domingo, 18 de abril de 2010

La crítica de mi tiempo. 18 /04/ 2010.

Ya que se avecina el Día del Libro… Primero fue el tópico de que todo crítico era en realidad un artista frustrado, que a menudo se vengaba de quienes habían tenido el talento o la audacia –novelistas, poetas, pintores, cineastas, músicos– que a él le habían faltado. Este tópico sigue vigente, en boca de muchos creadores que se sienten maltratados. Luego alguien le dio la vuelta a la frase, y apareció la rebuscada idea de que todo artista era en realidad un crítico frustrado. Hay bastantes individuos que parecen haberles dado la razón a ambos tópicos: escritores que ejercen la crítica y críticos que por fin se atreven a escribir una novela o dirigir una película. A mí me parecen incompatibles las dos actividades, aunque sólo sea por elegancia. Si uno escribe novelas y juzga las de los demás públicamente, en ello va implícita la presunción de que las propias son mejores. Si uno hace reseñas cinematográficas y luego también películas, se supone que en estas últimas no incurrirá en ninguno de los defectos que en tantas ocasiones habrá detectado y censurado en otros y que su obra será por fuerza impecable.

Quizá por eso escribí seis o siete críticas hace más de treinta años y no he vuelto a reincidir, si la memoria no me falla. Debo confesar que a veces le doy la razón al segundo tópico y que me apetecería ejercer ese oficio que otros ejercen sobre mis novelas, profusamente. El autor se cansa de que se opine sobre lo que él da a la imprenta –sea para bien o mal, eso acaba por resultar secundario– y de no opinar sobre lo de los otros más que en privado. (También se cansa de no poder criticar al crítico, en particular a algunos que le parecen llamativamente ignorantes o imbéciles, pero así están establecidas las reglas del juego: si uno hace público lo que escribe, no le queda sino callar ante los veredictos; le puede hacer vudú en casa al idiota de turno, pero nunca rebatirlo con otro texto.) A veces pienso que si dejara de escribir novelas (todo se andará), me sería posible iniciar una carrera de crítico literario, y a continuación me congratulo de que no me quepa esa opción, todavía, porque me temo que no dejaría títere con cabeza, o, mejor dicho, que iría completamente contracorriente, y me da la impresión de que eso es cada vez más inaceptable y “sacrílego”, y de que el peaje que se paga por ello es muy alto.

Hoy en día hay muchas obras o autores con los que se da una extraña unanimidad ensalzadora, y esa es sin duda una de las razones por las que la crítica cuenta tan poco y a la mayoría le trae sin cuidado. Desde que tengo memoria, nunca había sido mayor su descrédito. Es un género que siempre me ha interesado, y como soy más lector que escritor, y además espectador sin mezcla, la sigo leyendo bastante, aunque con crecientes pereza y hastío. Lo que me sucede con ella es preocupante, probablemente más para mí que para quienes la ejercen: cuando se produce una de esas frecuentes unanimidades elogiosas, suelo acabar acudiendo al libro o a la película entronizados, y casi invariablemente me encuentro con que las supuestas obras maestras me parecen directa y objetivamente malas. Con “objetivamente” quiero decir que me siento capaz de explicar por qué lo son, de razonarlo y argumentarlo. “El gusto es la anticipación del juicio”, escribió Sánchez Ferlosio, y a un crítico se le solía exigir que no se quedara en el gusto –que está al alcance de cualquiera– y que desarrollara el juicio. Demasiados reseñadores no pasan hoy de lo primero, se comportan como cualquier espectador a la salida del cine (“No me toca, no me ha llegado”) o como cualquier lector común al cerrar el volumen (“Qué apasionante”, o “Vaya rollo”). O como cualquier iletrado bloguero, a los que los críticos profesionales se van asemejando peligrosamente. Lo peor de estas unanimidades es que crean un estado de opinión poco menos que “obligatorio”, y que el disidente es sepultado en el acto bajo la acusación de resentido, o de provocador oficial, o de envidioso. Afinar está casi prohibido, cuando la tarea del crítico sería esa precisamente, afinar lo más posible.

Cuando leo o veo una de esas proclamadas “obras maestras”, detecto con frecuencia en ellas trucos de mala ley, o percibo que son inertes, o que caen en cursilerías inadmisibles, o que no inquietan ni interesan ni turban ni intrigan ni desde luego hacen pensar, o que halagan al lector con baraturas y lugares comunes de su agrado, o que copian descaradamente de otros (he dicho “copian”, no “plagian”, casi nadie es tan tonto como para plagiar hoy en día), o que se presentan como novedosas y repiten fórmulas ya gastadas hace cuarenta o más años, o que el autor es un simple y no suelta más que obviedades, o que se está adornando estilísticamente como si esperara un “olé” tras cada frase, o que se ha equivocado de arte y remeda series de televisión o cómics creyendo que con eso inaugura una nueva literatura, cuando no está entregando más que obras deudoras y epigonales, o que es un mero pendolista acumulativo y puntilloso, o que sus mayores fuerza y mérito no son suyos, sino de unos archivos policiales a los que tuvo acceso… Entonces no me queda sino preguntarme por qué los críticos profesionales no han visto nada de eso, cuando se les paga por verlo, o si es que yo no estoy capacitado para apreciar y disfrutar la literatura de mi tiempo. Lo cual sería muy grave en mi caso, dado que también lo que escribo pertenece a ese mismo tiempo.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 18 de abril de 2010

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