Si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, es probable que conozcan a poca gente que no anteponga algo más bien impersonal y abstracto a sus relaciones con las personas. Hay una frase que se repite con naturalidad en todos los ámbitos y que no sólo es aceptada, sino que por lo general “queda muy bien” y suscita admiración. Quien la pronuncia suele recibir aplausos y es visto como ejemplo de entrega, de abnegación, de altruismo y hasta de lealtad. Con sus obligadas variantes, se puede escuchar lo mismo en boca de un futbolista que de un político que de un guerrillero, no digamos ya en las de un nacionalista o un clérigo de cualquier religión, que cifran en ella su razón de ser. Yo la encuentro, sin embargo, una frase inquietante si no aberrante, que me lleva a desconfiar inmediatamente de todo el que la haga suya bajo cualquiera de sus infinitas formas. La frase en cuestión viene a decir que algo casi siempre inexistente –o cuando menos inaprensible, o intangible, o amorfo, o invisible– “está por encima” de todo lo demás, y desde luego de las personas: Dios o la Iglesia, España o Cataluña o Euskal Herría, la empresa, el partido, la ideología, el Estado, la revolución, el comunismo, el fascismo, el sistema capitalista, la justicia, la ley, la lengua, esta o aquella institución, este colegio, este periódico, este banco, la Corona, la República, el Ejército, el nombre de cualquier cosa, la cadena tal o cual de televisión, una marca, el Barcelona o el Real Madrid, la familia, mis principios, mi pueblo. Desde lo más ampuloso hasta lo más baladí, todo puede “estar por encima” de las personas y no hay ningún inconveniente en sacrificar o traicionar a éstas en aras de lo que para cada cual sea “sagrado” o “la causa”, ya se trate de ideales, entelequias o quimeras; de imaginarios incorpóreos las más de las veces.
No hay apenas diferencia entre lo que gritan los suicidas islamistas en el momento de inmolarse (“Alá es el más grande”, si no me equivoco) y el primer mandamiento de los cristianos (“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, tal como yo lo estudié). El resto son variantes o copias de esta absolutista afirmación, aplicadas a lo que se le ocurra al cenutrio de turno, desde el “Todo por la patria” que ignoro si todavía corona en España los portales de los cuarteles hasta la “Revolución Socialista Bolivariana” o como quiera que llame Hugo Chávez a su proyecto totalitario en Venezuela, pasando por “el ancestral pueblo vasco”, el Rule Britannia, el Deutschland über alles, “la gran patria rusa”, o bien Hacienda, The Times o Le Monde, el Manchester United o la Juventus, la monarquía, la Constitución, la BBC o la RAI o TVE, el Papado o la revolución cultural, por supuesto “el pueblo soberano” y el nombre de cualquier empresa multinacional o local.
La frase en cuestión es a menudo rematada por otra similar, pero aún más explícita: “Las personas pasan, las instituciones permanecen”, como si estas últimas no fueran, desde la Iglesia hasta el Athletic de Bilbao, obra e invención de las personas, y en realidad no estuvieran al servicio de ellas, sino al revés. Lo cierto es que a lo largo de demasiados siglos se ha logrado hacer creer eso a la gente, que todos estamos al servicio de cualquier intangible y que somos prescindibles en aras de su perpetuidad. No es, así, tan extraño que esas afirmaciones categóricas y vacuas gocen de tan magnífica reputación, ni que quien deja de suscribirlas sea tenido por un apestado. ¿Cómo, que no está usted dispuesto a sacrificarse por la empresa, Fulánez? ¿Un soldado que no se apresta a morir por su país en toda ocasión? ¿Un revolucionario que no delata a sus vecinos? ¿Un fiel que pone reparos a hacerse saltar por los aires si con ello mata a tres infieles? ¿Un creyente que no abraza el martirio antes que abjurar de su fe? ¿Un futbolista que no rechaza una jugosa oferta económica para seguir con el club que lo forjó? He ahí ejemplos de un egoísta, un cobarde, un desafecto, un traidor, un apóstata, un pesetero. El que no pone algo por encima de sí mismo, de las personas y de sus afectos sólo se hace acreedor al insulto y al desprecio.
Y sin embargo… Yo me siento mucho más seguro y tranquilo en la compañía de quienes carecen de toda lealtad “superior”, de quienes nunca anteponen ninguna abstracción al aprecio por sus allegados, de quienes sólo se volverán contra mí por mis actos y no por ningún dogma ni creencia ni ideal. Es más, son esas las únicas personas en las que confío, y en cambio nunca podría hacerlo en un religioso ni en un político ni en un militar ni en un nacionalista, tal vez ni siquiera en un creyente ni en un militante ni en un patriota oficial, porque sé que cualquiera de ellos estaría presto a traicionarme o a sacrificarme. Llegado el caso, serían vasallos de lo que hubieran colocado “por encima”, e incondicionales de ello aunque reprobaran el proceder de quienes lo encarnaran. Por eso no me fío enteramente de casi nadie, tan extendido está el sentimiento que da lugar a esa frase. Y si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, verán también, bajo este prisma, de cuán poquísimos se podrán fiar.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 7 de junio de 2009
1 comentario:
Opino igual, quien pone por encima de si mismo a un intangible no es digno de mi confianza.
Besos borrascosos
Publicar un comentario