Hace unos pocos días, Paloma Varela, hija de Soledad Ortega, me hizo llegar una carta de mi madre y otra de mi padre a su madre, “encontradas entre las cosas personales de ésta que quedaban en el campo”, pensando que yo querría conocerlas y conservarlas. Son cartas con sesenta años encima, fechadas el 6 de agosto de 1949, algo más de dos años antes de que yo naciera y unos cinco meses antes de que lo hiciera mi hermano Fernando (el historiador del Arte, no ese novelista con sus mismos nombre y apellido y con el que no tenemos que ver). Según dice mi padre a la amiga, en ese día han transcurrido sólo cuarenta y dos desde la muerte de su primogénito, al que llamaban Julianín, a la edad de tres años y medio. Sobre la desaparición de ese hermano mayor al que no conocí y que se quedó para siempre como hermano menor o hermano-niño, escribí algunas páginas hace más de un decenio en mi libro Negra espalda del tiempo, e intenté aproximarme un poco a lo que su inesperada y rápida y casi inexplicable muerte pudo suponer para mis padres. Pero la imaginación se queda siempre corta en estos casos.
Mis hermanos Miguel (el único que coincidió con él en el mundo, pero no lo recuerda), Fernando, Álvaro y yo supimos desde pequeños de aquel hermano que se había perdido. Un retrato suyo, hecho a partir de una fotografía, colgaba del salón de la casa, con su mirada despierta y su pelo liso y rubio, y había en el sótano unos juguetes que, como es natural, codiciábamos y con los que sin embargo no se nos permitía jugar, porque “eran de Julianín”, se nos decía. No nos costó respetar esa prohibición, ni tampoco asumir y aceptar que el mejor de todos había muerto, lo cual no nos llevó en ningún caso a tenerle celos retrospectivos ni nada que se pareciera a eso. Ni siquiera pensábamos que fuera “el mejor” -vaya por delante que jamás lo expresaron así nuestros padres, pero esa fue la idea a la que nos hicimos- porque hubiera muerto tan pequeño, sino que dábamos por sentado que era así y basta, o si acaso intuíamos que era precisamente por ser” el mejor”, por haber sido un niño tan precoz y maduro como se nos contaba, por lo que se había ido del mundo, como si éste no aceptara de buen grado lo excepcional o lo excelente. En cierto sentido nos sentíamos afortunados. Más tarde, siendo yo ya un joven, cuando murió mi madre y me dio por pensar en ella de manera distinta de como lo había hecho mientras estuvo viva -uno llega casi siempre tarde a las cosas, sobre todo a los conocimientos-, supuse que en su última hora debió de tener a Julianín más presente que a ninguno de los que allí estábamos, seguramente porque él había sido el único de sus hijos que no le había dado disgustos, ni se le había puesto arisco en la preadolescencia, ni enigmático en la adolescencia, ni despectivo y rebelde en la juventud primera. No le había dado tiempo a hacerla sufrir, al menos no conscientemente.
No se sabe bien de qué murió. Mi padre, en sus memorias, Una vida presente, apunta una serie de posibles enfermedades veloces y difícilmente detectables entonces, y añade: “No sé”, como si en el fondo, ante el hecho irrevocable y tan triste, le resultara indiferente la causa. En la carta escrita a su amiga que ahora leo, mi madre habla de la inquietud que sintió pese a que el niño sólo tenía 37 de fiebre, que la llevó a convocar a tres médicos, uno de ellos su hermano, mi tío Ricardo, y menciona “cuarenta y ocho horas de enfermedad que parece sin importancia”. “Después de haberlo cuidado como no creo lo haya sido más niño alguno”, dice, “aún me queda la angustia de que esta contención a que tendemos nosotros, por repulsa al gesto excesivo, me hiciera perder un tiempo en que acaso se hubiera podido hacer algo” . Es decir, se reprocha la pobre no haber cedido más a su aprensión, al oscuro presentimiento, no haber armado más alboroto, por mucho que hubiera parecido injustificado dada la aparente levedad de la dolencia. Eran otros tiempos, en los que a alguna gente la avergonzaba carecer de entereza y mostrarse histérica por cualquier cosa. Más o menos como ahora, ante la nueva gripe. “Cada día que pasa”, dice por su parte mi padre, “es más honda y total la pena, mayor el afán de tenerlo, la necesidad física de su cuerpo querido, la imposibilidad de seguir viviendo sin verlo y oírle la voz y la risa, y sentir su cariño y encontrarlo al llegar a casa, y llevarlo por la calle señalándole las cosas y viéndolo todo como por primera vez, pensando lo que diría al ver cada cosa”. Y dice mi madre: “Es verdad que no le he desperdiciado nada de lo que ha vivido, pero también es verdad que ahora ya no sé vivir sin él… Y no puedo más de nostalgia de su voz, del movimiento de sus manos, de la expresión de sus ojos, del contacto de su piel y de su pelito suave…” Ahora yacen los tres en la misma tumba.
Desde la Ilíada sabemos que un padre o una madre no deberían enterrar nunca a un hijo. También que los demás, los que venimos luego, no podemos sustituir al que ha muerto, no hay sustitución posible. ¿Cómo podría, si al leer unas cartas de hace sesenta años el dolor se hace todavía tan vivo? Espero no haber incurrido yo en” el gesto excesivo”; pero es que algunas cosas nunca terminan.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 21 de junio de 2009
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