Las mujeres se han quejado tradicionalmente, con razón, del muy diferente rasero con que se han medido su promiscuidad y la de los varones. Si en éstos era un timbre de gloria, en ellas era un baldón. Si a ellos se los admiraba y envidiaba por el número de sus conquistas, ellas se creaban mala fama por el mismo motivo. Hay muchos porqués para que esto haya sido así, pero no vamos a remontarnos a las dudas que los hombres han podido albergar sobre la paternidad de sus vástagos (y que las mujeres nunca han padecido respecto a la maternidad), ni siquiera a los recientes tiempos, bajo el franquismo, en que el adulterio de la esposa era un delito que podía llevarla a la cárcel, mientras que el del marido era una mera costumbre tan graciosa como inevitable. Baste con recordar que, si a los varones se les veía “mérito”, era porque en principio las mujeres se negaban a consentir, y en cambio aquéllos -se juzgaba de manera igualmente simplona- estaban siempre dispuestos a meterse en la cama con cualquiera, aunque fuese un espanto. Las conquistas femeninas, por tanto, no eran tales y carecían de todo valor: así como estaba tirado llevarse a un individuo al huerto, resultaba muy difícil llevarse a una individua al mismo asilvestrado lugar.
Todo esto suena a prehistoria, pero aún no había perdido enteramente su vigencia en mi primera juventud. Fue de hecho mi generación la que empezó a cambiar el punto de vista, con el llamado “amor libre” de los años sesenta y setenta. Es una de las pocas cosas de aquella época que han quedado incorporadas a la sociedad posterior. Al menos en apariencia, y hasta hay mujeres que presumen abiertamente, en público, en televisión, de su catálogo de seducidos, como el Don Giovanni de Da Ponte y Mozart, siempre y cuando se trate de sujetos “famosos”, requisito indispensable para la jactancia de las coleccionistas y para la relativa aceptación de su comportamiento por parte de las masas televidentes. “Ah, si ha sido con Beckham, o con Clooney, o con Springsteen, o incluso con el anciano Clint Eastwood”, parecen decirse los espectadores, “entonces vale”. Los gañanes que sonsacan a estas cazadoras de cabelleras les exigen “pruebas” de que el coito-con-famoso ha tenido lugar, y les piden detalles sobre las casas en que “consumaron” o incluso sobre la anatomía de los coleccionados, y por supuesto sobre sus performances o prestaciones. No se toleran las falsas medallas, lo cual indica que en estos casos sí se ve la conquista llevada a cabo por una mujer como un trofeo (aparte de un posible pasaporte para su efímera fama).
Tras todo este desparpajo, sin embargo, creo que lo que se está produciendo es un retroceso en los asuntos de esta índole y un triunfo del más rancio puritanismo. La mujer que es promiscua con particulares o desconocidos (es decir, la que no contribuye al espectáculo y al entretenimiento) aún es juzgada en estos programas con severidad parecida a la que se gastaba hace un siglo con las “casquivanas”. Y -lo que es peor, y nuevo- empieza a juzgarse con severidad semejante a los varones infieles o meramente mujeriegos, al menos en los Estados Unidos, y nada de lo que allí sucede debe minimizarse, porque suele acabar llegando también a Europa y sobre todo a España, el país más papanatas y mimético con cuanto proviene del Imperio y no digamos de Nueva York, ciudad admirable que demasiados escritores españoles nos están incitando a detestar, con su permanente baba exageradamente caída. Es bien sabido que en ese país un político no tiene futuro si es pillado en una infidelidad sexual, presente o remota. Algo absurdo que en nuestro continente no entendemos, pero que por lo menos obedece a un razonamiento, por ramplón y traído por los pelos que sea: “Si este tipo es capaz de engañar a su mujer, sin duda nos engañará también a nosotros”, piensan los elementales votantes. Lo que ya no se concibe es que un deportista como Tiger Woods, un personaje sin responsabilidades públicas que tan sólo se dedica a darle mejor que nadie a una bola con un palo de golf, que no está en situación de defraudar a la ciudadanía porque ningún poder tiene sobre ella, caiga en absoluta desgracia por descubrirse que, lejos del marido ejemplar que aparentaba ser, era un empedernido picaflor. Las empresas que utilizaban su imagen como reclamo publicitario han empezado a rescindirle contratos, el pobre hombre se ha visto obligado a anunciar que deja el golf durante tiempo indefinido, como si darle con pericia a la bola dependiera de su fidelidad o algo así, y, estando yo en la babeada Nueva York cuando estalló el “escándalo”, me quedé estupefacto al ver que todas las cadenas, incluidas las de noticias, hablaban obsesivamente de él para condenar sin pausa su “hipocresía” y su “inmoralidad”. Me llamó la atención el conservadurismo exacerbado del célebre showman Jay Leno, cuyos chistes al respecto los podría haber firmado San Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei (si hubiera hecho chistes alguna vez). Quizá no esté ocurriendo lo que creíamos muchos, a saber, que mujeres y hombres se hayan igualado en este campo porque a las mujeres promiscuas o infieles ya no se las juzgue mal. Sino que la igualación consista en que también a los varones ligeros de cascos se los denueste y execre y se los envíe al ostracismo. Si esto no es un triunfo de la pacatería, que venga el susodicho santo y lo diga, aunque en vida no tuviera nunca nada interesante que decir.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 17 de enero de 2010
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