Los muertos de la ciudad en que uno vive son mucho más llevaderos que los de los lugares que se visitan de tarde en tarde. Aquí, en Madrid –en mi caso–, la cotidianidad prosigue sin más remedio y uno se acostumbra a que los días pasen y se superpongan sin la presencia de quienes nos acompañaron durante largo tiempo. Me doy cuenta, si acaso, de que, de manera más bien inconsciente, tiendo a rehuir los barrios en que los desaparecidos tenían sus casas o en que solía encontrarme con ellos. Hace diecisiete años, por ejemplo, que rara vez voy por El Viso, donde vivía Juan Benet; algo más desde que no paso por la calle de Gaztambide, en cuyo número 4 habitó Juan García Hortelano; y ya veinticinco desde que evito la zona de hotelitos en que tenía el suyo Vicente Aleixandre. Eso por mencionar sólo a amigos escritores, y por lo tanto a muertos a los que también muchos lectores podrían poner rostro y palabras, y cuya ausencia, hasta cierto punto, puede ser compartida por ellos. En la propia ciudad se van produciendo huecos, pero éstos no la dominan, y uno no puede tenerlos en la conciencia permanentemente, aunque –valga la contradicción– no pase jornada sin acordarse de sus caras y sus voces.
En cambio, cuando uno regresa a una ciudad a la que viajó con frecuencia en el pasado, inmediatamente echa en falta, con gran viveza, a quienes veía allí y ya se han muerto. En esos sitios uno estableció ciertos hábitos que formaban parte de su estancia. No visitar a Guillermo Cabrera Infante en Londres –por continuar con los escritores amigos– resultaba inconcebible, no sólo por el placer de encontrarlos –a él y a su mujer, Miriam Gómez–, sino también por las numerosas y divertidas anécdotas que proporcionaban y con las que uno volvía como con un tesoro, presto a relatárselas a las amistades madrileñas que tanto las celebraban. En las ciudades en que uno no vive no hay posibilidad de llenar los vacíos con el mero transcurso de los días, así que cuando uno llega de nuevo a ellas se ve asaltado por la nostalgia y por la sensación de pérdida con la misma intensidad que cada vez anterior, y eso ocurre indefinidamente, por muchos años que vayan pasando. Ahora he estado una semana en París, tras un lustro largo sin pisarla, y no ha fallado: inverosímilmente he echado de menos con fuerza a un muerto de hace casi veinte años, es decir, a alguien a quien no veo y de quien nada sé desde hace mucho, y a cuya falta debería estar más que acostumbrado, lo mismo que a no llamarlo ni a escribirle, a no esperar verlo en el Boulevard Saint-Germain ni en el Quai des Célestins ni en la Rue des Écoles, por mencionar algunos sitios en los que él estuvo y yo lo recuerdo.
El 15 de noviembre de 1990 ese amigo puso fin a su vida. Yo me enteré unas fechas más tarde, estando precisamente en París, y escribí una semblanza de él titulada "La muerte de Aliocha Coll". También era escritor, aunque a él es casi imposible que los lectores le pongan rostro y sumamente difícil que lo asocien a texto alguno, porque no publicó más que un libro y una traducción en vida, y con posterioridad aparecieron dos novelas más y una colección de poemas, si no me equivoco, todo ello hace ya tiempo, con escaso eco y sin el menor éxito. En verdad esto último no podía tenerlo ni lo buscó nunca, tan arriesgada y poco convencional era su literatura. Cuando hoy leo sobre escritores actuales que pasan por supermodernos y “rupturistas” y “mutantes”, no puedo evitar reírme: no sólo nacen la mayoría anticuados porque repitan fórmulas ya gastadas y estériles de los años setenta, sino que, al lado de Aliocha Coll, que lleva dos decenios enterrado, sus propuestas son cuasi galdosianas, por mucho “ciberespacio” que metan en sus obras tan perecederas. Me temo que son carne de tan pronto olvido como el propio Aliocha Coll, con la salvedad de que él nunca estuvo de moda ni fue jaleado por los tuertos críticos, y por tanto jamás pudo abandonar ese olvido al que se entregó deliberadamente. Era médico de profesión y muy culto. Se conocía al dedillo la tradición, como todos los que deciden darle la espalda con algún talento, no por pereza o ignorancia. Catalán de origen, vivía en París desde su primera juventud, primero de rentas, luego de su trabajo como médico cuando se le acabaron aquéllas. Era un hombre educado y discreto, siempre bien trajeado, con una risa tímida y como retardada, como si esperase a comprobar que lo que se había dicho era una broma para permitirse soltar la carcajada. Tenía cuarenta y dos años cuando se mató, tras leer un cuento de Nerval, beberse una copa de vino y escuchar no recuerdo qué música. Había terminado su novela Atila (una de las que se publicaron póstumamente) y con ella dio por concluida su obra. Como dije en aquella semblanza de 1990, “Acabado el papel se acabó la vida”, así fue en su caso. Sus textos son difíciles, rozando la ininteligibilidad a veces, pero poseía un gran talento verbal y rítmico: “Es y era la auréola de la silueta luz absorta en el polvo, absuelta en humo. Y el humo era el que vomitaba fuego, vómito del humo en el humo…” Es una cita escogida al azar, de Atila. Cada vez que voy a París me resulta incomprensible no llamarlo, no verlo, que no esté allí y se me frene el impulso. Que no esté en el mundo y sí en mi memoria, que todavía es parte de este mundo.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 31 de enero de 2010
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