No sé si ustedes se creen que desde 1945, desde el término de la Segunda Guerra Mundial, las poblaciones de Alemania e Italia dejaron de ser nazis y fascistas respectivamente como por arte de magia. Yo no creo en esa arte, y menos aún en política. Si alguien está en un sitio y luego en otro, puedo aceptarlo, siempre que a ese alguien se lo haya visto desplazarse, dar los pasos pertinentes, realizar el trayecto. Esas poblaciones habían apoyado abrumadoramente a Hitler y a Mussolini, y si les retiraron el entusiasmo y empezaron a echar pestes de ellos fue, sobre todo, porque los dos dictadores habían muerto y su bando había perdido la contienda. Fue, en gran medida, por la cuenta que les traía, por conveniencia. Poca gente se empecina en seguir defendiendo a los derrotados y a los muertos. Pero lo cierto es que, aunque se debiera en parte a motivos espúreos y a oportunismo –o a instinto de supervivencia–, en esos países y en el resto de Europa se creó un consenso sobre cómo debía interpretarse la Segunda Guerra Mundial, y casi todo el mundo estuvo de acuerdo en considerar al Eje culpable de aquella catástrofe y en renegar de sus regímenes e ideas. No sucedió, claro está, nada parecido con los de Stalin en la Unión Soviética, porque este otro individuo sanguinario seguía vivo y además se contaba entre los vencedores. (Resulta curioso ver unas pocas películas hollywoodenses de los años cuarenta, como Días de gloria de Tourneur, en las que los rusos todavía aparecen como “aliados” y forman parte de los “buenos”.) Sea como fuera, y pese a que muchos lo hicieran con la boca pequeña o hipócritamente, la mayoría de los ciudadanos que habían jaleado y aupado al nazismo y al fascismo los condenaron. Como es sabido, hay países en que su exaltación está prohibida, lo mismo que negar el Holocausto. Si esto es así, fue gracias a ese acuerdo –parcialmente insincero, pero al fin acuerdo– del conjunto de los europeos.
¿Sucedió en España algo parecido? En modo alguno. ¿Acaso a la muerte de Franco? Ya se ve que no, tampoco. Aquí el equivalente de Hitler y Mussolini –amigo y partidario declarado de ellos– salió triunfante de la Guerra Civil que él mismo había desencadenado, traicionando sus juramentos, traicionando a su Ejército y levantándose en armas contra el Gobierno legítimo de la nación. Después imperó y machacó, ya sin guerra, durante treinta y seis años, y a lo largo de todo ese tiempo la mayor parte de los españoles –también algunos por conveniencia, o por la cuenta que les traía– fueron franquistas convencidos. Su régimen nunca fue derrocado, y a la muerte del tirano seguía conservando todo el poder en sus manos. Si en vez de una prolongación de su dictadura tuvimos una democracia, fue en gran medida por decisión del nuevo Jefe del Estado, el Rey Juan Carlos, y porque aquello se había convertido en un anacronismo inviable en el seno de una Europa cada vez más interdependiente. También porque durante la Transición casi todo el mundo fue razonable y se avino a lo que era mejor para la España de entonces, con Santiago Carrillo entre los más razonables.
Ahora bien, pretender que el franquismo fuera condenado globalmente un día por el conjunto de la sociedad, era y sigue siendo iluso. Mal que nos pese a quienes lo vemos como uno de los periodos más aciagos y criminales de nuestra historia, aquí jamás se ha producido un consenso, ni siquiera artificial o falso, semejante al logrado en Europa tras la caída de los fascismos (nuestra situación se pareció más a la de la Rusia de Stalin). Así, en España sigue habiendo historiadores sobrevenidos que justifican el golpe militar de 1936 y que acusan de golpista (!) al Gobierno de la República que lo padeció. Lo mismo que una caterva de periodistas y tertulianos y no pocos políticos, aunque éstos no lo manifiesten abiertamente. En las filas del PP hay numerosos individuos que, quizá por haber vivido ya poco bajo el franquismo, ignoran que son idénticos (cuán a su imagen los han hecho) a los funcionarios del dictador. (También hay, entre la izquierda, quienes ignoran lo muy parecidos que son a los stalinistas de antaño, lo cual tampoco ayuda precisamente.) Una buena porción de España, incluida una parte de la izquierda, de los nacionalistas y de los “antisistema”, continúa siendo sociológica y anímicamente franquista, no se la ha enseñado a ser de otro modo. El Tribunal Supremo ha dado curso a las querellas interpuestas contra el juez Garzón por Falange Española (!) y por la ultraderechista Manos Limpias (!). A mí me parece lamentable, pero no sorprendente, dado que también entre los jueces hay franquistas. Garzón pecó de ingenuidad o midió mal el estado de cosas, lo mismo que Zapatero al promover su Ley de la Memoria Histórica. Una ley sobre algo tan subjetivo e inaprensible sólo puede existir y prosperar con el beneplácito de la inmensa mayoría de la sociedad, y nosotros carecemos hasta del más básico acuerdo. Es lo que hay, ya digo, mal que nos pese. Si la visión condenatoria del origen de la Guerra y de los cuarenta años de dictadura no ha sido general en los treinta y cinco transcurridos desde la muerte de Franco, desengañémonos, ya no va a serlo. Este es un país anómalo. Lo ha sido siempre, no sé por qué nos extrañamos tanto. Este país ha dado vergüenza a menudo, no es tan raro que hoy siga dándola. Aquí nunca nadie convence a nadie. Hay que convivir con eso, y nos toca a todos aguantarnos. Por lo menos tenemos práctica.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 2 de mayo de 2010
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