viernes, 10 de septiembre de 2010

No prometéis nada bueno. 5 /09/ 2010.

Ya sé que es sólo un juego de verano sin mayor importancia, pero no he podido por menos de mirarme con atención las listas que publicó este dominical en agosto con las cien películas y los cien actores que “cambiaron la vida” de cien profesionales hispanoamericanos del cine. También sé que todos, cuando se nos piden estas selecciones imposibles, tendemos a ser excéntricos, porque si no, no nos divertimos; nos encanta poner alguna película (o libro, o lo que sea) que en modo alguno juzgamos entre las mejores pero por la que tenemos debilidad, o bien intentamos salirnos un poco de la aburrida ortodoxia y resultar originales, dementes o escandalosos en alguna elección.

Pero en estas votaciones “hispanoamericanas” –la verdad es que la mayoría de los participantes eran españoles sin más– ha habido un elemento en verdad preocupante, a mi parecer, y es el desaforado nacionalismo o chauvinismo o patrioterismo que desprendían, no ya rayano en el ridículo, sino del todo inmerso en él. La supremacía del cine estadounidense ha sido clara, como correspondía. El resto del planeta, sin embargo, y si no he contado mal, se repartía los puestos de honor de la siguiente manera: entre las cien películas de la historia había siete italianas (con apoteosis del sobrevalorado y mal envejecido Fellini y ninguna de Rossellini, dicho sea de paso), cuatro suecas (todas de Bergman), cuatro británicas (una dirigida por un francés, Renoir, y otra por un mediocre llamado Anthony Harvey), tres japonesas, tres cabalmente francesas, dos más o menos alemanas (ninguna de Fritz Lang, por cierto), dos de cineastas daneses… ¡y dieciséis españolas o de directores españoles –es decir, de Buñuel–! Para mí ha sido una revelación: según estos patrioteros o quizá gremialistas individuos votantes, el cine hecho por españoles es, con diferencia, el más memorable del globo después del norteamericano. Y no es sólo eso: entre las primeras veinte películas, figuraban nada menos que cinco españolas o de Buñuel. Visto lo cual no entiendo, la verdad, cómo es que nuestra filmografía no es universalmente conocida, cómo es que en todos los países no se han disputado el concurso de nuestros directores y actores, o cómo es que fuera de aquí casi nadie sabe quién es Berlanga, cuyo El verdugo es muy buena, sí, pero no creo que en ningún otro sitio esté considerada la cuarta película de la historia del cine, cincuenta puestos por delante –es un ejemplo– de la más “impresionante” de John Ford. Tampoco me parece probable que haya muchos extranjeros dispuestos a suscribir que La niña de tus ojos, de Trueba, deja más huella que Dublineses, de Huston, por mencionar un caso sangrante. O que Los santos inocentes empequeñece a Vértigo, Ser o no ser, Con la muerte en los talones, El Gatopardo, y aventaja años luz a Sed de mal, El río y Centauros del desierto. Si me preguntan, no lo creo.

En cuanto a la lista de actores, más de lo mismo: entre los cien intérpretes que más han “marcado” a los votantes, nada menos que dieciséis españoles, gente, como se sabe, nacida para actuar. Fernán-Gómez es mucho más admirable que James Stewart y Charles Laughton; López Vázquez, Luis Tosar, Rabal y Carmen Maura están muy por encima de John Wayne, Bogart, Caine, Marilyn Monroe, Orson Welles y Audrey Hepburn, cómo me va usted a comparar; y no digamos de Gary Cooper, Robert Mitchum y Henry Fonda, esos tres no les llegan ni a la suela del zapato; Ángela Molina conmueve más que Sordi, Gabin y Clark Gable; y Javier Cámara, Rosa María Sardá y Juan Diego les dan unas cuantas vueltas a Marlene Dietrich, Buster Keaton y William Holden. Y todos, absolutamente todos –y quién sabe cuántos españoles más– miran con desprecio, desde sus alturas, a aquel infeliz de Burt Lancaster, que ni siquiera figuraba entre los cien elegidos. Es una opinión personal, pero, aunque sólo hubiera hecho El Gatopardo en su vida, Lancaster ya merecería estar no entre los cien, sino entre los diez intérpretes de la historia.

Cuestión de gustos. Lo preocupante, lo llamativo, es esto: los profesionales de nuestro cine, ¿a quién pretenden engañar? ¿Qué pretenden al votarse entre sí y a la raquítica industria nacional? ¿Tal vez convencer al Ministerio de Cultura de que esa industria es añeja y sólida y ha dado más obras maestras que la de cualquier otro país a lo largo de un siglo (los Estados Unidos aparte), y que por ello hay que cuidarla, favorecerla y subvencionarla? ¿Tal vez convencer de lo mismo a los lectores, para que vayan a ver cine nacional? Si así fuera (y no el mero pataleo acomplejado de “semoh loh mejoreh”), hay algo en lo que no han reparado: si nuestros cineastas tienen una ignorancia supina y desconocen a Ophuls, Rossellini, Lang, Renoir, Preminger, Griffith y tantos más de los que no destacaban una sola cinta; si su gusto es tan dudoso como para considerar El día de la bestia –lo siento, es un ejemplo– más memorable que Perdición, La diligencia, El hombre que mató a Liberty Valance, El hombre tranquilo y Johnny Guitar; si además juzgan que la ridícula y cursi Bailar en la oscuridad, de Von Trier, merece estar entre las cien películas que “cambiaron su vida”, ¿qué aficionado con dos dedos de frente y una mínima formación cinematográfica va a ir a ver las creaciones de estos individuos? Francamente, queridos, así no prometéis nada bueno.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 5 de septiembre de 2010.


Salvo por lo de Bailar en la oscuridad, de acuerdo completamente.


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