martes, 16 de febrero de 2010
La bailarina reacia. 14 /02/ 2.010
No suelo hablar aquí de las cartas de los lectores, menos aún rebatirlas. Uno escribe lo que escribe, la gente reacciona como le parece y uno se alegra cuando su texto es bien recibido y se aguanta cuando no o directamente cae como un tiro. Así son las cosas, es parte del juego. Sin embargo, me ronda ahora la sensación de tener un par de cuentas pendientes. En los siete años que llevo ocupando esta página nunca había sucedido que, durante tres domingos seguidos, aparecieran cartas –nada menos que nueve hasta hoy, e ignoro si la avalancha ha cesado– sobre la misma columna, y además todas airadas o negativas. Lo más gracioso es que el asunto de la pieza en cuestión –“Los exterminadores de toros”– ni me iba ni me venía mucho, al no ser yo aficionado a las corridas, como advertía, y abstenerme de utilizar argumentos más o menos patrióticos y manidos que, como también decía literalmente, “me causan alergia”. Recuerdo haber leído hace no mucho, en este mismo diario, defensas de la lidia algo más convencidas, a cargo de Vargas Llosa y Gómez Pin, por ejemplo, que apenas suscitaron animadversión o rechazo. Mi artículo no era ni siquiera una defensa –o, si lo era, resultaba tibia y desapasionada–, así que sólo me cabe pensar que lo que ha molestado no han sido mis razonamientos, compartidos por otros columnistas, cuanto que llamara “exterminadores” a los antitaurinos prohibicionistas. Si los taurinos son torturadores de animales, escribía, los antitaurinos prefieren que se extinga el toro bravo, y añadía que, dentro de todo, me quedaba con los primeros, que por lo menos permitían la perpetuación de la raza y le daban a cada ejemplar cuatro años de buena vida antes de su muerte en la plaza. Me quedaba con el “ser para la muerte” antes que con la “nada”, por recurrir a una parodia heideggeriana. Tanto Vargas Llosa como Gómez Pin habían venido a sostener algo parecido, y ninguna furia se desató contra ellos. Así pues, me temo que hay antitaurinos a los que no les importa tanto la suerte de los animales como mostrar sus propias virtud y “humanidad”, y que lo que no soportan es, por tanto, que se tilde su actitud de involuntariamente “exterminadora” o “extinguidora” de una especie, al dejar eso malparadas dichas virtud y “humanidad”, lo que de verdad les atañe.
La otra cuenta pendiente es más bien una explicación. Hace unos meses publiqué otro artículo –“Cuento de Cecil Court”– que también trajo unas cuantas cartas, todas ingeniosas y simpáticas. En él contaba que en ese callejón londinense había comprado la estatuilla de un señorín presumido que me había hecho gracia y que, con el consentimiento del dueño de la tienda, la había separado de su pareja, una bailarina con tutú, que me gustaba mucho menos; y cómo, una vez en Madrid, había incurrido en el infantilismo de pensar que las dos figuras habrían estado siempre juntas y que quizá se iban a “echar de menos”. Confesaba que había llamado al señor Mark Sullivan y le había pedido que me enviara la bailarina abandonada. Y concluía así: “Espero que no me la extravíe el correo. A estas alturas, tras tanta puerilidad, la verdad es que no me lo perdonaría”. Como no pocos lectores se interesaron por el resultado de esta gestión y desearon saber si las dos estatuillas al final se reunieron, me siento en la obligación de comunicarles que no ha sido así, y que lo que yo temía ha sucedido, según Mr Sullivan. Al cabo de unas semanas, en vista del retraso, lo llamé de nuevo. No estaba y hablé con un empleado que no tenía mucha idea del asunto. Volví a intentarlo, y entonces me dijo el señor Sullivan que el paquete enviado le había sido devuelto. Las señas estaban bien, era extraño. De paso me dio las gracias por el artículo en que mencionaba su tienda de antigüedades, alguien se lo habría contado. No sé por qué, tuve la sensación de que esa bailarina no había viajado hasta Madrid, y de que Mr Sullivan la había olvidado. Pero en fin, renové mi encargo y, eso sí, le recomendé que, si preveía que el envío no iba a llegarme antes de la Nochebuena, lo postpusiera hasta el 8 de enero, pues yo iba a estar fuera de Madrid dos semanas, para evitar un segundo “desencuentro”.
Ha terminado el mes y mi señorín sigue aquí solo, con su bigotito, su bastoncillo y su chistera plegada en la mano. Podría llamar por cuarta vez al señor Sullivan, pero quizá sería en vano, y empiezo a pensar si esas dos figuras no estarían abocadas a separarse. Tal vez, como apuntaba una de las simpáticas cartas de los lectores, estaban ya hartas de soportarse y de formar pareja. Acaso respiraron aliviadas y alegres al perderse de vista por mi intervención y mi compra de la que me divertía, y se hubieran llevado las manos a la cabeza con desesperación de haberse encontrado de nuevo, a muchas millas de su lugar de origen, en el salón de mi casa madrileña. “Viajar hasta el continente”, habrían pensado una y otra, “para acabar otra vez en compañía de este pelma, de esta pesada. Maldita sea”. Así que ya no sé si debo forzar el destino. Por mí no quedó, traté de juntarlas tras haberlas distanciado. Quizá Mr Sullivan las tuviera en sus repisas durante años y sepa más de ellas que yo, y por eso haya decidido que están mejor por su cuenta, cada una a su aire.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 14 de febrero de 2010
La otra cuenta pendiente es más bien una explicación. Hace unos meses publiqué otro artículo –“Cuento de Cecil Court”– que también trajo unas cuantas cartas, todas ingeniosas y simpáticas. En él contaba que en ese callejón londinense había comprado la estatuilla de un señorín presumido que me había hecho gracia y que, con el consentimiento del dueño de la tienda, la había separado de su pareja, una bailarina con tutú, que me gustaba mucho menos; y cómo, una vez en Madrid, había incurrido en el infantilismo de pensar que las dos figuras habrían estado siempre juntas y que quizá se iban a “echar de menos”. Confesaba que había llamado al señor Mark Sullivan y le había pedido que me enviara la bailarina abandonada. Y concluía así: “Espero que no me la extravíe el correo. A estas alturas, tras tanta puerilidad, la verdad es que no me lo perdonaría”. Como no pocos lectores se interesaron por el resultado de esta gestión y desearon saber si las dos estatuillas al final se reunieron, me siento en la obligación de comunicarles que no ha sido así, y que lo que yo temía ha sucedido, según Mr Sullivan. Al cabo de unas semanas, en vista del retraso, lo llamé de nuevo. No estaba y hablé con un empleado que no tenía mucha idea del asunto. Volví a intentarlo, y entonces me dijo el señor Sullivan que el paquete enviado le había sido devuelto. Las señas estaban bien, era extraño. De paso me dio las gracias por el artículo en que mencionaba su tienda de antigüedades, alguien se lo habría contado. No sé por qué, tuve la sensación de que esa bailarina no había viajado hasta Madrid, y de que Mr Sullivan la había olvidado. Pero en fin, renové mi encargo y, eso sí, le recomendé que, si preveía que el envío no iba a llegarme antes de la Nochebuena, lo postpusiera hasta el 8 de enero, pues yo iba a estar fuera de Madrid dos semanas, para evitar un segundo “desencuentro”.
Ha terminado el mes y mi señorín sigue aquí solo, con su bigotito, su bastoncillo y su chistera plegada en la mano. Podría llamar por cuarta vez al señor Sullivan, pero quizá sería en vano, y empiezo a pensar si esas dos figuras no estarían abocadas a separarse. Tal vez, como apuntaba una de las simpáticas cartas de los lectores, estaban ya hartas de soportarse y de formar pareja. Acaso respiraron aliviadas y alegres al perderse de vista por mi intervención y mi compra de la que me divertía, y se hubieran llevado las manos a la cabeza con desesperación de haberse encontrado de nuevo, a muchas millas de su lugar de origen, en el salón de mi casa madrileña. “Viajar hasta el continente”, habrían pensado una y otra, “para acabar otra vez en compañía de este pelma, de esta pesada. Maldita sea”. Así que ya no sé si debo forzar el destino. Por mí no quedó, traté de juntarlas tras haberlas distanciado. Quizá Mr Sullivan las tuviera en sus repisas durante años y sepa más de ellas que yo, y por eso haya decidido que están mejor por su cuenta, cada una a su aire.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 14 de febrero de 2010
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