lunes, 21 de marzo de 2011
"Él nunca lo haría" - Pérez-Reverte.
Un perro ovejero pequeño, feo y valiente, nos tuvo detenidos una vez a varios automóviles durante un rato, porque una oveja de su rebaño estaba rezagada, mordisqueando hierba en la cuneta. Y el chucho seguía quieto en medio de la carretera como un impasible don Tancredo, con un ojo en los automóviles y otro en la mala pécora, sin moverse hasta que la tipa cruzó por fin. Entonces le tiró una rutinaria dentellada a los cuartos traseros y se fue detrás, con un trotecillo chilito y la satisfacción del deber cumplido. Fueron dos o tres minutos en que no se oyó ni un solo bocinazo. Impresionados a pesar nuestro, arrancados por un momento a la prisa y la impaciencia, ninguno de los diez o doce conductores detenidos pudo evitar rendir ese pequeño homenaje al valor concienzudo del animal. Aquel chucho era un profesional.
Hay muchas historias propias y ajenas con perros como protagonistas. En un hospital de Lugo, por ejemplo, uno cuyo dueño murió hace siete meses sigue viviendo en la puerta, después de recorrer varios kilómetros persiguiendo la ambulancia en la que su amo agonizaba. Llegó exhausto, con las patas heridas por la carrera, y allí continúa, esperando verlo salir. Las enfermeras y los vigilantes del hospital, que ahora le dan comida y lo cuidan, ignoran su nombre y lo llaman Calcetines. Ésa es una historia con final feliz, pero otras no lo son tanto. En Borovo Naselje, en la antigua Yugoslavia, una mujer fue violada por los chetniks serbios ante la pasividad de sus vecinos me contaba que el único defensor que tuvo al escuchar sus gritos fue su perro, un pastor alemán que estuvo peleando en la puerta de su casa y en el vestíbulo y en la escalera hasta que los agresores lo mataron de un tiro.
El mío es un labrador negro, macho, y se llama Sombra. Durante mucho tiempo, cuando el arriba firmante volvía de noche más flaco y sin afeitar, con una mochila al hombro, de uno de esos territorios comanches donde se ganaba el pan, Sombra salía al jardín enloquecido de entusiasmo, moviendo el rabo y gimiendo complacido, a frotarse contra mis piernas y a tumbarse en el suelo, patas arriba, para que lo acariciase. Nunca tuvo un ladrido a destiempo, un gruñido ni un mal gesto. Se queda ahí, quieto y silencioso, mirándome con sus ojos oscuros y fieles, pendiente de una voz o una caricia. Incluso cuando alguna perra en celo o su instinto de libertad lo llaman lejos y se escapa, y vuelve al cabo de varias horas sucio, sediento y fatigado, con el rabo entre las piernas porque sabe que le espera una buena bronca o una zurra por golfo y putero, lo hace humildemente, dispuesto a llevarse lo suyo, mirándome con esos ojos leales que te desarmen. Ya es viejo –tiene doce años- y morirá pronto, supongo. Es un buen perro y lo echaré de menos. Y estoy seguro de que a mí, que no tengo precisamente una lágrima fácil, ese chucho puñetero me hará llorar.
En fin. Humedades sensibles aparte, todo esto viene a cuento porque hoy es el primer domingo de las primeras vacaciones de verano. Y porque a estas horas, estoy seguro, por las carreteras de este país vagan cientos de perros desconcertados, exhaustos, siguiendo la línea de asfalto por la que se fueron los dueños que los abandonaron. Pues el perro supone un incordio para las vacaciones. Una cosa es el cachorro gracioso para los niños, que se mete en cualquier parte, y otra el grandullón al que hay que vacunar, alimentar, albergar, y que te fastidia, con su presencia incómoda, el vieja en automóvil a la costa, o al pueblo. Así que al abuelo se le mete en un asilo –ya escribí de eso hace un par de años-, y al perro se le lleva a un paraje lejano, se abre la puerta y se le dice, sal, Tobi, juega un poco. Después, el propietario acelera y se larga, sin mirar siquiera por el retrovisor. Libre del jodío chucho.
¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: Él nunca lo haría…? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector, que hojea El Semanal en este momento, acaba de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quién dijo aquello de que cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro; pero es cierto. Al suyo, al mío. A cualquier perro.
El Semanal, 2 de julio de 1995
Hay muchas historias propias y ajenas con perros como protagonistas. En un hospital de Lugo, por ejemplo, uno cuyo dueño murió hace siete meses sigue viviendo en la puerta, después de recorrer varios kilómetros persiguiendo la ambulancia en la que su amo agonizaba. Llegó exhausto, con las patas heridas por la carrera, y allí continúa, esperando verlo salir. Las enfermeras y los vigilantes del hospital, que ahora le dan comida y lo cuidan, ignoran su nombre y lo llaman Calcetines. Ésa es una historia con final feliz, pero otras no lo son tanto. En Borovo Naselje, en la antigua Yugoslavia, una mujer fue violada por los chetniks serbios ante la pasividad de sus vecinos me contaba que el único defensor que tuvo al escuchar sus gritos fue su perro, un pastor alemán que estuvo peleando en la puerta de su casa y en el vestíbulo y en la escalera hasta que los agresores lo mataron de un tiro.
El mío es un labrador negro, macho, y se llama Sombra. Durante mucho tiempo, cuando el arriba firmante volvía de noche más flaco y sin afeitar, con una mochila al hombro, de uno de esos territorios comanches donde se ganaba el pan, Sombra salía al jardín enloquecido de entusiasmo, moviendo el rabo y gimiendo complacido, a frotarse contra mis piernas y a tumbarse en el suelo, patas arriba, para que lo acariciase. Nunca tuvo un ladrido a destiempo, un gruñido ni un mal gesto. Se queda ahí, quieto y silencioso, mirándome con sus ojos oscuros y fieles, pendiente de una voz o una caricia. Incluso cuando alguna perra en celo o su instinto de libertad lo llaman lejos y se escapa, y vuelve al cabo de varias horas sucio, sediento y fatigado, con el rabo entre las piernas porque sabe que le espera una buena bronca o una zurra por golfo y putero, lo hace humildemente, dispuesto a llevarse lo suyo, mirándome con esos ojos leales que te desarmen. Ya es viejo –tiene doce años- y morirá pronto, supongo. Es un buen perro y lo echaré de menos. Y estoy seguro de que a mí, que no tengo precisamente una lágrima fácil, ese chucho puñetero me hará llorar.
En fin. Humedades sensibles aparte, todo esto viene a cuento porque hoy es el primer domingo de las primeras vacaciones de verano. Y porque a estas horas, estoy seguro, por las carreteras de este país vagan cientos de perros desconcertados, exhaustos, siguiendo la línea de asfalto por la que se fueron los dueños que los abandonaron. Pues el perro supone un incordio para las vacaciones. Una cosa es el cachorro gracioso para los niños, que se mete en cualquier parte, y otra el grandullón al que hay que vacunar, alimentar, albergar, y que te fastidia, con su presencia incómoda, el vieja en automóvil a la costa, o al pueblo. Así que al abuelo se le mete en un asilo –ya escribí de eso hace un par de años-, y al perro se le lleva a un paraje lejano, se abre la puerta y se le dice, sal, Tobi, juega un poco. Después, el propietario acelera y se larga, sin mirar siquiera por el retrovisor. Libre del jodío chucho.
¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: Él nunca lo haría…? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector, que hojea El Semanal en este momento, acaba de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quién dijo aquello de que cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro; pero es cierto. Al suyo, al mío. A cualquier perro.
El Semanal, 2 de julio de 1995
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