Hace meses mencioné aquí de pasada a “las amigas de buen corazón”. No sé muy bien cómo, a lo largo de mi vida me he rodeado de mujeres así, una cuestión de suerte o de prudencia, aunque también haya habido excepciones y las haya pagado caras durante breve tiempo: las que lo tenían duro, o eran avasalladoras o engreídas o viperinas, o ventajistas, no han durado mucho en mi cercanía. Más de una vez me he parado a pensar que, curiosamente, casi todas mis buenas amigas tenían lo siguiente en común: habían perdido de niñas al padre o a la madre, les había tocado una infancia algo anómala. Algunas, incluso, podrían haber encontrado motivos para el resentimiento o la autocompasión, y sin embargo no es así: también guardan en común ser extremadamente inteligentes, alegres y generosas, propensas a la risa y con un punto de candidez, de tal manera que se adivina en ellas aún, fácilmente –no se adivina; en realidad se ve–, a las niñas que fueron. No es que jueguen a ser pueriles, claro está –ese es un tipo de coquetería más bien estomagante que se detecta en no pocas de su sexo–, sino que no lo pueden o saben evitar. Todas me han contado anécdotas de su niñez. Las cuentan riéndose de sí mismas, de su ingenuidad infantil, sin darse cuenta de que hay alguna que delata su forma de ser actual, y en la que ya reconozco a la persona que he conocido en su edad adulta. No han cambiado en absoluto, y basta con escuchar esa anécdota para saber cómo son y cómo seguirán siendo, probablemente, hasta el fin de sus benditos días.
L no es que perdiera a su madre, es que nunca la tuvo. Ésta se separó del padre al poco de nacer ella y no quiso saber de ninguno de los dos, por lo que L creció junto a un hombre joven, donjuanesco y jovial, que, por causa de su trabajo, pasaba largas temporadas en el extranjero. La niña y el padre se adoraban, pero a menudo a distancia: de hecho L se recuerda a sí misma esperando su aparición la mitad del tiempo, y la otra mitad en la fiesta permanente de su compañía. Así que se ocupaban de ella con frecuencia unos amigos casados y con hijos. Con uno de éstos solía ir un rato a un parque a la salida del colegio. Ella tenía bici y el niño no, así que se la prestaba. Pero el niño remoloneaba a la hora de devolverla: “Yo no tengo, y tú la tienes todos los días”. A ella le daba pena y además se sentía agradecida a sus padres, de modo que se pasaba todo el rato sin montar, esperando a que el aprovechado se la cediera una vez al menos. Éste sólo lo hacía cuando ya anochecía y había que volver a casa. L casi nunca pudo dar una vuelta en su propia bici. Como no tenía hermanos, se inventaba sus juegos, pero descubrió que unos vecinos poseían un fuerte. Entusiasta de las películas del Oeste, se presentaba en la casa con sus soldaditos en la confianza de que la dejaran meterlos también en él. Los vecinos no se lo permitían, pero ella no se arredraba: colocaba a su caballería en disposición de asaltarlo. Los niños le ponían reparos: “Eso no puede ser, son soldados y no van a atacar a sus compañeros”. A partir de entonces L pidió a su padre que le regalara siempre indios, para poder asaltar aquel fuerte sin cortapisas.
A tenía un hermano mayor y él disponía de un cañoncito, que no le permitía tocar. Ella deseaba tanto disparar con el cañoncito que aceptaba el siguiente abuso de su hermano: “Si me buscas y recoges la bala cada vez que dispare, al final te dejaré tirar una vez”. La niña, obediente y confiada, así lo hacía. Sin embargo, cuando llegaba su turno arduamente ganado, el hermano se marchaba y ni siquiera se quedaba a ver cómo ella efectuaba su tiro. Sin testigos, ella metía la bala y lanzaba, sin ilusión, su único, triste y solitario disparo.
B perdió a su madre a los nueve años y el padre se consoló pronto y no se ocupaba mucho de ella. La dejaba a menudo con tíos, abuelos y amistades variadas que no siempre la acogían de muy buen grado. Ella tuvo siempre la sensación de estar de prestado en esos sitios y de poder molestar, y sabía que antes o después debería marcharse. El único lugar del que sentía que no podían echarla era la ficción. Se metía bajo una mesa, en su propia casa o en las ajenas, y desde allí veía todas las películas de televisión o leía con fervor sus novelas y cuentos, esos espacios sí eran suyos, plenamente. Cuando voy al cine con ella, aún la veo metida bajo esa mesa, con cara feliz.
A P se le murió el padre a los doce años. Ella, su hermana menor y su madre pasaron a vivir con el padre de ésta, su abuelo, un hombre despótico que con alguna maña se apropió del negocio de su yerno muerto y se dedicó a tratarlas como a cenicientas. Un personaje dickensiano, de los negativos. Al ser su madre débil y P la mayor, le tocó batallar contra el abuelo tiránico, frenar sus abusos y hasta evitar la expulsión de las tres. Cuando venían visitas se escondía detrás de una puerta y no salía durante largo rato. Con todo lo sociable que es, a veces la veo todavía ahí.
He dicho que estas amigas tienen buen corazón, son inteligentes, risueñas y generosas. Se me olvidó añadir que todas ellas poseen un fuerte sentido de la justicia, o aún es más, de esa palabra olvidada y que a casi nadie importa hoy, pero que es la que sigue haciendo que el mundo sea tolerable y que no todo parezca perdido: un fuerte sentido de la rectitud.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 16 de mayo de 2010
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Siento repetirlo de nuevo y sobre todo por mí, ya que cada vez se toleran menos las opiniones discrepantes de las tendencias globales: una de las costumbres o modas que me parecen más inútiles y nocivas es la de pedir perdón por las cosas que uno no ha hecho, con la agravante, además, de que no está uno facultado para ello. Hay en esta práctica un elemento de masoquismo y otro de engreimiento, aunque parezcan propensiones contradictorias. Por un lado, los actuales gobernantes o representantes de una institución se flagelan y se disculpan por las atrocidades o equivocaciones que cometieron, a veces en tiempos remotos, quienes rigieron los comportamientos de sus respectivos países o instituciones, y con las que ellos no han tenido nada que ver. Por otro, se arrogan absurdamente la capacidad para enmendarles la plana a sus predecesores muertos, como si no sólo se heredaran las culpas –no es así, por suerte–, sino también la posibilidad de expiarlas y de compensar los daños causados. Los daños infligidos por Hitler o por Stalin, por Franco o por Mao, por las diferentes Iglesias o religiones, por el Imperio Británico o por el Romano, por los esclavistas o por los numerosos tiranos de la historia, no pueden compensarse jamás a quienes los sufrieron, que, como sus verdugos, hace ya tiempo que desaparecieron de la faz del mundo. Dar “consuelo” a sus “herederos” –a veces directos y aún vivos, pero a veces traidísimos por los pelos o imaginarios– no deja de ser una falacia bienintencionada y hueca que en la mayoría de ocasiones sólo tiene como fin halagar el narcisismo de quienes no han sido víctimas pero disfrutan sintiéndoselo. Nada parece complacer tanto a las poblaciones actuales como la autocompasión y el victimismo. Quizá no hay tampoco nada tan rentable. Formar o sentirse parte de una minoría o mayoría oprimidas parece ser el mayor timbre de gloria a que se puede aspirar hoy en la tierra. Aunque uno haya tenido la fortuna de vivir en una época en la que los de su nacionalidad, raza o sexo ya no han sido oprimidos por nadie.
Lo cierto es que cada dos por tres un dirigente alemán se disculpa por los campos de concentración, clausurados cuando él era aún un niño; un Papa del siglo XX presenta sus respetos a Galileo, que murió en 1642; los políticos sudamericanos, con apellidos inequívocamente españoles como Chávez o Morales, exigen en castellano que el Rey Juan Carlos se dé golpes en el pecho por lo que en ultramar hicieron, en el siglo XVI, Colón, Cortés o Pizarro; los rusos se excusan ante Polonia, mientras el Japón se niega a hacerlo ante la China y Turquía ante Armenia, pese a las reiteradas peticiones de los bisnietos de los masacrados. Supongo que es cuestión de tiempo que surjan descendientes de espartanos exigiendo compensaciones a los iraníes por las Termópilas, o europeos y africanos de todas partes pidiéndole a Berlusconi que se arranque sus nuevos pelos y se rasgue sus ropas de marca en arrepentimiento por las fechorías de los emperadores romanos.
Lo que pasó pasó, y no hay quien lo rectifique ni lo repare ni enmiende. Lo que otros hicieron no lo hemos hecho nosotros, y no somos quiénes para excusarnos por los actos no cometidos. Creer lo contrario es de una soberbia infinita, y sin embargo hoy lo parece creer el mundo entero. No hay manera de resarcir a los damnificados, que yacen en sus tumbas y de nada se enteran. El tiempo –es inconcebible que se finja ahora ignorarlo– “ni vuelve ni tropieza”, por decirlo con Quevedo. Otra cosa es que se sepa lo que ocurrió, algo en verdad necesario. Para eso están los libros de Historia, y también las leyendas, las novelas y las películas, todo ello contribuye a que los crímenes no caigan en el olvido. Pero esto no parece bastar a los narcisistas contemporáneos, cuya última pretensión es que, además, se procese a los muertos, a quienes ya no pueden responder ni avergonzarse ni padecer castigo. Como si no hubiera suficientes casos que juzgar, con los responsables vivos y a menudo impunes, se pretende con cada vez más frecuencia que se abran causas contra cadáveres. No hablemos de nuestro país; en Rusia, tras la reciente condena “política” de Stalin por parte del Presidente Medvédev, que lo consideró “culpable de crímenes imperdonables contra su pueblo” y calificó su régimen –oh novedad– de “totalitario”, hay voces que no se conforman y que exigen también “una condena jurídica”. Insisto en preguntarme: ¿contra cadáveres? A los grandes criminales muertos ni les va ni les viene lo que se diga o se haga en un mundo al que no pertenecen desde hace tiempo. Tiene sentido juzgar a un criminal nazi mientras esté vivo y libre, por anciano que sea, pero no una vez que ya no alienta, no una vez que no va a escuchar su sentencia ni a cumplir su pena. Lo que se logra con todas estas actitudes justicieras inútiles, con estos brindis al sol, con esta simbólica persecución de los asesinos que por desgracia escaparon a la justicia humana –y me temo que no hay otra–, es transmitir indefinidamente las culpas más execrables. Como si en una época de descreimiento general de lo perdurable, se estuviera convencido de que justamente los crímenes son lo único eterno y que se reencarna ad infinitum. O como si las poblaciones actuales hubieran decidido desmentir el viejo dicho que de tanto sirvió, “Muerto el perro, se acabó la rabia”, y ya no supieran vivir sin esa postiza rabia.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 23 de mayo de 2010