sábado, 29 de mayo de 2010

"Vampiros", la mejor recopilación del tema.



Esta antología, que ahora se reedita ampliada con tres cuentos inéditos es, a mi juicio, la más completa y documentada que existe hasta el momento en español.
Reúne seguramente los mejores textos cortos de vampiros que se han escrito desde principios del siglo XIX hasta casi finales del siglo XX, en cualquiera de sus variantes, ya sea en su aspecto más primitivo, como «reviniente» inspirado en el folclore eslavo, como noble perverso con un irresistible magnetismo erótico, o bien como bella y cruel vampiresa, instigadora de la fatalidad de los hombres...todas estas muestras de la «tempestuosa belleza del terror» siguen fascinando a través de los siglos, pues en ella se funden el deseo más tenebroso de la sexualidad con el más profundo miedo a la muerte, dos ingredientes que nunca dejarán de cautivar a la imaginación.

Publicada por primera vez en 1993; y reeditada mas tarde en 2001 con nuevos cuentos y una introducción más larga de Jacobo Siruela, esta tercera entrega de 2010, publicada ahora en Atalanta, añade tres cuentos nuevos del siglo XX:August Derleth, (editor de Arckham House), introduce una nueva variante con su vampiro de la nieve; Richard Matheson (el autor de «Soy leyenda») inserta el vampirismo en la cotidianedad contemporánea; y Robert Aickman, considerado el más grande escritor inglés de cuentos sobrenaturales de la segunda mitad del siglo pasado, recrea el mito con gran sutileza psicológica.

jueves, 20 de mayo de 2010

Sinfonía N° 8 de Dvorak

Muchos compositores desde Beethoven, han escrito una sinfonía que se destaca dentro de su obra como pacífica, sencilla y natural. Beethoven llamó a la suya la Pastoral. Otros compositores quizá no hayan tomado prestado de Beethoven el título (aunque Vaughan Williams lo hizo para su Tercera Sinfonía) ni su enlace de programa de una sinfonía que reflejase imágenes idílicas, con campestres.... pero hay un cierto humor que es compartido por la Segunda de Brahms, la Primavera de Schumann, la Quinta de Schubert, la Cuarta de Mahler, la Séptima de Prokofiev, la Expansiva de Nielsen, la Romántica de Bruckner, la Escocesa de Mendelssohn... y la Octava de Dvorak.

La Sinfonía Octava refleja no sólo el humor más feliz de Dvorak, sino también una continuación del compromiso con el nacionalismo checo de su música. Debido a que la obra fue compuesta en su casa de verano en Vysoká, lejos de las presiones profesionales de la vida urbana y posiblemente porque el compositor se proponía invocar la música folclórica, la sinfonía fue compuesta sin esfuerzo. Sentía que su mente desbordaba de ideas musicales: "¡Si tan sólo pudiera escribirlas inmediatamente! Pero allí -debo ir lentamente... Las melodías simplemente brotan de mí." Debido a que la música fluía fácilmente, el compositor pudo iniciar la sinfonía apenas una semana después de haber terminado su obra anterior, un Cuarteto de Piano. Sólo le llevó doce días componer el primer movimiento, otra semana el segundo, cuatro días el tercero y seis días el final. La orquestación fue terminada seis semanas más tarde.

Dos meses después de terminar la obra, el compositor la presentó a la Academia de Bohemia para Estímulo del Arte y la Literatura, de la que recientemente había sido designado miembro. También presentó la sinfonía como su "ejercicio" cuando, en 1891, recibió el doctorado honoris causa por la Universidad de Cambridge. La obra se interpretó en la ceremonia de presentación junto con su Stabat Mater. Dvorak recordaba el acontecimiento:
"Nunca olvidaré cómo me sentí cuando me hicieron doctor en Inglaterra. Nada excepto la ceremonia y nadie excepto doctores. Todos los rostros estaban serios y me parecía que ninguno sabía ninguna otra lengua que el latín. Miraba a la derecha y a la izquierda y no sabía a quién debía escuchar. Y cuando me di cuenta de que todos me hablaban a mí, experimenté un gran impacto y me sentí avergonzado de no saber latín. Pero cuando pienso en eso hoy, me río, y pienso que componer un Stabat Mater es, después de todo, más que saber latín."
La Octava Sinfonía, a pesar de su sencillez aparente, presenta modos nuevos de afrontar la forma sinfónica. El primer movimiento comienza con un tema que es una mezcla de introducción y exposición. Como introducción, conduce a la sinfonía moviéndose hacia la tonalidad principal. Pero a diferencia de una introducción, está ejecutada en el mismo tiempo rápido que el resto del movimiento. Lo que resulta ser el tema principal se escucha un poco después: una tonada de simplicidad folclórica, interpretada por el solo de flauta. El segundo tema, caracterizado por el ascenso con salto de octava en los vientos, utiliza un artificio típico de la música folclórica checa: repite su compás de apertura dos veces antes de seguir adelante.

El segundo movimiento también tiene una estructura inusual. Comienza con un tema en parte solemne y en parte punzante que al principio parece revolotear entre Mi bemol mayor y Do menor. Lo que parece ser un tema opuesto llega en Do mayor: con un acompañamiento de escalas de violín, la flauta y el oboe tocan una melodía exquisitamente pacífica. Esta tonada parece ser demasiado tranquila para presentar el conflicto tradicional con el tema principal. Y así lo es, ya que la música nunca más regresa a Mi bemol mayor o a Do menor. En retrospectiva, comprendemos que la apertura, tal como parece la del primer movimiento, es tanto una introducción como una exposición. El carácter confiado de la melodía en Do mayor impregna la música. Es este segundo tema, no el primero, el que regresa después de la sección de desarrollo. Incluso cuando el tema de la apertura finalmente vuelve, lo hace en tonalidad del segundo tema.

El tercer movimiento está estructurado de forma tradicional. Consta de un vals de inequívoco carácter folclórico checo, con una sección media que es también de tipo folclórico. Al comienzo de este trío, la flauta y el oboe ejecutan una melodía bella con un acompañamiento delicioso de cuerdas y timbales. Esta melodía está tomada de su ópera Los Amantes Obstinados. Después de que el vals regrese, la sección media se transforma en una danza rápida para terminar el movimiento. En su simplicidad, este movimiento recuerda las danzas eslavas del compositor.

El final es un conjunto de variaciones. Después de una fanfarria de trompetas, oímos el tema principal en los violonchelos. Esta melodía comienza, al igual que el tema de la flauta en el primer movimiento, con una tríada tónica ascendente. El compositor tuvo dificultades para construir esta melodía. En realidad escribió diez versiones diferentes de ella. Es fascinante compararlas para ver cómo emerge, paso a paso, en su forma final. Las variaciones se van alejando progresivamente del tema inicial, pasando a través de una variación deliciosa en flauta y una sección en Do menor, antes de que la fanfarria de trompetas señale el regreso al tema en su apariencia original.

miércoles, 19 de mayo de 2010

martes, 18 de mayo de 2010

No, no puede ser....¡HA MUERTO DIO!


Los peores augurios se confirmaron este domingo, 16 de mayo. El fallecimiento de Ronnie James Dio, mítico vocalista que ha formado parte de la leyenda del rock y el heavy metal con su paso por grupos como Elf, Rainbow, Black Sabbath y posteriormente su propia banda, DIO. El cáncer de estómago que padecía y que le ha postrado en los últimos meses ha sido el triste motivo de su adiós. Descanse en paz uno de los mejores cantantes de todos los tiempos, el más completo y el mito que inventó el gesto de los cuernos, tomado como la expresión corporal del heavy en todo el planeta.
Un Dios de la música...

Hoy mi corazón llora junto con los de millones de personas...
Te quiero tío, estés donde estés!!!!!!!!!
:(


Aquí el mensaje del fallecimiento en nombre de su esposa, Wendy.

“Mi corazón está roto. Ronnie ha fallecido a las 7:45 am del 16 de mayo. Muchos amigos y familiares pudieron darle un adiós privado antes de que muriera en paz. Ronnie
sabía lo mucho que le amaban todos. Así que apreciamos el amor y apoyo que todos nos han transmitido. Por favor, dadnos unos días de privacidad para luchar contra
esta terrible pérdida”.



Muchos saben de mi adoración hacia la música denominada "clásica" y hacia el rock progresivo en todas sus vertientes. Sin embargo, igual que el corazón de un hombre está en su niñez, en mi alma siempre vivirá el espíritu del metal. Algo que muchos no entenderán pero que cualquier hermano puede comprender sin palabras. Existe un vínculo especial; porque el metal es algo más que música. Muchísimo más.
Y Dio era un titán, un gigante mitológico, una auténtica Divinidad para la música.

VIVE SIEMPRE EN NUESTRAS ALMAS RONNIE!!!!!

Long Live Rock 'n' Roll !!!!




"Las amigas de buen corazón" y "Que no se acabe la rabia" 16 y 23 /05/ 2010.

Hace meses mencioné aquí de pasada a “las amigas de buen corazón”. No sé muy bien cómo, a lo largo de mi vida me he rodeado de mujeres así, una cuestión de suerte o de prudencia, aunque también haya habido excepciones y las haya pagado caras durante breve tiempo: las que lo tenían duro, o eran avasalladoras o engreídas o viperinas, o ventajistas, no han durado mucho en mi cercanía. Más de una vez me he parado a pensar que, curiosamente, casi todas mis buenas amigas tenían lo siguiente en común: habían perdido de niñas al padre o a la madre, les había tocado una infancia algo anómala. Algunas, incluso, podrían haber encontrado motivos para el resentimiento o la autocompasión, y sin embargo no es así: también guardan en común ser extremadamente inteligentes, alegres y generosas, propensas a la risa y con un punto de candidez, de tal manera que se adivina en ellas aún, fácilmente –no se adivina; en realidad se ve–, a las niñas que fueron. No es que jueguen a ser pueriles, claro está –ese es un tipo de coquetería más bien estomagante que se detecta en no pocas de su sexo–, sino que no lo pueden o saben evitar. Todas me han contado anécdotas de su niñez. Las cuentan riéndose de sí mismas, de su ingenuidad infantil, sin darse cuenta de que hay alguna que delata su forma de ser actual, y en la que ya reconozco a la persona que he conocido en su edad adulta. No han cambiado en absoluto, y basta con escuchar esa anécdota para saber cómo son y cómo seguirán siendo, probablemente, hasta el fin de sus benditos días.

L no es que perdiera a su madre, es que nunca la tuvo. Ésta se separó del padre al poco de nacer ella y no quiso saber de ninguno de los dos, por lo que L creció junto a un hombre joven, donjuanesco y jovial, que, por causa de su trabajo, pasaba largas temporadas en el extranjero. La niña y el padre se adoraban, pero a menudo a distancia: de hecho L se recuerda a sí misma esperando su aparición la mitad del tiempo, y la otra mitad en la fiesta permanente de su compañía. Así que se ocupaban de ella con frecuencia unos amigos casados y con hijos. Con uno de éstos solía ir un rato a un parque a la salida del colegio. Ella tenía bici y el niño no, así que se la prestaba. Pero el niño remoloneaba a la hora de devolverla: “Yo no tengo, y tú la tienes todos los días”. A ella le daba pena y además se sentía agradecida a sus padres, de modo que se pasaba todo el rato sin montar, esperando a que el aprovechado se la cediera una vez al menos. Éste sólo lo hacía cuando ya anochecía y había que volver a casa. L casi nunca pudo dar una vuelta en su propia bici. Como no tenía hermanos, se inventaba sus juegos, pero descubrió que unos vecinos poseían un fuerte. Entusiasta de las películas del Oeste, se presentaba en la casa con sus soldaditos en la confianza de que la dejaran meterlos también en él. Los vecinos no se lo permitían, pero ella no se arredraba: colocaba a su caballería en disposición de asaltarlo. Los niños le ponían reparos: “Eso no puede ser, son soldados y no van a atacar a sus compañeros”. A partir de entonces L pidió a su padre que le regalara siempre indios, para poder asaltar aquel fuerte sin cortapisas.

A tenía un hermano mayor y él disponía de un cañoncito, que no le permitía tocar. Ella deseaba tanto disparar con el cañoncito que aceptaba el siguiente abuso de su hermano: “Si me buscas y recoges la bala cada vez que dispare, al final te dejaré tirar una vez”. La niña, obediente y confiada, así lo hacía. Sin embargo, cuando llegaba su turno arduamente ganado, el hermano se marchaba y ni siquiera se quedaba a ver cómo ella efectuaba su tiro. Sin testigos, ella metía la bala y lanzaba, sin ilusión, su único, triste y solitario disparo.

B perdió a su madre a los nueve años y el padre se consoló pronto y no se ocupaba mucho de ella. La dejaba a menudo con tíos, abuelos y amistades variadas que no siempre la acogían de muy buen grado. Ella tuvo siempre la sensación de estar de prestado en esos sitios y de poder molestar, y sabía que antes o después debería marcharse. El único lugar del que sentía que no podían echarla era la ficción. Se metía bajo una mesa, en su propia casa o en las ajenas, y desde allí veía todas las películas de televisión o leía con fervor sus novelas y cuentos, esos espacios sí eran suyos, plenamente. Cuando voy al cine con ella, aún la veo metida bajo esa mesa, con cara feliz.

A P se le murió el padre a los doce años. Ella, su hermana menor y su madre pasaron a vivir con el padre de ésta, su abuelo, un hombre despótico que con alguna maña se apropió del negocio de su yerno muerto y se dedicó a tratarlas como a cenicientas. Un personaje dickensiano, de los negativos. Al ser su madre débil y P la mayor, le tocó batallar contra el abuelo tiránico, frenar sus abusos y hasta evitar la expulsión de las tres. Cuando venían visitas se escondía detrás de una puerta y no salía durante largo rato. Con todo lo sociable que es, a veces la veo todavía ahí.

He dicho que estas amigas tienen buen corazón, son inteligentes, risueñas y generosas. Se me olvidó añadir que todas ellas poseen un fuerte sentido de la justicia, o aún es más, de esa palabra olvidada y que a casi nadie importa hoy, pero que es la que sigue haciendo que el mundo sea tolerable y que no todo parezca perdido: un fuerte sentido de la rectitud.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 16 de mayo de 2010

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Siento repetirlo de nuevo y sobre todo por mí, ya que cada vez se toleran menos las opiniones discrepantes de las tendencias globales: una de las costumbres o modas que me parecen más inútiles y nocivas es la de pedir perdón por las cosas que uno no ha hecho, con la agravante, además, de que no está uno facultado para ello. Hay en esta práctica un elemento de masoquismo y otro de engreimiento, aunque parezcan propensiones contradictorias. Por un lado, los actuales gobernantes o representantes de una institución se flagelan y se disculpan por las atrocidades o equivocaciones que cometieron, a veces en tiempos remotos, quienes rigieron los comportamientos de sus respectivos países o instituciones, y con las que ellos no han tenido nada que ver. Por otro, se arrogan absurdamente la capacidad para enmendarles la plana a sus predecesores muertos, como si no sólo se heredaran las culpas –no es así, por suerte–, sino también la posibilidad de expiarlas y de compensar los daños causados. Los daños infligidos por Hitler o por Stalin, por Franco o por Mao, por las diferentes Iglesias o religiones, por el Imperio Británico o por el Romano, por los esclavistas o por los numerosos tiranos de la historia, no pueden compensarse jamás a quienes los sufrieron, que, como sus verdugos, hace ya tiempo que desaparecieron de la faz del mundo. Dar “consuelo” a sus “herederos” –a veces directos y aún vivos, pero a veces traidísimos por los pelos o imaginarios– no deja de ser una falacia bienintencionada y hueca que en la mayoría de ocasiones sólo tiene como fin halagar el narcisismo de quienes no han sido víctimas pero disfrutan sintiéndoselo. Nada parece complacer tanto a las poblaciones actuales como la autocompasión y el victimismo. Quizá no hay tampoco nada tan rentable. Formar o sentirse parte de una minoría o mayoría oprimidas parece ser el mayor timbre de gloria a que se puede aspirar hoy en la tierra. Aunque uno haya tenido la fortuna de vivir en una época en la que los de su nacionalidad, raza o sexo ya no han sido oprimidos por nadie.

Lo cierto es que cada dos por tres un dirigente alemán se disculpa por los campos de concentración, clausurados cuando él era aún un niño; un Papa del siglo XX presenta sus respetos a Galileo, que murió en 1642; los políticos sudamericanos, con apellidos inequívocamente españoles como Chávez o Morales, exigen en castellano que el Rey Juan Carlos se dé golpes en el pecho por lo que en ultramar hicieron, en el siglo XVI, Colón, Cortés o Pizarro; los rusos se excusan ante Polonia, mientras el Japón se niega a hacerlo ante la China y Turquía ante Armenia, pese a las reiteradas peticiones de los bisnietos de los masacrados. Supongo que es cuestión de tiempo que surjan descendientes de espartanos exigiendo compensaciones a los iraníes por las Termópilas, o europeos y africanos de todas partes pidiéndole a Berlusconi que se arranque sus nuevos pelos y se rasgue sus ropas de marca en arrepentimiento por las fechorías de los emperadores romanos.

Lo que pasó pasó, y no hay quien lo rectifique ni lo repare ni enmiende. Lo que otros hicieron no lo hemos hecho nosotros, y no somos quiénes para excusarnos por los actos no cometidos. Creer lo contrario es de una soberbia infinita, y sin embargo hoy lo parece creer el mundo entero. No hay manera de resarcir a los damnificados, que yacen en sus tumbas y de nada se enteran. El tiempo –es inconcebible que se finja ahora ignorarlo– “ni vuelve ni tropieza”, por decirlo con Quevedo. Otra cosa es que se sepa lo que ocurrió, algo en verdad necesario. Para eso están los libros de Historia, y también las leyendas, las novelas y las películas, todo ello contribuye a que los crímenes no caigan en el olvido. Pero esto no parece bastar a los narcisistas contemporáneos, cuya última pretensión es que, además, se procese a los muertos, a quienes ya no pueden responder ni avergonzarse ni padecer castigo. Como si no hubiera suficientes casos que juzgar, con los responsables vivos y a menudo impunes, se pretende con cada vez más frecuencia que se abran causas contra cadáveres. No hablemos de nuestro país; en Rusia, tras la reciente condena “política” de Stalin por parte del Presidente Medvédev, que lo consideró “culpable de crímenes imperdonables contra su pueblo” y calificó su régimen –oh novedad– de “totalitario”, hay voces que no se conforman y que exigen también “una condena jurídica”. Insisto en preguntarme: ¿contra cadáveres? A los grandes criminales muertos ni les va ni les viene lo que se diga o se haga en un mundo al que no pertenecen desde hace tiempo. Tiene sentido juzgar a un criminal nazi mientras esté vivo y libre, por anciano que sea, pero no una vez que ya no alienta, no una vez que no va a escuchar su sentencia ni a cumplir su pena. Lo que se logra con todas estas actitudes justicieras inútiles, con estos brindis al sol, con esta simbólica persecución de los asesinos que por desgracia escaparon a la justicia humana –y me temo que no hay otra–, es transmitir indefinidamente las culpas más execrables. Como si en una época de descreimiento general de lo perdurable, se estuviera convencido de que justamente los crímenes son lo único eterno y que se reencarna ad infinitum. O como si las poblaciones actuales hubieran decidido desmentir el viejo dicho que de tanto sirvió, “Muerto el perro, se acabó la rabia”, y ya no supieran vivir sin esa postiza rabia.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 23 de mayo de 2010

jueves, 13 de mayo de 2010

Rainbow - Temple of the King



One day, in the year of the fox
Came a time remembered well,
When the strong young man of the rising sun
Heard the tolling of the great black bell.
One day in the year of the fox,
When the bell began to ring,
It meant the time had come for one to go
To the temple of the king.

There in the middle of the circle he stands,
Searching, seeking.
With just one touch of his trembling hand,
The answer will be found.
Daylight waits while the old man sings,
Heaven help me!
And then like the rush of a thousand wings,
It shines upon the one.
And the day has just begun.

One day in the year of the fox
Came a time remembered well,
When the strong young man of the rising sun
Heard the tolling of the great black bell.
One day in the year of the fox,
When the bell began to sing
It meant the time had come for the one to go
To the temple of the king.

There in the middle of the people he stands,
Seeing, feeling.
With just a wave of the strong right hand, he's gone
To the temple of the king.

Far from the circle, at the edge of the world,
He's hoping, wondering.
Thinking back on the stories he's heard of
What he's going to see.
There, in the middle of a circle it lies.
Heaven help me!
Then all could see by the shine in his eyes
The answer had been found.

Back with the people in the circle he stands,
Giving, feeling.
With just one touch of a strong right hand, they know
Of the temple and the king.

Cuento de Carolina y Mendonça. 9 /05/ 2010.

Los lectores con memoria recordarán el modesto cuento del señorín y la bailarina londinenses que separé el pasado noviembre y que luego me costó reunir. Compré la figura del primero en una tienda de antigüedades de Cecil Court. El dueño, Mr Sullivan, quizá acuciado por la crisis, estuvo dispuesto a que me llevara sólo una pieza de la pareja, la que me hacía más gracia. Luego, ya de regreso en Madrid, me entró un absurdo y pueril cargo de conciencia: había permitido viajar al señorín, cuyo bigote lo asemejaba un poco a Eduardo Mendoza, buen amigo y mejor escritor, y había dejado sola a la joven, acumulando polvo y soledad en el establecimiento. Pedí a Mr Sullivan que me la mandara también, pero pasaba el tiempo y no la recibía. Llegué a pensar que tal vez, lejos de echarse de menos, estaban hartos el uno del otro y que más valía no insistir en juntarlos de nuevo. Como conté en un post-scriptum, a los cuatro días de abandonar toda esperanza un mensajero me trajo la segunda figura, y pude informar a los lectores interesados –que, para mi sorpresa, no fueron pocos– de que ambas se habían vuelto a ver las caras en mi casa de Madrid.

Han pasado unos meses desde entonces, y tres o cuatro de esos lectores me han preguntado –casi me han exigido que cuente– cómo les va al señorín y a la bailarina en sus nuevos domicilio y ciudad. Aun a riesgo de cansar o aburrir a los no curiosos, daré cuenta de mis impresiones. Cuando llamé a la tienda para comunicarles que por fin había aparecido su envío y que podían proceder al cobro, me contestó un empleado que –maravillas de Internet, supongo– estaba perfectamente enterado de mis comentarios y dudas sobre la pareja. Se alegró de que la joven hubiera alcanzado su destino, y con humor me dijo: “Creo que los dos habrán agradecido esta breve separación, quizá necesitaban unas vacaciones después de ciento cincuenta años juntos”. “¿Ciento cincuenta?”, repetí con sorpresa. “No creí que fueran tan antiguos”. “Sí, Mid-Victorian”, respondió, es decir, de mediados del reinado de la Reina Victoria, que duró de 1837 a 1901; y añadió, para mi tranquilidad: “Una separación definitiva habría sido cruel, tras tanto tiempo. Pero unos meses de descanso les habrán venido bien”. Si el simpático empleado estaba en lo cierto, las figuras se habrían fabricado hacia 1860, y en 1861 murió el marido de la Reina, el Príncipe Alberto, del cual se dice que estuvo verdaderamente enamorada, hasta el punto de que, tras su fallecimiento, Victoria pasó unos años de apartamiento y casi reclusión, lo cual le acarreó cierta momentánea impopularidad entre sus súbditos. No pude por menos de preguntarme si acaso mis dos figuritas habrían languidecido y penado de manera similar, de haberse consumado su extrañamiento.

Al volver a ver a la bailarina, ya en mi casa, descubrí que era bastante más graciosa y menos convencional de como la recordaba mi despreciativa primera visión. Ni siquiera lleva tutú, como creía, sino una faldita de logrado vuelo que le cubre tan sólo medio muslo. Y no había reparado en su sugestivo escote de buen gusto, que permite ver suficiente de sus atractivos pechos. En la mano sostiene un abanico cerrado. Lo cierto es que, cuando por fin aterrizó aquí, su partenaire, al que llamaré Mendonça, ya había hecho amistad con sus nuevos e ilustres compañeros, a saber: una estatuilla de Sir Arthur Conan Doyle, como él con bigote y bastón; un busto de su criatura Sherlock Holmes, con los rasgos del actor Peter Cushing; otro busto –de porcelana, y más antiguo– de Laurence Sterne en su juventud; un capitán de navío inglés –como salido de Master and Commander– que me regaló Pérez-Reverte hace unos años. El dandy Mendonça se sentía muy crecido tras codearse con estos “caballeros extraordinarios”, y cuando vio aparecer a Carolina –así voy a llamarla, por razones que no vienen al caso–, no pudo evitar darse aires. De hecho creo que inicialmente se negó a presentársela a sus nuevas amistades, hasta que Conan Doyle, que jamás toleró en vida que se tratara mal a una mujer en su presencia, lo regañó y lo obligó a hacerlo. Es de suponer que, como su figura es mucho más alta que las otras, tiene una perspectiva particularmente generosa del elegante escote de la bailarina, eso además. Me temo que durante los primeros días su presencia causó cierto revuelo entre la compañía masculina. Holmes la mira aprensivo, de reojo, sin cesar; y también Sterne, quien, pese a haber sido párroco, siempre tuvo un ojo agudo para las mujeres. El capitán es más serio, pero a buen seguro se siente protector, con su sable desenvainado contra el que poco podría hacer el bastoncillo del señorín. Tengo la impresión de que las aguas ya se han calmado y de que todos tienen debilidad por Carolina. Respetuosa debilidad, eso sí, una vez enterados de que lleva nada menos que siglo y medio emparejada con el frívolo Mendonça. En cuanto a ellos dos, él está a la izquierda y ella a la derecha, de manera que se miran el uno al otro, si no con pasión, sí con gran aprecio y camaradería. Algunas mañanas, sin embargo, me la encuentro a ella a la izquierda y a él a la derecha, dándose casi la espalda e ignorándose mutuamente. Sé entonces que han reñido durante la noche, posiblemente por causa de Sterne. Pero he observado que, en esas ocasiones, antes de que yo me acueste –claro que me acuesto muy tarde– han vuelto a sus posiciones originales. Me alegra saber que, tras ciento cincuenta años, los enfados nunca les duran veinticuatro horas. Tiene su mérito, no dirán que no.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 9 de mayo de 2010

Hay que convivir con eso. 2 /05/ 2010.

No sé si ustedes se creen que desde 1945, desde el término de la Segunda Guerra Mundial, las poblaciones de Alemania e Italia dejaron de ser nazis y fascistas respectivamente como por arte de magia. Yo no creo en esa arte, y menos aún en política. Si alguien está en un sitio y luego en otro, puedo aceptarlo, siempre que a ese alguien se lo haya visto desplazarse, dar los pasos pertinentes, realizar el trayecto. Esas poblaciones habían apoyado abrumadoramente a Hitler y a Mussolini, y si les retiraron el entusiasmo y empezaron a echar pestes de ellos fue, sobre todo, porque los dos dictadores habían muerto y su bando había perdido la contienda. Fue, en gran medida, por la cuenta que les traía, por conveniencia. Poca gente se empecina en seguir defendiendo a los derrotados y a los muertos. Pero lo cierto es que, aunque se debiera en parte a motivos espúreos y a oportunismo –o a instinto de supervivencia–, en esos países y en el resto de Europa se creó un consenso sobre cómo debía interpretarse la Segunda Guerra Mundial, y casi todo el mundo estuvo de acuerdo en considerar al Eje culpable de aquella catástrofe y en renegar de sus regímenes e ideas. No sucedió, claro está, nada parecido con los de Stalin en la Unión Soviética, porque este otro individuo sanguinario seguía vivo y además se contaba entre los vencedores. (Resulta curioso ver unas pocas películas hollywoodenses de los años cuarenta, como Días de gloria de Tourneur, en las que los rusos todavía aparecen como “aliados” y forman parte de los “buenos”.) Sea como fuera, y pese a que muchos lo hicieran con la boca pequeña o hipócritamente, la mayoría de los ciudadanos que habían jaleado y aupado al nazismo y al fascismo los condenaron. Como es sabido, hay países en que su exaltación está prohibida, lo mismo que negar el Holocausto. Si esto es así, fue gracias a ese acuerdo –parcialmente insincero, pero al fin acuerdo– del conjunto de los europeos.

¿Sucedió en España algo parecido? En modo alguno. ¿Acaso a la muerte de Franco? Ya se ve que no, tampoco. Aquí el equivalente de Hitler y Mussolini –amigo y partidario declarado de ellos– salió triunfante de la Guerra Civil que él mismo había desencadenado, traicionando sus juramentos, traicionando a su Ejército y levantándose en armas contra el Gobierno legítimo de la nación. Después imperó y machacó, ya sin guerra, durante treinta y seis años, y a lo largo de todo ese tiempo la mayor parte de los españoles –también algunos por conveniencia, o por la cuenta que les traía– fueron franquistas convencidos. Su régimen nunca fue derrocado, y a la muerte del tirano seguía conservando todo el poder en sus manos. Si en vez de una prolongación de su dictadura tuvimos una democracia, fue en gran medida por decisión del nuevo Jefe del Estado, el Rey Juan Carlos, y porque aquello se había convertido en un anacronismo inviable en el seno de una Europa cada vez más interdependiente. También porque durante la Transición casi todo el mundo fue razonable y se avino a lo que era mejor para la España de entonces, con Santiago Carrillo entre los más razonables.

Ahora bien, pretender que el franquismo fuera condenado globalmente un día por el conjunto de la sociedad, era y sigue siendo iluso. Mal que nos pese a quienes lo vemos como uno de los periodos más aciagos y criminales de nuestra historia, aquí jamás se ha producido un consenso, ni siquiera artificial o falso, semejante al logrado en Europa tras la caída de los fascismos (nuestra situación se pareció más a la de la Rusia de Stalin). Así, en España sigue habiendo historiadores sobrevenidos que justifican el golpe militar de 1936 y que acusan de golpista (!) al Gobierno de la República que lo padeció. Lo mismo que una caterva de periodistas y tertulianos y no pocos políticos, aunque éstos no lo manifiesten abiertamente. En las filas del PP hay numerosos individuos que, quizá por haber vivido ya poco bajo el franquismo, ignoran que son idénticos (cuán a su imagen los han hecho) a los funcionarios del dictador. (También hay, entre la izquierda, quienes ignoran lo muy parecidos que son a los stalinistas de antaño, lo cual tampoco ayuda precisamente.) Una buena porción de España, incluida una parte de la izquierda, de los nacionalistas y de los “antisistema”, continúa siendo sociológica y anímicamente franquista, no se la ha enseñado a ser de otro modo. El Tribunal Supremo ha dado curso a las querellas interpuestas contra el juez Garzón por Falange Española (!) y por la ultraderechista Manos Limpias (!). A mí me parece lamentable, pero no sorprendente, dado que también entre los jueces hay franquistas. Garzón pecó de ingenuidad o midió mal el estado de cosas, lo mismo que Zapatero al promover su Ley de la Memoria Histórica. Una ley sobre algo tan subjetivo e inaprensible sólo puede existir y prosperar con el beneplácito de la inmensa mayoría de la sociedad, y nosotros carecemos hasta del más básico acuerdo. Es lo que hay, ya digo, mal que nos pese. Si la visión condenatoria del origen de la Guerra y de los cuarenta años de dictadura no ha sido general en los treinta y cinco transcurridos desde la muerte de Franco, desengañémonos, ya no va a serlo. Este es un país anómalo. Lo ha sido siempre, no sé por qué nos extrañamos tanto. Este país ha dado vergüenza a menudo, no es tan raro que hoy siga dándola. Aquí nunca nadie convence a nadie. Hay que convivir con eso, y nos toca a todos aguantarnos. Por lo menos tenemos práctica.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 2 de mayo de 2010