que un cielo arda
El rojo y el negro
¿Acaso no se unen?
No me dejes,
no me dejes,
no me dejes,
no me dejes
no me dejes
No voy a llorar
No voy a hablar
Yo me ocultaré
Para mirarte
bailar y sonreír
Y escucharte
cantar y después reír
Déjame volverme
La sombra de tu sombra
La sombra de tu mano
La sombra de tu perro
No me dejes,
no me dejes,
no me dejes,
no me dejes.

martes, 9 de junio de 2009

Juana de Ibarbourou - "Como una sola flor desesperada"

Lo quiero con la sangre, con el hueso,
con el ojo que mira y el aliento,
con la frente que inclina el pensamiento,
con este corazón caliente y preso,

y con el sueño fatalmente obseso
de este amor que me copa el sentimiento,
desde la breve risa hasta el lamento,
desde la herida bruja hasta su beso.

Mi vida es de tu vida tributaria,
ya te parezca tumulto, o solitaria,
como una sola flor desesperada.

Depende de él como del leño duro
la orquídea, o cual la hiedra sobre el muro,
que solo en él respira levantada.



Juana...
Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece.

Por qué casi nadie es de fiar - 7 /06/ 2009

Si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, es probable que conozcan a poca gente que no anteponga algo más bien impersonal y abstracto a sus relaciones con las personas. Hay una frase que se repite con naturalidad en todos los ámbitos y que no sólo es aceptada, sino que por lo general “queda muy bien” y suscita admiración. Quien la pronuncia suele recibir aplausos y es visto como ejemplo de entrega, de abnegación, de altruismo y hasta de lealtad. Con sus obligadas variantes, se puede escuchar lo mismo en boca de un futbolista que de un político que de un guerrillero, no digamos ya en las de un nacionalista o un clérigo de cualquier religión, que cifran en ella su razón de ser. Yo la encuentro, sin embargo, una frase inquietante si no aberrante, que me lleva a desconfiar inmediatamente de todo el que la haga suya bajo cualquiera de sus infinitas formas. La frase en cuestión viene a decir que algo casi siempre inexistente –o cuando menos inaprensible, o intangible, o amorfo, o invisible– “está por encima” de todo lo demás, y desde luego de las personas: Dios o la Iglesia, España o Cataluña o Euskal Herría, la empresa, el partido, la ideología, el Estado, la revolución, el comunismo, el fascismo, el sistema capitalista, la justicia, la ley, la lengua, esta o aquella institución, este colegio, este periódico, este banco, la Corona, la República, el Ejército, el nombre de cualquier cosa, la cadena tal o cual de televisión, una marca, el Barcelona o el Real Madrid, la familia, mis principios, mi pueblo. Desde lo más ampuloso hasta lo más baladí, todo puede “estar por encima” de las personas y no hay ningún inconveniente en sacrificar o traicionar a éstas en aras de lo que para cada cual sea “sagrado” o “la causa”, ya se trate de ideales, entelequias o quimeras; de imaginarios incorpóreos las más de las veces.

No hay apenas diferencia entre lo que gritan los suicidas islamistas en el momento de inmolarse (“Alá es el más grande”, si no me equivoco) y el primer mandamiento de los cristianos (“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, tal como yo lo estudié). El resto son variantes o copias de esta absolutista afirmación, aplicadas a lo que se le ocurra al cenutrio de turno, desde el “Todo por la patria” que ignoro si todavía corona en España los portales de los cuarteles hasta la “Revolución Socialista Bolivariana” o como quiera que llame Hugo Chávez a su proyecto totalitario en Venezuela, pasando por “el ancestral pueblo vasco”, el Rule Britannia, el Deutschland über alles, “la gran patria rusa”, o bien Hacienda, The Times o Le Monde, el Manchester United o la Juventus, la monarquía, la Constitución, la BBC o la RAI o TVE, el Papado o la revolución cultural, por supuesto “el pueblo soberano” y el nombre de cualquier empresa multinacional o local.

La frase en cuestión es a menudo rematada por otra similar, pero aún más explícita: “Las personas pasan, las instituciones permanecen”, como si estas últimas no fueran, desde la Iglesia hasta el Athletic de Bilbao, obra e invención de las personas, y en realidad no estuvieran al servicio de ellas, sino al revés. Lo cierto es que a lo largo de demasiados siglos se ha logrado hacer creer eso a la gente, que todos estamos al servicio de cualquier intangible y que somos prescindibles en aras de su perpetuidad. No es, así, tan extraño que esas afirmaciones categóricas y vacuas gocen de tan magnífica reputación, ni que quien deja de suscribirlas sea tenido por un apestado. ¿Cómo, que no está usted dispuesto a sacrificarse por la empresa, Fulánez? ¿Un soldado que no se apresta a morir por su país en toda ocasión? ¿Un revolucionario que no delata a sus vecinos? ¿Un fiel que pone reparos a hacerse saltar por los aires si con ello mata a tres infieles? ¿Un creyente que no abraza el martirio antes que abjurar de su fe? ¿Un futbolista que no rechaza una jugosa oferta económica para seguir con el club que lo forjó? He ahí ejemplos de un egoísta, un cobarde, un desafecto, un traidor, un apóstata, un pesetero. El que no pone algo por encima de sí mismo, de las personas y de sus afectos sólo se hace acreedor al insulto y al desprecio.

Y sin embargo… Yo me siento mucho más seguro y tranquilo en la compañía de quienes carecen de toda lealtad “superior”, de quienes nunca anteponen ninguna abstracción al aprecio por sus allegados, de quienes sólo se volverán contra mí por mis actos y no por ningún dogma ni creencia ni ideal. Es más, son esas las únicas personas en las que confío, y en cambio nunca podría hacerlo en un religioso ni en un político ni en un militar ni en un nacionalista, tal vez ni siquiera en un creyente ni en un militante ni en un patriota oficial, porque sé que cualquiera de ellos estaría presto a traicionarme o a sacrificarme. Llegado el caso, serían vasallos de lo que hubieran colocado “por encima”, e incondicionales de ello aunque reprobaran el proceder de quienes lo encarnaran. Por eso no me fío enteramente de casi nadie, tan extendido está el sentimiento que da lugar a esa frase. Y si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, verán también, bajo este prisma, de cuán poquísimos se podrán fiar.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 7 de junio de 2009