miércoles, 17 de diciembre de 2008
La " ZONA FANTASMA" del 12 de octubre de 2008.
Figuraciones sólo nuestras
La tierra entera está llena de muertos. Unos tienen sus lápidas y sus nombres inscritos en ellas, otros nada. Muchos están enterrados en cementerios e iglesias, muchos también bajo el asfalto y en cunetas y campos, o allí donde cayeran. Probablemente no hay ciudad ni paisaje, si éste ha sido habitado, que no guarden en su profundidad restos humanos. Sobre ellos caminamos a diario ignorándolos y sin que nos quiten el sueño. En las guerras se han hecho siempre fosas comunes, y se ha sepultado con apresuramiento, lo mismo que durante las pestes y tras las grandes catástrofes. También las aguas -mares, ríos, lagos- albergan cadáveres, no todos salen a flote. Desde que la incineración se ha puesto de moda en nuestras sociedades, cenizas que una vez fueron hombres y mujeres andan esparcidas quién sabe dónde. Si en verdad creyéramos que los muertos se revuelven en sus tumbas, cada una de nuestras pisadas turbaría el descanso de alguno de ellos.
Las religiones, que sólo admiten la perduración del alma, se contradicen enormemente con su costumbre de venerar los restos. Las iglesias de España están llenas de supuestas reliquias de santos -una tibia, un fémur, una calavera, un brazo incorrupto, alguna momia completa y jibarizada- ante las que los fieles de siglos se han postrado, desconocedores de que la mayoría de esos despojos sagrados pertenecían en realidad a animales, como se va comprobando ahora, o en el mejor de los casos a "particulares" de épocas muy distintas de las que conoció cada mártir o santo. A una religión como la católica, que cree en la resurrección de la carne en un lugar no terreno, debería importarle poco lo que se hiciera de los cuerpos, que además tanto desprecia. A quienes no son creyentes -de esa religión ni de ninguna otra- debería importarles aún menos: cuando alguien se acaba, se ha acabado del todo excepto en la memoria, ya no está ni nos oye, y solamente la costumbre de dirigirnos a él y de tenerlo en cuenta -que tarda mucho en perderse, y a veces no se pierde nunca- justifica nuestras visitas al sitio en que fue depositado, y aunque le hablemos a una piedra, como han hecho con emotividad muchos personajes de John Ford en sus películas. Pero para eso no hace falta desplazarse ni entrar en ningún cementerio ni buscar ninguna tumba, uno puede "hablar" en casa con el recuerdo de cualquier difunto, y por supuesto puede oírlos responder en sueños de los que despertamos desconcertados, medio tristes y medio contentos.
Atribuir a los restos de las personas el deseo de estar en un sitio o en otro, o de yacer junto a sus seres queridos, se explica sólo como superstición o como "reflejo literario", y es una forma de religiosidad hasta en quienes no son religiosos, que a la postre resultan serlo: implica creer que hay algo más allá de la muerte y, lo que es más chocante, que está encerrado en los cadáveres. Todos fantaseamos con esas cosas, incluso cuando se trata de objetos inanimados: hace unos cuantos años vi en el escaparate lateral de una vieja tienda dos figuras de madera policromada. Una de ellas me gustó y entré a comprarla. Era una especie de edecán hindú con un bonito uniforme. Me lo llevé a casa, pero me pasé el día pensando que lo había separado del gaitero escocés -mucho más convencional y sin gracia- que llevaba acompañándolo en el estrecho escaparate quién sabía cuántos años. Puestos a imaginar disparates, se me ocurrió asimismo que tal vez era lo que los dos deseaban, perderse por fin de vista, por estar mal avenidos. Me pudo más, sin embargo, el temor a que se sintieran solitarios, y a la mañana siguiente me pasé por la tienda y me traje también al gaitero, que bien poco me atraía.
La misma puerilidad, salvando las distancias, hay en la fiebre recuperadora de huesos que se da en nuestro país actualmente, y que sólo afecta a los de la Guerra Civil, y no a los de ninguna otra, y bien que ha habido en España. Es una puerilidad respetable y que comprendo -cómo no voy a comprenderla si acabo de confesar una más grande-, pero, si admitimos las personificaciones de lo que ya no son personas, y nos atrevemos a suponerles deseos a los esqueletos y despojos, cabría imaginar, igualmente, que acaso no tengan ganas de ser perturbados ni desenterrados ni trasladados, ni de separarse de los demás desdichados que sufrieron la muerte con ellos, hace setenta o más años. Según esas figuraciones nuestras -porque son sólo nuestras, no de ellos-, ¿quién nos asegura que lo que quede de quien fue García Lorca no prefiere seguir junto a los restos del maestro y los banderilleros que lo acompañaron en el último tramo y quizá le infundieron entereza y ánimo? No sé. También un tío mío fue asesinado durante la Guerra en Madrid, por milicianos, cuando contaba diecisiete o dieciocho años. Pese a ser víctima de quienes la perdieron, nunca se lo encontró ni se sabe dónde fue enterrado. Ni mi madre ni sus demás hermanos se afanaron por buscarlo, según mi conocimiento, ni se angustiaron especialmente por ignorar su paradero. Tenían ya suficientes pena y angustia por saberlo muerto, en plena juventud y sin juicio ni culpa. Nunca lo he hablado con ellos, pero tal vez pensaron que no debían moverlo, ni separarlo de la joven compañera de estudios con la que iba por la calle cuando lo detuvieron, y que corrió su misma suerte. Si murieron juntos y confortándose, que permanezcan juntos sus huesos, donde quiera que se encuentren.
La tierra entera está llena de muertos. Unos tienen sus lápidas y sus nombres inscritos en ellas, otros nada. Muchos están enterrados en cementerios e iglesias, muchos también bajo el asfalto y en cunetas y campos, o allí donde cayeran. Probablemente no hay ciudad ni paisaje, si éste ha sido habitado, que no guarden en su profundidad restos humanos. Sobre ellos caminamos a diario ignorándolos y sin que nos quiten el sueño. En las guerras se han hecho siempre fosas comunes, y se ha sepultado con apresuramiento, lo mismo que durante las pestes y tras las grandes catástrofes. También las aguas -mares, ríos, lagos- albergan cadáveres, no todos salen a flote. Desde que la incineración se ha puesto de moda en nuestras sociedades, cenizas que una vez fueron hombres y mujeres andan esparcidas quién sabe dónde. Si en verdad creyéramos que los muertos se revuelven en sus tumbas, cada una de nuestras pisadas turbaría el descanso de alguno de ellos.
Las religiones, que sólo admiten la perduración del alma, se contradicen enormemente con su costumbre de venerar los restos. Las iglesias de España están llenas de supuestas reliquias de santos -una tibia, un fémur, una calavera, un brazo incorrupto, alguna momia completa y jibarizada- ante las que los fieles de siglos se han postrado, desconocedores de que la mayoría de esos despojos sagrados pertenecían en realidad a animales, como se va comprobando ahora, o en el mejor de los casos a "particulares" de épocas muy distintas de las que conoció cada mártir o santo. A una religión como la católica, que cree en la resurrección de la carne en un lugar no terreno, debería importarle poco lo que se hiciera de los cuerpos, que además tanto desprecia. A quienes no son creyentes -de esa religión ni de ninguna otra- debería importarles aún menos: cuando alguien se acaba, se ha acabado del todo excepto en la memoria, ya no está ni nos oye, y solamente la costumbre de dirigirnos a él y de tenerlo en cuenta -que tarda mucho en perderse, y a veces no se pierde nunca- justifica nuestras visitas al sitio en que fue depositado, y aunque le hablemos a una piedra, como han hecho con emotividad muchos personajes de John Ford en sus películas. Pero para eso no hace falta desplazarse ni entrar en ningún cementerio ni buscar ninguna tumba, uno puede "hablar" en casa con el recuerdo de cualquier difunto, y por supuesto puede oírlos responder en sueños de los que despertamos desconcertados, medio tristes y medio contentos.
Atribuir a los restos de las personas el deseo de estar en un sitio o en otro, o de yacer junto a sus seres queridos, se explica sólo como superstición o como "reflejo literario", y es una forma de religiosidad hasta en quienes no son religiosos, que a la postre resultan serlo: implica creer que hay algo más allá de la muerte y, lo que es más chocante, que está encerrado en los cadáveres. Todos fantaseamos con esas cosas, incluso cuando se trata de objetos inanimados: hace unos cuantos años vi en el escaparate lateral de una vieja tienda dos figuras de madera policromada. Una de ellas me gustó y entré a comprarla. Era una especie de edecán hindú con un bonito uniforme. Me lo llevé a casa, pero me pasé el día pensando que lo había separado del gaitero escocés -mucho más convencional y sin gracia- que llevaba acompañándolo en el estrecho escaparate quién sabía cuántos años. Puestos a imaginar disparates, se me ocurrió asimismo que tal vez era lo que los dos deseaban, perderse por fin de vista, por estar mal avenidos. Me pudo más, sin embargo, el temor a que se sintieran solitarios, y a la mañana siguiente me pasé por la tienda y me traje también al gaitero, que bien poco me atraía.
La misma puerilidad, salvando las distancias, hay en la fiebre recuperadora de huesos que se da en nuestro país actualmente, y que sólo afecta a los de la Guerra Civil, y no a los de ninguna otra, y bien que ha habido en España. Es una puerilidad respetable y que comprendo -cómo no voy a comprenderla si acabo de confesar una más grande-, pero, si admitimos las personificaciones de lo que ya no son personas, y nos atrevemos a suponerles deseos a los esqueletos y despojos, cabría imaginar, igualmente, que acaso no tengan ganas de ser perturbados ni desenterrados ni trasladados, ni de separarse de los demás desdichados que sufrieron la muerte con ellos, hace setenta o más años. Según esas figuraciones nuestras -porque son sólo nuestras, no de ellos-, ¿quién nos asegura que lo que quede de quien fue García Lorca no prefiere seguir junto a los restos del maestro y los banderilleros que lo acompañaron en el último tramo y quizá le infundieron entereza y ánimo? No sé. También un tío mío fue asesinado durante la Guerra en Madrid, por milicianos, cuando contaba diecisiete o dieciocho años. Pese a ser víctima de quienes la perdieron, nunca se lo encontró ni se sabe dónde fue enterrado. Ni mi madre ni sus demás hermanos se afanaron por buscarlo, según mi conocimiento, ni se angustiaron especialmente por ignorar su paradero. Tenían ya suficientes pena y angustia por saberlo muerto, en plena juventud y sin juicio ni culpa. Nunca lo he hablado con ellos, pero tal vez pensaron que no debían moverlo, ni separarlo de la joven compañera de estudios con la que iba por la calle cuando lo detuvieron, y que corrió su misma suerte. Si murieron juntos y confortándose, que permanezcan juntos sus huesos, donde quiera que se encuentren.
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