Cuando uno ha vivido en una ciudad lo suficiente, más aún si lo ha hecho intensamente y a edades que resultan ser cruciales en la vida de casi todo el mundo (entre mis treinta y tres y mis treinta y ocho, en este caso), se puede decir que, por mucho tiempo que pase, uno no pierde ese lugar de vista. Lo lleva consigo, incorporado, y no es infrecuente tener la extraña sensación de que uno puede salir de su casa en Madrid, o en cualquier parte, y dirigirse al instante a un punto concreto de esa ciudad alejada, a una iglesia, a una tienda, a una plaza, a le Zattere o a San Trovaso si es Venecia, a St Giles o a Blackwell’s si es Oxford, a Cecil Court o a Gloucester Road si es Londres. No me parecía que hiciera veinte años de mi última estancia, y sin embargo era eso lo que había transcurrido: como quien dice, media vida. Uno está instalado en una realidad muy distinta de la del pasado, y en modo alguno la pierde por la repentina visitación de lo remoto. Pero en más de una ocasión he escrito que el espacio es el único verdadero depositario del tiempo, del tiempo ido. Por eso, cuando uno regresa a una ciudad familiar, se produce una momentánea compresión del tiempo entero, y el que anteayer era lejano en Madrid hoy se hace falsamente cercano en Venecia. Tras unos primeros pasos titubeantes, esos mismos pasos lo llevan a uno automáticamente por los itinerarios olvidados un día antes y de golpe recuperados. Por aquí se va a tal sitio, piensa uno sin apenas pensarlo, y aquel otro queda en esa dirección, y no se extravía ni se equivoca nunca. Aquí estaba la casa, y de ella tuve llave, la dirección era San Polo 3089, ya no puedo entrar, no sólo porque carezca de llave sino porque ya no viven aquí las dos Danielas. Sentado en los escalones que separan el agua –Rio de le Muneghete– de la espalda de la Scuola di San Rocco que yo veía desde la terraza cuando me asomaba haciendo un alto en la escritura de esas novelas ya viejas, fumo un cigarrillo y miro hacia esa casa y esa terraza. Era blanca y sus nuevos dueños la han pintado de color arcilla, pero me digo: es esa, no puede ser otra, ahí estuve yo muchas tardes, ahí dormí yo muchas noches, ahí me levantaba y veía el agua y los escalones en los que ahora me siento, veinte años más tarde.
Por suerte a Venecia no se le permite cambiar apenas, y ahí siguen las barcazas llenas de fruta junto a Campo San Barnaba, por donde hacía la compra torpe; ahí sigue San Giovanni e Paolo, en una plaza que los turistas desdeñan y que en cualquier otra ciudad sería su centro y estaría abarrotada. Y siguen las personas, para mi gran fortuna, y además estoy en paz con ellas. Ceno una noche con las dos Danielas y con Cristina, apenas están cambiadas como si hubieran hecho pactos con algún diablo menor y bastante inofensivo. En su compañía, de pronto, no es que no hayan transcurrido nuestros respectivos tiempos (ya lo creo: se casaron, una se separó, otra está a punto de hacerlo, una tiene hijas, otra se fue a vivir a Florencia y ha venido sólo a encontrarme). Pero la charla y las risas son inverosímilmente parecidas, durante un rato, a como solían ser cuando aún éramos jóvenes. Cuánto alegra comprobar que hay personas y sitios que siempre están, aunque permanezcan lejos o parezcan perdidos. Seguramente sólo se pierde de veras lo que uno olvida o rechaza, lo que prefiere borrar y ya no quiere llevar consigo, lo que no queda incorporado a la vida que se cuenta uno a sí mismo.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 14 de junio de 2009
(nota: el subrayado es mío)
1 comentario:
Absolutamente increible
Gracias
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