domingo, 20 de septiembre de 2009

La gratitud 20 /09/ 2009

Es curioso que en una sociedad tan desvergonzada y falta de escrúpulos como la española la mayoría de la gente siga confiando en la gratitud, y, lo que es aún más llamativo, siga observándola en general. Por supuesto hay numerosas excepciones, y no es raro el caso en que alguien es dejado en la estacada por otro a quien hizo favores o sacó de un apuro. Menos raro es todavía que aquellos a quienes ayudamos, o prestamos dinero, a quienes conocimos en una situación penosa o practicando un servilismo extremo, no quieran ni vernos cuando las cosas ya les van bien o han alcanzado un puesto de importancia, sea político, empresarial, social, periodístico o literario, tanto da: somos incómodos testigos de su pasado, de los individuos menesterosos que fueron, de la coba que daban a quien se terciara, de su reptar inicial. No sólo no es esto infrecuente, sino que en realidad es la norma, reflejada por frases hechas como “Qué, ya no nos acordamos de los amigos” o “Quién te ha visto y quién te ve”. Que aquellos con quienes mejor nos hemos portado nos den la espalda no tiene nada de particular.

Y sin embargo, a pesar de eso, se sigue confiando en el agradecimiento y por ello se busca a menudo, no pocas veces interesadamente y con malas artes, con el único propósito de recibir una recompensa o de que se nos devuelva el favor, o al menos de que los ya rendidos sean tenidos en cuenta y no se vaya contra nosotros. Uno puede rehuir al que nos echó una mano en nuestra época de penuria mayor, pero se nos hace difícil ponerle la proa y arremeter contra él. La gratitud surte efecto, aunque sólo sea para inhibir la animadversión. Y no es casual que toda sociedad mafiosa esté basada en ella tanto como lo está en la amenaza, de hecho esos son los cimientos de todo crimen organizado, de toda asociación delictiva. Quien recibe una gracia del poderoso se siente obligado hacia él, no sólo a guardarle lealtad, sino a cumplir con lo que éste le pida, cuando se lo pida, en recuerdo de aquel lejano favor. Y el poderoso, a su vez, se siente también algo obligado, eso es sin duda lo mejor.

Una de las maneras más sencillas y directas de granjearse la gratitud son los regalos, por eso hay que llevar cuidado con ellos. Cualquier persona medianamente educada sabe que algunos no se pueden aceptar, por su procedencia, por su cuantía, por lo que simbolizan, por no venir a cuento, porque uno va a sentirse en deuda con quienes se los hacen. Éstos saben que rechazarlos es delicado: puede parecer un desprecio, una muestra de desconfianza o una acusación velada de interés espúreo. (Paréntesis para los puristas: sí, ya sé lo que dice el diccionario sobre “espúreo”, pero a mí me gusta escribir esa palabra como antes lo hicieron, entre otros, Baroja y Galdós.) Pero a veces no hay más remedio que arriesgarse a ser descortés, sobre todo si uno no recibe el obsequio por amor ni por amistad, ni por ser un médico que no cobró, ni por ser guapo o encantador, sino por ejercer un cargo público de responsabilidad.

Lo más sangrante de la sentencia de los asombrosos jueces valencianos que han exonerado al Presidente Camps, a su subordinado Costa y a algún político más del delito de “cohecho pasivo” en que tal vez habían incurrido al recibir abundantes trajes y zapatos de una trama de corrupción, es que dichos jueces han determinado que las dádivas en cuestión, de haberlas habido, no las habrían recibido los sospechosos en virtud de sus cargos públicos. ¿Ah, no? Es muy fácil saber por qué se le hace un regalo costoso a un político. Bastaría con que la señora Barberá, por ejemplo, respondiera si antes de ser alcaldesa de Valencia los regaladores la agasajaban también con carísimos bolsos de Vuitton o no, y lo mismo Camps y Costa respecto a sus trajes de figurín. Todos ellos son personas con buenos sueldos, no especialmente necesitadas. Esos obsequios, por tanto –si no se los hacían ya antes de ocupar sus respectivos cargos–, sólo podían tener por objeto granjearse su gratitud y esperar favores directos o indirectos de ellos, a través de sus subordinados. Y si resulta que los regaladores obtuvieron contratos poco explicables de adjudicadores a las órdenes de esos políticos, todo parece indicar que la generosidad surtió algún efecto y que funcionó la gratitud. ¿Cómo se le va a negar esto a Fulano, que es tan amable y tiene detalles hasta con mi mujer y mi hija? Al fin y al cabo está capacitado para organizar esta Feria como el que más, y es tan atento…

No se entiende cómo a esos políticos no les incomodaban las dádivas, a menos que ni siquiera estén medianamente educados (lo más probable). No sé, cada vez que un lector me manda un obsequio, aunque sea un libro suyo que ni voy a tener tiempo de leer, me siento obligado a corresponderle, por lo general con un libro mío que le envío dedicado. Sí, es difícil resistirse al agradecimiento, aún lo es más sentirse en deuda y no tratar de saldarla. Por eso ningún cargo público debería aceptar regalos que no recibiera ya cuando era un mindundi, un don nadie. Los inefables jueces valencianos han dictaminado que los de los corruptos de su Comunidad se deben tan sólo al encanto de sus representantes. Lo del encanto es un decir.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 20 de septiembre de 2009

2 comentarios:

Al Herrera dijo...

La hipocresía es la reina de las sombras sociales que barren el Multiverso... desgraciadamente, si no la dominas, no eres nadie hoy día.

Confío en que mucho después que yo muera, el mundo ideal sea una realidad. Pero de mentiras y sueños vive el hombre...

Sigo leyendo.

B dijo...

pues sí...