jueves, 13 de mayo de 2010

Cuento de Carolina y Mendonça. 9 /05/ 2010.

Los lectores con memoria recordarán el modesto cuento del señorín y la bailarina londinenses que separé el pasado noviembre y que luego me costó reunir. Compré la figura del primero en una tienda de antigüedades de Cecil Court. El dueño, Mr Sullivan, quizá acuciado por la crisis, estuvo dispuesto a que me llevara sólo una pieza de la pareja, la que me hacía más gracia. Luego, ya de regreso en Madrid, me entró un absurdo y pueril cargo de conciencia: había permitido viajar al señorín, cuyo bigote lo asemejaba un poco a Eduardo Mendoza, buen amigo y mejor escritor, y había dejado sola a la joven, acumulando polvo y soledad en el establecimiento. Pedí a Mr Sullivan que me la mandara también, pero pasaba el tiempo y no la recibía. Llegué a pensar que tal vez, lejos de echarse de menos, estaban hartos el uno del otro y que más valía no insistir en juntarlos de nuevo. Como conté en un post-scriptum, a los cuatro días de abandonar toda esperanza un mensajero me trajo la segunda figura, y pude informar a los lectores interesados –que, para mi sorpresa, no fueron pocos– de que ambas se habían vuelto a ver las caras en mi casa de Madrid.

Han pasado unos meses desde entonces, y tres o cuatro de esos lectores me han preguntado –casi me han exigido que cuente– cómo les va al señorín y a la bailarina en sus nuevos domicilio y ciudad. Aun a riesgo de cansar o aburrir a los no curiosos, daré cuenta de mis impresiones. Cuando llamé a la tienda para comunicarles que por fin había aparecido su envío y que podían proceder al cobro, me contestó un empleado que –maravillas de Internet, supongo– estaba perfectamente enterado de mis comentarios y dudas sobre la pareja. Se alegró de que la joven hubiera alcanzado su destino, y con humor me dijo: “Creo que los dos habrán agradecido esta breve separación, quizá necesitaban unas vacaciones después de ciento cincuenta años juntos”. “¿Ciento cincuenta?”, repetí con sorpresa. “No creí que fueran tan antiguos”. “Sí, Mid-Victorian”, respondió, es decir, de mediados del reinado de la Reina Victoria, que duró de 1837 a 1901; y añadió, para mi tranquilidad: “Una separación definitiva habría sido cruel, tras tanto tiempo. Pero unos meses de descanso les habrán venido bien”. Si el simpático empleado estaba en lo cierto, las figuras se habrían fabricado hacia 1860, y en 1861 murió el marido de la Reina, el Príncipe Alberto, del cual se dice que estuvo verdaderamente enamorada, hasta el punto de que, tras su fallecimiento, Victoria pasó unos años de apartamiento y casi reclusión, lo cual le acarreó cierta momentánea impopularidad entre sus súbditos. No pude por menos de preguntarme si acaso mis dos figuritas habrían languidecido y penado de manera similar, de haberse consumado su extrañamiento.

Al volver a ver a la bailarina, ya en mi casa, descubrí que era bastante más graciosa y menos convencional de como la recordaba mi despreciativa primera visión. Ni siquiera lleva tutú, como creía, sino una faldita de logrado vuelo que le cubre tan sólo medio muslo. Y no había reparado en su sugestivo escote de buen gusto, que permite ver suficiente de sus atractivos pechos. En la mano sostiene un abanico cerrado. Lo cierto es que, cuando por fin aterrizó aquí, su partenaire, al que llamaré Mendonça, ya había hecho amistad con sus nuevos e ilustres compañeros, a saber: una estatuilla de Sir Arthur Conan Doyle, como él con bigote y bastón; un busto de su criatura Sherlock Holmes, con los rasgos del actor Peter Cushing; otro busto –de porcelana, y más antiguo– de Laurence Sterne en su juventud; un capitán de navío inglés –como salido de Master and Commander– que me regaló Pérez-Reverte hace unos años. El dandy Mendonça se sentía muy crecido tras codearse con estos “caballeros extraordinarios”, y cuando vio aparecer a Carolina –así voy a llamarla, por razones que no vienen al caso–, no pudo evitar darse aires. De hecho creo que inicialmente se negó a presentársela a sus nuevas amistades, hasta que Conan Doyle, que jamás toleró en vida que se tratara mal a una mujer en su presencia, lo regañó y lo obligó a hacerlo. Es de suponer que, como su figura es mucho más alta que las otras, tiene una perspectiva particularmente generosa del elegante escote de la bailarina, eso además. Me temo que durante los primeros días su presencia causó cierto revuelo entre la compañía masculina. Holmes la mira aprensivo, de reojo, sin cesar; y también Sterne, quien, pese a haber sido párroco, siempre tuvo un ojo agudo para las mujeres. El capitán es más serio, pero a buen seguro se siente protector, con su sable desenvainado contra el que poco podría hacer el bastoncillo del señorín. Tengo la impresión de que las aguas ya se han calmado y de que todos tienen debilidad por Carolina. Respetuosa debilidad, eso sí, una vez enterados de que lleva nada menos que siglo y medio emparejada con el frívolo Mendonça. En cuanto a ellos dos, él está a la izquierda y ella a la derecha, de manera que se miran el uno al otro, si no con pasión, sí con gran aprecio y camaradería. Algunas mañanas, sin embargo, me la encuentro a ella a la izquierda y a él a la derecha, dándose casi la espalda e ignorándose mutuamente. Sé entonces que han reñido durante la noche, posiblemente por causa de Sterne. Pero he observado que, en esas ocasiones, antes de que yo me acueste –claro que me acuesto muy tarde– han vuelto a sus posiciones originales. Me alegra saber que, tras ciento cincuenta años, los enfados nunca les duran veinticuatro horas. Tiene su mérito, no dirán que no.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 9 de mayo de 2010

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