viernes, 15 de enero de 2010

Los cien años de una amiga. - 10 /01/ 2010

Cuando escribo estas líneas falta un día –será el 28 de diciembre– para que una amiga de mis padres, María Rosa Alonso, cumpla cien años. Probablemente a ella la fastidien, o por lo menos la importunen, los agasajos que van a llegarle por este motivo, sobre todo en sus tierras canarias. Leo que una editorial de allí está publicando sus obras completas, en diez volúmenes, y aunque su nombre no sea muy conocido en el conjunto del país, es sin duda una de esas empresas que valen la pena. Los libros hechos y presentados con modestia por sus autores corren el peligro de pasar inadvertidos, más aún en estos tiempos impúdicos de permanente autobombo por parte de cualquier debutante o indocumentado. No por ello tienen menos valor del que tienen, y en el caso de María Rosa Alonso sus escritos lo tienen mucho.

Pero para mí ella no ha sido nunca “una escritora”, sino una vieja amiga a la que recuerdo desde que tengo memoria, primero de mis padres y luego, a cierta distancia y en la medida de lo posible, también mía. Si no me confundo, los tres eran compañeros de Facultad, allá en los años treinta, aunque María Rosa, a la vista de lo que se celebra ahora, les llevaba unos cuantos a mis progenitores. Era una mujer enormemente alegre, o aún sería más adecuado decir jovial, que entraba en la casa lanzando risotadas y tomando un poco el pelo, suave y cariñosamente, a todo el mundo, lo mismo a los adultos que a los niños. Pese a que éstos pueden ser muy serios y no siempre toleran que se les tome el pelo, esa actitud suya no nos hacía rehuirla ni desconfiar de ella, sino todo lo contrario. Porque se notaba que carecía de toda doblez y porque esa ironía suya era festiva o incluso celebratoria, más producto de un carácter bromista, generoso, animado y risueño que de ninguna otra cosa. Por decirlo de alguna manera, yo tenía la seguridad, de niño, de que se podía contar con ella para lo que fuera, rezumaba lealtad e incondicionalidad y afecto. Sin duda ha sido una excelente amiga de sus amigos, lo cual significa que no se habrá abstenido nunca de decirles, a cada uno, lo que no le pareciera bien de ellos. En eso consiste la lealtad también, en procurar que quienes uno quiere no se equivoquen demasiado o no se tuerzan, cuando uno cree que lo están haciendo.

Siendo yo ya un joven –tendría unos veinte años–, recuerdo que quedé a almorzar con ella en Roma. Fue la primera vez que la vi a solas, fuera del contexto familiar y sin su tutela, y en que me habló como a una persona con autonomía, no como al hijo de sus viejos amigos o a una especie de sobrino. Descubrí a una María Rosa con más sufrimiento a sus espaldas del que le suponía, que había atravesado numerosas dificultades sola, antes, durante y después de la Guerra Civil (con una larga emigración a Venezuela); también más política –en el mejor sentido de la palabra–, más radical en su antifranquismo –aún vivía el dictador–, alguien de gran franqueza y que no estaba para majaderías. Tan simpática y cariñosa como siempre, pero que no se llamaba a engaño en ningún aspecto de la vida. Alguien, en suma, muy fuerte. Así ha seguido durante el mucho tiempo transcurrido desde entonces, aunque nuestro trato, sobre todo desde que por edad hubo de regresar a Canarias y perder su queridísima independencia, haya sido epistolar eminentemente. Sus cartas, escritas a mano con letra firme y clara, están llenas de una energía que para mí quisiera. Suelen comenzar con una disculpa por la tardanza en responder o en haber leído algo que le he enviado: “Mi mesa rebosa de papeles y quisiera acabar un trabajo que me urge”, me decía con casi noventa y siete años. Y un mes después: “Sigo atragantada de trabajo y no doy avío a lo que quisiera terminar antes de cascar, que no tardaré”. Siempre activa y siempre atareada, en no pocas ocasiones metida en polémicas con algún ignorante que ha soltado idioteces en la prensa canaria. Una mujer sagaz y alerta, de las que desmienten que con la edad se pierdan la curiosidad y la vehemencia. Con una vejez así, ojalá le queden aún muchos años y estos cien que ahora cumple entre fastos no la dejen agotada ni asqueada por el empalago (al que contribuyo con estas líneas, ya lo sé: mis disculpas).

Por otra parte, ya he dicho que María Rosa posee entereza y es de las que no se engañan. Espero que no se tome a mal que cite de otra de sus cartas: “Morir es dejar de vivir, y convertirse en lo que se escribe sobre la tumba del Cardenal Portocarrero: ‘Pulvis, cinis et nihil’. Me dirás que se refería sólo al cuerpo, pero lo amplío al ser total: la nada… Los muertos no vuelven y es el Tiempo, nuestro enemigo, quien marca nuestra vida, que sólo vale vivir cuando se es joven y maduro, porque cuando eres niño y adolescente estás en ‘todavía’ y cuando llegas a viejo, ‘ya no’… Mi tiempo, como es lógico, se está acabando. Y me convertiré en nada, y dentro de veinte años nadie me recordará, como yo no recuerdo a cierta gente de la tanta que he conocido y hasta he querido. Los que por algo me impresionaron claro que son inolvidables”.

Felicidades a María Rosa Alonso en su envidiable y largo ‘ya no’ que sin razón desdeña, en el que todavía es alguien –y no nada– y en el que aún no da “avío”. En lo que a mí respecta, además, se cuenta entre los que, “por algo”, me han impresionado. Y me será, por tanto, inolvidable.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 10 de enero de 2010

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