No sé qué pélicula era. No me quedé a verla, tenía mala pinta, cambié pronto de canal. La acción parecía situada en los años sesenta. Vi esta escena, sin embargo: una reunión ministerial británica; un subordinado se dirige al ministro, interpretado por Kenneth Branagh, y, hablando no sé de quiénes, le dice: “El problema, señor, es que no están en la ilegalidad, de momento”. A lo que Branagh responde con caricaturesco cinismo: “Para eso somos el Gobierno, idiota: si algo no nos gusta, cambiamos una ley y lo convertimos en ilegal”.
Ya digo que el tono era caricaturesco, pero lamentablemente la afirmación de Branagh es de lo más realista en la actualidad, en muchos países y también en el nuestro. Desde luego es Italia el que se lleva la palma, allí las leyes se cambian continuamente en beneficio personal de Berlusconi, y, dado que ese individuo parece haber delinquido lo suyo –varios de sus más estrechos colaboradores están ya condenados, y si él se ha librado es sólo por cuestiones de inmunidad o de prescripción–, no sólo se modifican para ilegalizar lo legal, sino también a la inversa según su conveniencia, es decir, para legalizar ciertos crímenes y así exonerarlos de ellos, a él y a sus próximos, por la vía rápida.
En España no se ha llegado aún a tanto, pero se está en camino, y sobre todo hay una creciente tendencia, preocupantemente compartida por buena parte de la sociedad, a prohibir o intentar prohibir lo que no le gusta a cada cual y a meterse en todo lo habido y por haber, algo propio de los sistemas totalitarios, que por eso se llaman así: el Estado interviene en todo, lo regula todo, lo que es de su competencia y lo que no; dicta normas sin cesar, se inmiscuye en las instituciones civiles, trata de controlarlas, lo mismo que la cultura, la lengua, la manera de pensar, el tipo de vida de los ciudadanos y sus decisiones más personales. Hace poco el Gobierno catalán ha decidido obligar a los padres adoptivos a comunicar a sus hijos que no son vástagos biológicos suyos antes de que cumplan los doce años. No se ha limitado a recomendarlo, sino que lo ha exigido, tratándose como se trata de una cuestión opinable y variable según los casos. No deseo insistir más sobre la ley antitabaco, pero es obvio que el Gobierno de Zapatero dio cierta libertad de elección a los bares y restaurantes siempre y cuando –como se comprueba ahora– hicieran uso de ella a gusto de ese Gobierno; y, como no ha sido así, se los priva de aquella falsa libertad y se les impone el criterio del Ministerio de Sanidad. El PP quiere que se prohíban el burka y el niqab en la calle, así como el aborto, las bodas homosexuales y no sé cuántas cosas más. En varios sitios se propugna la supresión de las corridas, y así cada uno con lo que le desagrada o molesta o juzga “inmoral”.
Hay quienes piensan que es sólo una cortina de humo, como las doscientas mil que lanza al año Berlusconi para que la gente se ocupe de tonterías y no se centre en lo principal. Puede ser. Pero hay cortinas de humo que no deben pasarse por alto por lo que delatan o implican, y una de éstas es el anuncio de Zapatero en el debate de la nación: “Mientras sigan existiendo anuncios de contactos se estará contribuyendo a la normalización de esta actividad; por ello, estos anuncios deben eliminarse. Los anuncios de publicidad de la prostitución deben eliminarse”. Por dos veces utilizó ese peligroso verbo con connotaciones tremendas, tanto mafiosas como nazis. Pero, más allá del detalle, uno se pregunta si Zapatero –y la inspiradora de la intención, la Ministra de Igualdad– tienen la menor idea de lo que es un sistema de libertades, o si se han olvidado de que la censura es un delito en España. Si el pretexto es que hay muchas personas forzadas a ejercer la prostitución, hay que recordarles que se debe perseguir con dureza a los que las obligan, pero no a quienes la ejercen por su voluntad o preferencia, que también las hay. De acuerdo con ese pretexto, ¿qué sería lo siguiente que Zapatero y Aído “eliminarían”? ¿Las películas porno, pues a nadie le consta que cuantos intervienen en ellas lo hagan con plena libertad? ¿Las revistas con desnudos, por la misma razón? Me temo que, en algunos aspectos, Zapatero y Aído habrían sido felices durante el franquismo: estaba prohibida esa publicidad que desean suprimir, por supuesto el cine porno y los desnudos; hasta los escotes eran cortados o tapados en las películas. Sólo desde un puritanismo monjil –por mucho que ahora lo disfracen de “defensa de la dignidad de la mujer”– se puede considerar que quien ejerce la prostitución por elección está más explotado o es más indigno que quien friega suelos o se pasa doce horas subido a un andamio o baja a la mina a envenenarse los pulmones o aspira a diario el hedor de las basuras. ¿Se creen Zapatero y Aído que los encargados de esas tareas las desempeñan por gusto? No, lo hacen por pobreza y necesidad, y quizá prefieren eso –qué remedio– a otras cosas aún peores. Exactamente lo mismo que las prostitutas, algunas de las cuales prefieren alquilar su sexo –que no “venderlo”– antes que alquilar su espalda en la recogida de la fresa o sus manos en tantos menesteres hediondos o peligrosos. Jamás me detengo a leer una línea de los anuncios de contactos, luego personalmente me trae sin cuidado que existan o no. Pero si son “eliminados” por ley, no podré por menos de verlo como un pésimo síntoma de autoritarismo, intolerancia, censura, nacionalcatolicismo encubierto y totalitarismo. Zapatero y Aído sabrán.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 1 de agosto de 2010
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