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Gracias tío!!!
¿Qué camino tomar?
poco importa
poco amor
o poca vida
no es tan malo,
lo que cuenta
es observar las paredes
yo nací para eso
nací para robar rosas de las avenidas de la muerte.
Ch.B.
Como la voz de un muerto que cantara
desde el fondo de su fosa,
amante, escucha subir hasta tu retiro
mi voz agria y falsa.
Abre tu alma y tu oído al son
de mi mandolina:
para ti he hecho, para ti, esta canción
cruel y zalamera.
Cantaré tus ojos de oro y de onix
puros de toda sombra,
cantaré el Leteo de tu seno, luego el
de tus cabellos oscuros.
Como la voz de un muerto que cantara
desde el fondo de su fosa,
amante, escucha subir hasta tu retiro
mi voz agria y falsa.
Después loare mucho, como conviene,
A esta carne bendita
Cuyo perfume opulento evoco
Las noches de insomnio.
Y para acabar cantaré el beso
de tu labio rojo
y tu dulzura al martirizarme,
¡Mi ángel, mi gubia!
Abre tu alma y tu oído al son
de mi mandolina:
para ti he hecho, para ti, esta canción
cruel y zalamera.
Verlaine.
Lloras, porque te insultaron
los que su amor te ofrecieron
¡a ti, a quien siempre temieron
porque tu gloria admiraron;
a ti, por quien se inclinaron
los mundos de zona a zona;
a ti, soberbia matrona
que, libre de extraño yugo,
no has tenido más verdugo
que el peso de tu corona!
Doquiera la mente mía
sus alas rápidas lleva,
allí un sepulcro se eleva
contando tu valentía.
Desde la cumbre bravía
que el sol indio tornasola,
hasta el África, que inmola
sus hijos en torpe guerra,
¡no hay un puñado de tierra
sin una tumba española!
Tembló el orbe a tus legiones,
y de la espantada esfera
sujetaron la carrera
las garras de tus leones.
Nadie humilló tus pendones
ni te arrancó la victoria;
pues de tu gigante gloria
no cabe el rayo fecundo,
ni en los ámbitos del mundo,
ni en el libro de la historia.
Siempre en lucha desigual
cantan tu invicta arrogancia,
Sagunto, Cádiz, Numancia,
Zaragoza y San Marcial.
En tu suelo virginal
no arraigan extraños fueros;
porque, indómitos y fieros,
saben hacer sus vasallos
frenos para sus caballos
con los cetros extranjeros.
Y aún hubo en la tierra un hombre
que osó profanar tu manto.
¡Espacio falta a mi canto
para maldecir su nombre!
Sin que el recuerdo me asombre,
con ansia abriré la historia;
¡presta luz a mi memoria!
y el mundo y la patria, a coro,
oirán el himno sonoro
de tus recuerdos de gloria.
Aquel genio de ambición
que, en su delirio profundo,
cantando guerra, hizo al mundo
sepulcro de su nación,
hirió al ibero león
ansiando a España regir;
y no llegó a percibir,
ebrio de orgullo y poder,
que no puede esclavo ser,
pueblo que sabe morir.
¡Guerra! clamó ante el altar
el sacerdote con ira;
¡guerra! repitió la lira
con indómito cantar:
¡guerra! gritó al despertar
el pueblo que al mundo aterra;
y cuando en hispana tierra
pasos extraños se oyeron,
hasta las tumbas se abrieron
gritando: ¡Venganza y guerra!
La virgen, con patrio ardor,
ansiosa salta del lecho;
el niño bebe en su pecho
odio a muerte al invasor;
la madre mata su amor,
y, cuando calmado está,
grita al hijo que se va:
"¡Pues que la patria lo quiere,
lánzate al combate, y muere:
tu madre te vengará!"
Y suenan patrias canciones
cantando santos deberes;
y van roncas las mujeres
empujando los cañones;
al pie de libres pendones
el grito de patria zumba
y el rudo cañón retumba,
y el vil invasor se aterra,
y al suelo le falta tierra
para cubrir tanta tumba!
¡Mártires de la lealtad,
que del honor al arrullo
fuisteis de la patria orgullo
y honra de la humanidad,
¡en la tumba descansad!
que el valiente pueblo ibero
jura con rostro altanero
que, hasta que España sucumba,
no pisará vuestra tumba
la planta del extranjero!
B. L. García
Hace unos pocos días, Paloma Varela, hija de Soledad Ortega, me hizo llegar una carta de mi madre y otra de mi padre a su madre, “encontradas entre las cosas personales de ésta que quedaban en el campo”, pensando que yo querría conocerlas y conservarlas. Son cartas con sesenta años encima, fechadas el 6 de agosto de 1949, algo más de dos años antes de que yo naciera y unos cinco meses antes de que lo hiciera mi hermano Fernando (el historiador del Arte, no ese novelista con sus mismos nombre y apellido y con el que no tenemos que ver). Según dice mi padre a la amiga, en ese día han transcurrido sólo cuarenta y dos desde la muerte de su primogénito, al que llamaban Julianín, a la edad de tres años y medio. Sobre la desaparición de ese hermano mayor al que no conocí y que se quedó para siempre como hermano menor o hermano-niño, escribí algunas páginas hace más de un decenio en mi libro Negra espalda del tiempo, e intenté aproximarme un poco a lo que su inesperada y rápida y casi inexplicable muerte pudo suponer para mis padres. Pero la imaginación se queda siempre corta en estos casos.
Mis hermanos Miguel (el único que coincidió con él en el mundo, pero no lo recuerda), Fernando, Álvaro y yo supimos desde pequeños de aquel hermano que se había perdido. Un retrato suyo, hecho a partir de una fotografía, colgaba del salón de la casa, con su mirada despierta y su pelo liso y rubio, y había en el sótano unos juguetes que, como es natural, codiciábamos y con los que sin embargo no se nos permitía jugar, porque “eran de Julianín”, se nos decía. No nos costó respetar esa prohibición, ni tampoco asumir y aceptar que el mejor de todos había muerto, lo cual no nos llevó en ningún caso a tenerle celos retrospectivos ni nada que se pareciera a eso. Ni siquiera pensábamos que fuera “el mejor” -vaya por delante que jamás lo expresaron así nuestros padres, pero esa fue la idea a la que nos hicimos- porque hubiera muerto tan pequeño, sino que dábamos por sentado que era así y basta, o si acaso intuíamos que era precisamente por ser” el mejor”, por haber sido un niño tan precoz y maduro como se nos contaba, por lo que se había ido del mundo, como si éste no aceptara de buen grado lo excepcional o lo excelente. En cierto sentido nos sentíamos afortunados. Más tarde, siendo yo ya un joven, cuando murió mi madre y me dio por pensar en ella de manera distinta de como lo había hecho mientras estuvo viva -uno llega casi siempre tarde a las cosas, sobre todo a los conocimientos-, supuse que en su última hora debió de tener a Julianín más presente que a ninguno de los que allí estábamos, seguramente porque él había sido el único de sus hijos que no le había dado disgustos, ni se le había puesto arisco en la preadolescencia, ni enigmático en la adolescencia, ni despectivo y rebelde en la juventud primera. No le había dado tiempo a hacerla sufrir, al menos no conscientemente.
No se sabe bien de qué murió. Mi padre, en sus memorias, Una vida presente, apunta una serie de posibles enfermedades veloces y difícilmente detectables entonces, y añade: “No sé”, como si en el fondo, ante el hecho irrevocable y tan triste, le resultara indiferente la causa. En la carta escrita a su amiga que ahora leo, mi madre habla de la inquietud que sintió pese a que el niño sólo tenía 37 de fiebre, que la llevó a convocar a tres médicos, uno de ellos su hermano, mi tío Ricardo, y menciona “cuarenta y ocho horas de enfermedad que parece sin importancia”. “Después de haberlo cuidado como no creo lo haya sido más niño alguno”, dice, “aún me queda la angustia de que esta contención a que tendemos nosotros, por repulsa al gesto excesivo, me hiciera perder un tiempo en que acaso se hubiera podido hacer algo” . Es decir, se reprocha la pobre no haber cedido más a su aprensión, al oscuro presentimiento, no haber armado más alboroto, por mucho que hubiera parecido injustificado dada la aparente levedad de la dolencia. Eran otros tiempos, en los que a alguna gente la avergonzaba carecer de entereza y mostrarse histérica por cualquier cosa. Más o menos como ahora, ante la nueva gripe. “Cada día que pasa”, dice por su parte mi padre, “es más honda y total la pena, mayor el afán de tenerlo, la necesidad física de su cuerpo querido, la imposibilidad de seguir viviendo sin verlo y oírle la voz y la risa, y sentir su cariño y encontrarlo al llegar a casa, y llevarlo por la calle señalándole las cosas y viéndolo todo como por primera vez, pensando lo que diría al ver cada cosa”. Y dice mi madre: “Es verdad que no le he desperdiciado nada de lo que ha vivido, pero también es verdad que ahora ya no sé vivir sin él… Y no puedo más de nostalgia de su voz, del movimiento de sus manos, de la expresión de sus ojos, del contacto de su piel y de su pelito suave…” Ahora yacen los tres en la misma tumba.
Desde la Ilíada sabemos que un padre o una madre no deberían enterrar nunca a un hijo. También que los demás, los que venimos luego, no podemos sustituir al que ha muerto, no hay sustitución posible. ¿Cómo podría, si al leer unas cartas de hace sesenta años el dolor se hace todavía tan vivo? Espero no haber incurrido yo en” el gesto excesivo”; pero es que algunas cosas nunca terminan.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 21 de junio de 2009
Cuando uno ha vivido en una ciudad lo suficiente, más aún si lo ha hecho intensamente y a edades que resultan ser cruciales en la vida de casi todo el mundo (entre mis treinta y tres y mis treinta y ocho, en este caso), se puede decir que, por mucho tiempo que pase, uno no pierde ese lugar de vista. Lo lleva consigo, incorporado, y no es infrecuente tener la extraña sensación de que uno puede salir de su casa en Madrid, o en cualquier parte, y dirigirse al instante a un punto concreto de esa ciudad alejada, a una iglesia, a una tienda, a una plaza, a le Zattere o a San Trovaso si es Venecia, a St Giles o a Blackwell’s si es Oxford, a Cecil Court o a Gloucester Road si es Londres. No me parecía que hiciera veinte años de mi última estancia, y sin embargo era eso lo que había transcurrido: como quien dice, media vida. Uno está instalado en una realidad muy distinta de la del pasado, y en modo alguno la pierde por la repentina visitación de lo remoto. Pero en más de una ocasión he escrito que el espacio es el único verdadero depositario del tiempo, del tiempo ido. Por eso, cuando uno regresa a una ciudad familiar, se produce una momentánea compresión del tiempo entero, y el que anteayer era lejano en Madrid hoy se hace falsamente cercano en Venecia. Tras unos primeros pasos titubeantes, esos mismos pasos lo llevan a uno automáticamente por los itinerarios olvidados un día antes y de golpe recuperados. Por aquí se va a tal sitio, piensa uno sin apenas pensarlo, y aquel otro queda en esa dirección, y no se extravía ni se equivoca nunca. Aquí estaba la casa, y de ella tuve llave, la dirección era San Polo 3089, ya no puedo entrar, no sólo porque carezca de llave sino porque ya no viven aquí las dos Danielas. Sentado en los escalones que separan el agua –Rio de le Muneghete– de la espalda de la Scuola di San Rocco que yo veía desde la terraza cuando me asomaba haciendo un alto en la escritura de esas novelas ya viejas, fumo un cigarrillo y miro hacia esa casa y esa terraza. Era blanca y sus nuevos dueños la han pintado de color arcilla, pero me digo: es esa, no puede ser otra, ahí estuve yo muchas tardes, ahí dormí yo muchas noches, ahí me levantaba y veía el agua y los escalones en los que ahora me siento, veinte años más tarde.
Por suerte a Venecia no se le permite cambiar apenas, y ahí siguen las barcazas llenas de fruta junto a Campo San Barnaba, por donde hacía la compra torpe; ahí sigue San Giovanni e Paolo, en una plaza que los turistas desdeñan y que en cualquier otra ciudad sería su centro y estaría abarrotada. Y siguen las personas, para mi gran fortuna, y además estoy en paz con ellas. Ceno una noche con las dos Danielas y con Cristina, apenas están cambiadas como si hubieran hecho pactos con algún diablo menor y bastante inofensivo. En su compañía, de pronto, no es que no hayan transcurrido nuestros respectivos tiempos (ya lo creo: se casaron, una se separó, otra está a punto de hacerlo, una tiene hijas, otra se fue a vivir a Florencia y ha venido sólo a encontrarme). Pero la charla y las risas son inverosímilmente parecidas, durante un rato, a como solían ser cuando aún éramos jóvenes. Cuánto alegra comprobar que hay personas y sitios que siempre están, aunque permanezcan lejos o parezcan perdidos. Seguramente sólo se pierde de veras lo que uno olvida o rechaza, lo que prefiere borrar y ya no quiere llevar consigo, lo que no queda incorporado a la vida que se cuenta uno a sí mismo.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 14 de junio de 2009
(nota: el subrayado es mío)
y con el sueño fatalmente obseso
de este amor que me copa el sentimiento,
desde la breve risa hasta el lamento,
desde la herida bruja hasta su beso.
Mi vida es de tu vida tributaria,
ya te parezca tumulto, o solitaria,
como una sola flor desesperada.
Depende de él como del leño duro
la orquídea, o cual la hiedra sobre el muro,
que solo en él respira levantada.
Si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, es probable que conozcan a poca gente que no anteponga algo más bien impersonal y abstracto a sus relaciones con las personas. Hay una frase que se repite con naturalidad en todos los ámbitos y que no sólo es aceptada, sino que por lo general “queda muy bien” y suscita admiración. Quien la pronuncia suele recibir aplausos y es visto como ejemplo de entrega, de abnegación, de altruismo y hasta de lealtad. Con sus obligadas variantes, se puede escuchar lo mismo en boca de un futbolista que de un político que de un guerrillero, no digamos ya en las de un nacionalista o un clérigo de cualquier religión, que cifran en ella su razón de ser. Yo la encuentro, sin embargo, una frase inquietante si no aberrante, que me lleva a desconfiar inmediatamente de todo el que la haga suya bajo cualquiera de sus infinitas formas. La frase en cuestión viene a decir que algo casi siempre inexistente –o cuando menos inaprensible, o intangible, o amorfo, o invisible– “está por encima” de todo lo demás, y desde luego de las personas: Dios o la Iglesia, España o Cataluña o Euskal Herría, la empresa, el partido, la ideología, el Estado, la revolución, el comunismo, el fascismo, el sistema capitalista, la justicia, la ley, la lengua, esta o aquella institución, este colegio, este periódico, este banco, la Corona, la República, el Ejército, el nombre de cualquier cosa, la cadena tal o cual de televisión, una marca, el Barcelona o el Real Madrid, la familia, mis principios, mi pueblo. Desde lo más ampuloso hasta lo más baladí, todo puede “estar por encima” de las personas y no hay ningún inconveniente en sacrificar o traicionar a éstas en aras de lo que para cada cual sea “sagrado” o “la causa”, ya se trate de ideales, entelequias o quimeras; de imaginarios incorpóreos las más de las veces.
No hay apenas diferencia entre lo que gritan los suicidas islamistas en el momento de inmolarse (“Alá es el más grande”, si no me equivoco) y el primer mandamiento de los cristianos (“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, tal como yo lo estudié). El resto son variantes o copias de esta absolutista afirmación, aplicadas a lo que se le ocurra al cenutrio de turno, desde el “Todo por la patria” que ignoro si todavía corona en España los portales de los cuarteles hasta la “Revolución Socialista Bolivariana” o como quiera que llame Hugo Chávez a su proyecto totalitario en Venezuela, pasando por “el ancestral pueblo vasco”, el Rule Britannia, el Deutschland über alles, “la gran patria rusa”, o bien Hacienda, The Times o Le Monde, el Manchester United o la Juventus, la monarquía, la Constitución, la BBC o la RAI o TVE, el Papado o la revolución cultural, por supuesto “el pueblo soberano” y el nombre de cualquier empresa multinacional o local.
La frase en cuestión es a menudo rematada por otra similar, pero aún más explícita: “Las personas pasan, las instituciones permanecen”, como si estas últimas no fueran, desde la Iglesia hasta el Athletic de Bilbao, obra e invención de las personas, y en realidad no estuvieran al servicio de ellas, sino al revés. Lo cierto es que a lo largo de demasiados siglos se ha logrado hacer creer eso a la gente, que todos estamos al servicio de cualquier intangible y que somos prescindibles en aras de su perpetuidad. No es, así, tan extraño que esas afirmaciones categóricas y vacuas gocen de tan magnífica reputación, ni que quien deja de suscribirlas sea tenido por un apestado. ¿Cómo, que no está usted dispuesto a sacrificarse por la empresa, Fulánez? ¿Un soldado que no se apresta a morir por su país en toda ocasión? ¿Un revolucionario que no delata a sus vecinos? ¿Un fiel que pone reparos a hacerse saltar por los aires si con ello mata a tres infieles? ¿Un creyente que no abraza el martirio antes que abjurar de su fe? ¿Un futbolista que no rechaza una jugosa oferta económica para seguir con el club que lo forjó? He ahí ejemplos de un egoísta, un cobarde, un desafecto, un traidor, un apóstata, un pesetero. El que no pone algo por encima de sí mismo, de las personas y de sus afectos sólo se hace acreedor al insulto y al desprecio.
Y sin embargo… Yo me siento mucho más seguro y tranquilo en la compañía de quienes carecen de toda lealtad “superior”, de quienes nunca anteponen ninguna abstracción al aprecio por sus allegados, de quienes sólo se volverán contra mí por mis actos y no por ningún dogma ni creencia ni ideal. Es más, son esas las únicas personas en las que confío, y en cambio nunca podría hacerlo en un religioso ni en un político ni en un militar ni en un nacionalista, tal vez ni siquiera en un creyente ni en un militante ni en un patriota oficial, porque sé que cualquiera de ellos estaría presto a traicionarme o a sacrificarme. Llegado el caso, serían vasallos de lo que hubieran colocado “por encima”, e incondicionales de ello aunque reprobaran el proceder de quienes lo encarnaran. Por eso no me fío enteramente de casi nadie, tan extendido está el sentimiento que da lugar a esa frase. Y si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, verán también, bajo este prisma, de cuán poquísimos se podrán fiar.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 7 de junio de 2009
-No tengo padres, hago del Cielo y la Tierra mis padres.
-No tengo poder divino, hago del honor mi fuerza.
-No tengo recursos, hago de la humildad mi apoyo.
-No tengo el don de la magia, hago de mi fortaleza de animo mi magia.
-No tengo vida ni muerte, hago del Eterno mi vida y mi muerte.
-No tengo cuerpo, hago del valor mi cuerpo.
-No tengo ojos, hago del resplandor del rayo mis ojos.
-No tengo orejas, hago del buen sentido mis orejas.
-No tengo miembros, hago de la vivacidad mis miembros.
-No tengo proyecto, hago de la oportunidad mi designio.
-No soy un prodigio, hago del respeto a la doctrina mi milagro.
-No tengo principios, hago de la adaptabilidad mis principios.
-No tengo amigos, hago del espíritu mi amigo.
-No tengo enemigo, hago de la distracción mi enemigo.
-No tengo armadura, hago de la benevolencia y la rectitud mi armadura.
-No tengo fortaleza, hago de la sabiduría del espítiru mi fortaleza.
-No tengo espada, hago del silencio del espíritu mi espada.