martes, 15 de junio de 2010

Cuento de la poderosa con bombas. 13 /06/ 2010.

Cuando ustedes lean esto estará a punto de terminar la Feria del Libro, pero cuando yo lo escribo todavía no ha comenzado, y lo único que deseo, para las sesiones de firmas, es que se parezcan más a las de la primera vez que acudí, hace nada menos que treinta y nueve años, cuando aún no había cumplido los veinte, que a las de las últimas temporadas. En un aspecto, ha de entenderse: hace casi cuatro décadas firmé muy pocos ejemplares, a parientes y amistades que tuvieron la compasión de pasarse por la caseta, y la verdad es que resulta embarazoso y triste estar ahí metido, mano sobre mano, sin saber cómo poner cara airosa ante la escasez de compradores. El aspecto al que me refiero tiene más que ver con los modales y actitudes de algunos solicitantes de firmas, aunque no se me escapa que cuantos más haya de éstos, más probabilidades hay de encontrarse con alguno exigente, arbitrario o grosero. Así que, seguramente, en ningún caso deba quejarme, vaya lo uno por lo otro.

Pero no deja de ser cierto que, lo mismo que en otros ámbitos de nuestra vida pública, se percibe una crispación más frecuente, una agresividad en ocasiones. Lectores caprichosos los ha habido siempre, y en anteriores columnas he contado cómo se me ha pedido que, en lugar de dedicar un libro mío (para lo único que en principio estoy facultado y a lo único que estoy dispuesto), estampara mi firma en un volumen de algún clásico por mí admirado -Stevenson o Conrad, Dumas o Shakespeare- o de un escritor amigo. Sin ir más lejos, en el reciente Sant Jordi no me atreví a negarme a dedicar ejemplares de las memorias de mi padre, de Pomponio Flato de Mendoza y de El asedio de Pérez-Reverte. Tampoco tuve inconveniente en emborronar, con rotulador indeleble, un soporte de e-book que su propietaria maldecirá en el futuro, al ver ahí siempre el mismo nombre, independientemente de lo que esté leyendo en el cacharro, hasta que lo sustituya por otro más perfeccionado, dentro de seis o doce meses, supongo. Este tipo de antojos resulta más o menos aceptable, otros ya no lo son tanto, sobre todo cuando van acompañados de mala idea y malos modos.

Ya relaté aquí hace tiempo cómo, en otro Sant Jordi, una mujer me hizo llegar una rosa con un papel enrollado a su tallo, el cual contenía una sarta de insultos que la dadivosa se quedó a ver cómo yo leía, con gran satisfacción, imagino. El año pasado, en Madrid, se acercó otra mujer, de aspecto “poderoso”: bien vestida (en cuanto al precio de las prendas, no en el sentido en que ella creía), relativamente joven, no mal parecida (aunque tampoco tan bien como ella creía). Me dio a firmarle una novela mía, y así lo hice. A continuación sacó del bolso otro tomo muy gordo y me dijo: “Quiero que también me firmes este”. Miré el lomo y vi que era una edición de la Biblia. Me excusé: “Lo siento, pero sólo dedico las obras con las que he tenido que ver, sea como autor, traductor o incluso editor, aunque esto último no me gusta”. “Ah, ¿y estás seguro de que no tienes que ver con esta? Yo creo que sí”, insistió. “Completamente. Ya me habría complacido escribir algunos fragmentos, o haber presenciado ciertos episodios que aquí se refieren. Pero créame que no he tenido arte ni parte”. “¿Ni siquiera para atentar contra ella?” Empecé a olerme por dónde iban los tiros. “No me parece que esté en mano de nadie atentar contra libro tan perdurable”, respondí. Apartó su tocho y sacó de su bolso una cajita poco más grande que una de fósforos, venía con premeditación, preparada y pertrechada. “Entonces quiero que me firmes esto”. Me la acerqué a la vista y leí en su tapa: “Bombas fétidas”. Hay que mantener la calma, en la Feria uno es casi un dependiente. “Pues lo lamento, pero tampoco he tenido que ver con la manufactura de esto. Ya le he dicho que sólo firmo aquello de lo que soy responsable”. “Pues tú tiras una bomba fétida cada semana”. Deduje que se refería a esta columna, y hay que aceptar todas las críticas. “Puede, según el olfato. Pero ya le digo que no he tenido parte en la confección de esta cajita”. Entonces plantó sobre la pila de mis libros la cerveza que llevaba en la mano, se acodó, impidiendo el acceso a las personas que aguardaban, y declaró: “Pues yo no me muevo de aquí hasta que me hayas firmado la caja y la Biblia“. “Hágase a la idea de dormir aquí”, le contesté con irritación ya mal disimulada, “porque no voy a hacer lo que a usted se le antoje”.

Al cabo de un rato, entre el paciente librero, Javier, de Aviraneta, y unos seguratas que aparecieron al percatarse del escándalo que la poderosa montaba, apartaron a ésta con suavidad de la primera fila. Ya a cierta distancia, mientras atendía a otros lectores, vi cómo intervenían también unos municipales que le pidieron el carnet, y me alcanzó algún que otro exabrupto de ella: “¡A mí, a mí me piden el carnet, y no a ese señor”, y me señalaba, “que es un incendiario!” Cuando me fui, hora y pico más tarde, la poderosa seguía todavía allí, dando voces. Por lo menos no arrojó sus bombas fétidas en el Retiro. Confiemos en que no haya aparecido este año, aún mejor pertrechada. Tal y como andan los ánimos, en este país cada exposición pública se puede convertir ya en leve riesgo. Hasta para los escritores. Mientras sólo sea olfativo…

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 13 de junio de 2010

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