lunes, 28 de diciembre de 2009

domingo, 27 de diciembre de 2009


Las respuestas son nubes
de ese gas que nos atrapa,
mujer, amor,
la celda sigue abierta
y tus cartas llegan
una tras otra
al final de la historia...

La colección no estará completa
jamás. Nunca podrá la noche
apoderarse de tu recuerdo;
el hombre del saco
ya me hizo bastante daño
y yo sólo quiero venganza.

La escoria, el remanente,
el último trago
me esperan.
Lo que nadie quiere es mi refugio
y mi reino sagrado.
En las pequeñas cosas te aguardo,
en las páginas del libro que te regalé
planté mi semilla azul,
y espera el agua de tus labios
para germinar entre tu formas
en una noche eterna.

Eso es, y nada más,
que ese amor que ya conoces
no ha muerto
ni mucho menos
y sigue en pié,
aquí
esperando que respondas
la pregunta que conoces tan bien.

Cuento de New Haven. 27 /12/ 2009

Nunca había tardado tanto en volver a un sitio y a una casa en los que viví, de donde de hecho proceden la mayoría de mis primeros recuerdos. Desde el curso 1955-56, es decir, más de medio siglo. Para que se hagan mejor idea, entonces habían transcurrido sólo diez años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, algo hoy tan remoto y conmemorable que más parece ficción que realidad. En España aún no había televisión, y faltaba un lustro para que Kennedy fuera Presidente, o para que empezara la historia de la serie televisiva Mad Men, que hoy vemos como una tarea arqueológica de reconstrucción de los sesenta. En aquel curso yo tenía cuatro años y vivía en New Haven, Connecticut, con mis padres, mis tres hermanos y un amigo de la familia que nos acompañó, Don Heliodoro Carpintero, encargado de enseñarnos (a mí, en concreto, a leer y escribir), ya que mi madre prefirió que no asistiéramos al colegio por temor a la mucha polio existente en aquella época en los Estados Unidos. Mi padre había sido contratado por la Universidad de Yale, que tiene sus sedes, o parte de ellas, en esa pequeña ciudad de New Haven. Era la segunda estancia de la familia entera en ese país (la primera, al poco de nacer yo, en 1951-52, en Wellesley, Massachusetts). Luego vendrían incontables más de mi padre solo, así se ganó en buena medida la vida, al haberle prohibido el régimen de Franco enseñar en la Universidad española. Algunos lectores sabrán ya todo esto, pero otros no. Me disculpo con los primeros por la repetición.

Ahora, durante una reciente estancia en Nueva York, un día debí desplazarme hasta Yale, para dar allí una charla. Me acompañaba mi editora, la encantadora y estimulante Barbara Epler, de New Directions. Llegamos con algo de tiempo y yo sabía las señas de la casa en la que se iniciaron mis recuerdos: el 240 de Lawrence Street. Así que le preguntamos al amable chófer si esa calle nos apartaba mucho de nuestro camino. “Oh no”, contestó, “no nos desviará apenas, está aquí mismo”. Según nos íbamos acercando, todo me resultaba familiar, y la casa de dos pisos, aunque parecida a otras muchas de la zona y aun de Nueva Inglaterra en general, me fue mucho más que familiar: durante unos minutos, volvió a ser mi casa, o lo que allí llaman “home”. Era reconocible el porche con sus escalones, y el jardín trasero, y las amplias ventanas iluminadas (estaba a punto de ponerse el sol), y sólo tengo la duda de si su color era el mismo, puede ser, ahora estaba pintada de un gris oscuro. También un grueso y enorme árbol ante su fachada. Estuve allí un breve rato, mirándola. Yo dormía en una habitación del piso de arriba, elevé los ojos, pensé: “Podía ser ahí, tras esa ventana”. Barbara me sugirió llamar al timbre y preguntar a los inquilinos si podía entrar: “La gente hace eso”, me dijo. Pero no me atreví.

Más tarde, al comentar esta visita con los profesores de Yale, me preguntaron si conservaba recuerdos de aquella estancia, esperando más bien que les dijera que no. Pero claro que lo recuerdo casi todo, y las imágenes se me agolparon. Me vi en mi alcoba de New Haven, mirando unos avioncitos que colgaban del techo y que era lo último que veía antes de dormirme, recortándose contra la tenue luz nocturna del exterior. Incluso utilicé esa imagen en una novela, hace tiempo. Supongo que ocupábamos la casa de algún profesor que estaba de sabático aquel curso, y que tendría algún hijo, al que pertenecían los avioncitos. Me veo caminando sobre la nieve, muy abrigado, el sonido de mis pequeños pasos sobre ella no lo he olvidado jamás. Veo el garaje que había al fondo del jardín trasero, donde según mi hermano Miguel se ocultaba un hombre con gabardina, y por eso nos daba miedo acercarnos hasta allí. Veo a Álvaro jugando con unas manzanas muy rojas y a Fernando (no el novelista Marías Amondo, sino el historiador del arte) a punto de atrapar una ardilla –o eso creíamos, son bien escurridizas– que trepaba por el árbol grande la víspera de nuestra marcha. Siempre nos lamentamos de eso, pues nuestra idea era habérnosla traído a Madrid. Me veo sentado al pie de la escalera, un día en que me castigaron sin almorzar por negarme a comer lo que había, gritando como teatral alma en pena: “¡Me muero de hambre! ¡Que me muero de hambre!” Nos veo a mis hermanos y a mí echando carreras, valla por medio, con el perro de una niña vecina cuyo nombre supe alguna vez. Me veo escribiendo mi nombre del revés, al ser zurdo, y siendo corregido por Don Heliodoro para mi indignación, porque yo había puesto primero la X, luego la A, la V, etc, pero lo que se leía, me decían ante mi incomprensión, era “SAIRAM REIVAX”, mi madre me bautizó con X. Sé que también esto lo he contado, y me vuelvo a disculpar. Pero es que ahora no fue un recuerdo, sino una visión. Siempre he dicho que el espacio es el verdadero depositario del tiempo, el que permite su comprensión y la reaparición momentánea del que ya se ha ido. Durante años, mis hermanos y yo preguntábamos a nuestros padres: “¿Y cuándo vamos a volver a New Haven?”, en la creencia infantil de que todos los lugares vividos están siempre a mano, están ahí. No pensaba entonces que tardaría cincuenta y cuatro años en regresar, muy brevemente. Pero ahí he estado, y el día ha llegado. Aunque estuviera solo y tanto Don Heliodoro como mis padres hayan muerto, los he vuelvo a ver en el 240 de Lawrence Street, en New Haven. La casa y el árbol son testigos, permanecen en pie.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 27 de diciembre de 2009

martes, 22 de diciembre de 2009

"Sinfonía en Re menor", de César Franck

Para poder apreciar por qué la Sinfonía en Re menor de Franck fue un fracaso el día de su estreno, es necesario comprender el clima musical que reinaba en París en la década que se inició en 1880. Existían fundamentalmente tres facciones. El público, en general, estaba interesado casi exclusivamente en la ópera, a menudo del tipo más trivial. Los progresistas, que incluían a Franck y sus discípulos, estaban entusiasmados por la nueva música radical de Wagner y de Liszt. El Conservatorio de París, en el que Franck era profesor, representaba el establishment musical. A través de su enseñanza y de su control sobre todo lo que se ejecutaba en el Conservatorio, los demás compositores del cuerpo docente intentaban mantener la tradición sinfónica de Beethoven y de Haydn.
Como no enseñaba composición sino órgano, Franck era considerado un intruso. Los profesores de composición no podían simpatizar con su interés por las armonías wagnerianas, a pesar del furor que por aquellos días causaba en París la música de Wagner, especialmente entre los compositores más jóvenes.

La Sinfonía en Re menor de Franck (que no es realmente su única sinfonía: cincuenta años antes había compuesto una importante sinfonía en Sol mayor, que se presentó en 1841) está ligada a ambas tradiciones: su forma sinfónica es propia de Beethoven, en tanto que su lenguaje armónico es propio de Wagner.
Wagner escribió dramas musicales, no sinfonías. Así que era comprensible que en Francia ejerciera gran atracción en el público, ya que la ópera dominó la vida musical francesa durante la segunda mitad del siglo diecinueve.

La mayoría de los wagnerianos franceses -incluyendo los alumnos de Franck, Vincent d'Indy y Henri Duparc, más el joven Emmanuel Chabrier (que decidió hacerse compositor al oír una interpretación de Tristan und Isolde del maestro de Bayreuth)- compuso óperas, música de programa y música vocal. Estos autores, como Wagner, entendían las intensidades del cromatismo y de la modulación como medios para expresar emociones específicas. Pero, ¿podía una sinfonía sin historia, sin texto, ser un vehículo apropiado para las armonías wagnerianas? Según el establishment musical parisino, la respuesta era un rotundo no. Se suponía que una sinfonía seguía el modelo establecido por Beethoven (y grabado en piedra en las clases de teoría del Conservatorio). Una obra orquestal en tres movimientos en lugar de los cuatro tradicionales, que usaba las armonías y las modulaciones wagnerianas y cuya forma era suelta y rapsódica...eso no era una sinfonía en absoluto a los ojos y oídos del establishment del Conservatorio.
No importaba que Franck utilizara total y ampliamente el principio de Beethoven de la coherencia temática, no importaba que la Sinfonía en Re menor se ajustara a los perfiles de la forma clásica. La obra estaba destinada a ser condenada.
Hubiera sido estratégicamente más inteligente por parte de Franck haber estrenado la sinfonía fuera del Conservatorio, lejos de los reaccionarios del cuerpo docente y de los conservadores del público de abono. El director Charles Lamoureux, que había incluido en sus propios conciertos muchas de las obras wagneríanas de los alumnos de Franck, consideró la posibilidad de ejecutar la pieza, pero al final se negó, presumiblemente porque estaba moldeada en forma sinfónica en lugar de ajustarse a los géneros favorecidos por Wagner y Liszt. -Dejemos que [Franck] la lleve al Conservatorio -expresó Lamoureux-, Ese es el santuario de la sinfonía.

Franck hizo justamente eso. El estreno estuvo a cargo de la orquesta del Conservatorio de París. El público de conservadores y pedantes pensó que ellos sabían el modo en el que se suponía que debía sonar una sinfonía y la nueva pieza de Franck no se aproximaba a su ideal. La descartaron, en general por las razones más tontas.

El compositor Vincent d'Indy recordaba:
La ejecución se realizó muy en contra del deseo de la mayoría de los miembros de la famosa orquesta y sólo se llevó adelante gracias a la obstinación benevolente del director, Jules Garcin. El público abonado no pudo encontrar en ella ni pie ni cabeza y las autoridades musicales estuvieron en su mayoría en la misma posición. Pregunté a uno de ellos -un profesor del Conservatorio y una especie de factotum del comité- qué pensaba de la obra. "¿Eso una sinfonía?" -me respondió con tono presuntuoso-. "Pero, mi querido señor, ¿quién escuchó alguna vez que se escribiera para corno inglés en una sinfonía? Tan sólo mencione una sola sinfonía de Haydn o de Beethoven que presente el corno inglés. Bien, usted verá -la música de Franck puede ser cualquier cosa que le plazca, pero con certeza nunca será una sinfonía." Esa era la actitud del Conservatorio en el año de gracia de 1889.
(Este "erudito" profesor aparentemente no conocía la Sinfonía Número 22 de Haydn, que tiene dos cornos ingleses, ni la Segunda Sinfonía de Saint-Saëns, que también incluye uno en su orquesta.)

Otra crítica pedante fue la del compositor Charles Gounod, al que por casualidad se oyó decir: "Es la afirmación de la impotencia llevada al nivel del dogma." También el profesor de composición del Conservatorio, Ambroise Thomas, preguntó cómo una sinfonía podía ser en Re menor "¿Cuando el tema principal en el noveno compás está en Re bemol, en el décimo en Do bemol, en el vigésimo primero en Fa sostenido menor, en el vigésimo quinto en Si bemol menor, en el vigésimo sexto en Do menor, en el trigésimo noveno en Mi bemol mayor y en el cuadragésimo noveno en Fa mayor?" Realmente, esta crítica es engañosa ya que estas tonalidades apenas son mencionadas brevemente, en tanto que las principales del movimiento son muy tradicionales: el segundo tema se inicia en Fa mayor y la recapitulación, que comienza en Re menor, presenta el segundo tema en Re mayor.

El problema de Franck fue más de carácter político que musical. Fuera de su círculo de estudiantes y admiradores devotos era prácticamente desconocido. Como lo expresó un crítico poco amable: "¿Por qué interpretar esta sinfonía aquí? ¿Quién es este señor Franck? Un profesor de armonio, creo." El compositor era reconocido, si es que lo era, como un profesor de órgano que en su tiempo libre creaba piezas que se ejecutaban muy rara vez. De hecho, hasta la edad de 57 años sólo escribió un par de piezas importantes. Prácticamente toda su música que se conoce en la actualidad fue compuesta en los últimos cuatro años de su vida. De manera que la Sinfonía en Re menor fue presentada ante un público que no sólo dudaba de las credenciales del compositor sino que era escéptico respecto de su estética, incluso antes de que hubiera sonado la primera nota. Los abonados a los conciertos suponían que debía haber alguna buena razón para que el compositor, de 66 años, de la obra que estaban a punto de escuchar, no se hubiera establecido ya como un compositor del Conservatorio o como creador de conciertos populares u otras operísticas.

Tan grande era el prejuicio en contra de la sinfonía que, en el ensayo final, los estudiantes leales a Franck debieron rodearle para protegerle de las críticas verbales de otros docentes y estudiantes del Conservatorio. La esposa del compositor no se sintió capaz de asistir al concierto y ser testigo de la burla esperada. En el estreno, las reacciones fueron mezcladas. El público estaba confundido, los profesores del Conservatorio eran hostiles y los críticos estaban divididos, pero el círculo de discípulos de Franck estaba encantado.

Sin embargo los gustos cambian. Antes de que hubieran pasado muchos años, Franck y su escuela se convirtieron en el establishment conservador de Francia, contra el que se rebelaban los compositores más jóvenes. La Sinfonía en Re menor era entonces considerada defensora de la tradición, porque utilizaba la polifonía, las formas clásicas y las armonías wagnerianas -valores musicales que la generación más joven trataba de echar abajo. Esta generación, que incluyó a Debussy, Ravel y Satie, cultivó un lenguaje musical autóctono francés que poco tenía que ver con Wagner o su homólogo francés.

Sin embargo la música de Franck siguió atrayendo a un público cada vez más amplio, especialmente en la medida en que fue vigorosamente promovida y defendida por los antiguos discípulos del compositor. Como explica el historiador Paul Henry Lang: "La cualidad enfática y sin embargo sensual e inquietante de la música de Franck agradaba al oído excesivamente refinado del público, que ya no podía subsistir según la lógica armónica diatónica. Al mismo tiempo, admiraban la santa devoción del hombre, su indiferencia al éxito y a los logros financieros, su celo apostólico para conmover a un público indiferente a la música pura y su amor para los discípulos fieles reunidos a su alrededor. Franck quizás haya sido al mismo tiempo el más sobreestimado y el más calumniado de los compositores de los últimos tiempos"

En los años transcurridos desde el estreno de la sinfonía, las opiniones sobre ella han continuado oscilando. Algunos escritores han alabado su vitalidad, mientras otros han criticado la vaguedad de la forma (quizá rastreable en el trasfondo de Franck como improvisador en el órgano) y su rigidez con respecto a la estructura de las frases.
La Sinfonía en Re menor ha disfrutado de períodos de gran popularidad entre los directores, las orquestas y los públicos y ha sufrido períodos de rechazo. Pero los músicos de los últimos tiempos y los amantes de la música juzgan la obra por su mérito intrínseco, algo que sus primeros públicos parecen haber pasado por alto. Estaban demasiado atrapados en la típica polémica francesa a favor y en contra de la sinfonía y de su compositor para poder dar respuesta a la belleza inherente de la obra.

Contrariamente a lo que pensaban sus colegas del Conservatorio, Franck consideraba que la obra se ajustaba mucho a la tradición sinfónica, a pesar de su osadía armónica. Aunque admitió que la obra era "muy atrevida", escribió la siguiente explicación acerca de su espíritu tradicional:
La obra es una sinfonía clásica. Al final del primer movimiento hay una recapitulación, a continuación siguen un andante y un scherzo. Fue mi gran ambición construirlos de un modo tal que cada tiempo del movimiento andante fuera exactamente igual en longitud a un compás del scherzo, con la intención de que, tras el desarrollo completo de cada sección, uno pudiera superponerse al otro. Logré resolver ese problema. Al final, igual que en la Novena Sinfonía de Beethoven, recuerda todos los temas, pero en mi obra ellos no hacen su aparición como meras citas. He adoptado otro plan y he hecho que cada uno de ellos interprete una parte enteramente nueva de la música.
El motivo principal, que está destinado a impregnar la sinfonía, abre el primer movimiento. Es muy interesante que este motivo sea prácticamente la misma figura que la que abre otras dos obras, que representan las dos tradiciones que Franck pretendía fundir: el poema sinfónico Les Préludes de Liszt y el final del Cuarteto para Cuerdas en Fa mayor, Opus 135 de Beethoven, de estilo haydniano. Cuando la lenta introducción de Franck da paso a un allegro, oímos esta figura acelerada y sin embargo sin modificar. La versión lenta se escucha tres veces más, dos en imitación: en la recapitulación y al final del movimiento.

El segundo movimiento comienza con una melodía que se convierte en el acompañamiento del tema lírico del corno inglés. La descripción que hace Franck de los dos humores de este movimiento es exacta. El scherzo de la sección media se desarrolla a una velocidad exactamente tres veces mayor que la de la primera parte lenta, de modo que no es necesario anotar ninguna modificación de tiempo o de métrica. Así que Franck pudo combinar las ideas lenta y rápida simultáneamente hacia el final del movimiento.

El final tiene sus dos melodías principales propias, pero también trata extensamente el tema lírico del movimiento central y, finalmente, los dos temas del primer movimiento. Franck toma su inspiración tanto de Beethoven como de Wagner. Beethoven a menudo unificó obras de varios movimientos haciendo que los temas de los movimientos primeros fueran recordados en los últimos. El sistema de Wagner de leitmotiv proporcionó un medio por el cual una red de motivos distintos pudieran impregnar y unificar una gran composición completa. La contribución de Franck, que es más notable en el último movimiento de la Sinfonía en Re menor, fue aplicar la técnica operística de Wagner a la estructura sinfónica de Beethoven y por lo tanto ampliar los métodos de Beethoven de la derivación temática.

Aunque sus contemporáneos pueden haber deplorado la intrusión de las técnicas y armonías de Wagner en la consagrada tradición sinfónica de Beethoven, las ideas de Franck tienen tanto integridad como poder. Así que la sinfonía ha sobrevivido mucho más tiempo que las insignificantes polémicas con las que se enfrentó en el momento de su estreno.

Libres según - 20 /12/ 2009

Una de las actitudes que parece haber pasado a mejor vida en el mundo occidental, y desde luego en nuestro país, es la que engloba una serie de antiguas virtudes que, por lo visto, ya nadie considera tales. Llámenlas sobriedad, discreción, elegancia, austeridad, aversión a la histeria, al exceso y al pataleo, deseo de no importunar y de no crear más complicaciones de las existentes, de no dar la lata ni entorpecer las tareas de los demás. Llámenlas aguante, entereza, capacidad de encaje ante los reveses y los contratiempos, ganas de no desorbitar las cosas ni sacarlas de quicio, y por supuesto asunción de la propia responsabilidad. Todo eso, que era fundamental para la convivencia y para que cada cual realizara su trabajo con cierta eficacia y sin presiones inmerecidas, ha desaparecido de la faz de nuestras tierras. España, me temo, es el país que en mayor medida lo ha desterrado, de cuantos conozco, y sus ciudadanos se han convertido en los más exigentes, quejicas y despóticos, unos individuos (ya sé, hay excepciones) que creen tener derecho a todo y ningún deber; que, cuando cometen imprudencias a las que nadie los obliga, claman contra el Gobierno de turno si éste no se apresura a sacarles las castañas del fuego, espoleados por una caterva de periodistas, eminentemente televisivos, a los que nada gusta tanto como despotricar y exigir responsabilidades a quienes no las tienen.

No sé. Toda desgracia es lamentable, sentimos compasión por quienes las padecen, se las hayan buscado o no (ejem), y deseamos que logren salir de ellas. Pero, la verdad, yo no entiendo por qué el Estado -es decir, “los demás”- tiene o tenemos la culpa de que unos turistas naufraguen en aguas egipcias y no todos logren salvarse. Tampoco que sólo “los demás” la tengamos de que un atunero que faenaba fuera de la zona protegida haya sido capturado por piratas y sus tripulantes retenidos durante mes y medio. Ni que las familias de esos pescadores -que trabajan en el sector privado- se pongan de inmediato a “exigir” y “reclamar” cosas, algunas tan caprichosas como “una sala VIP” en el aeropuerto de Bilbao. Probablemente se la habrían brindado de todas formas para el encuentro con los secuestrados, pero, ¿de qué mentalidad proviene la idea de la “reclamación”? No hablemos de las nevadas de cada invierno: se anuncian, se desaconseja a los conductores que se echen a las carreteras. Éstos no hacen ni caso, luego se quedan atrapados durante horas, y quienes se la cargan son los meteorólogos, Protección Civil y el Gobierno, más o menos por no haber impedido la caída de copos desde el cielo. Si hay una riada y se inunda un pueblo, en seguida se ve a ciudadanos coléricos, azuzados por las televisiones, exclamando: “¿Dónde están las autoridades? Nos hemos quedado sin luz ni teléfono, y las tuberías están atascadas. ¿Cómo es posible que no se remedie todo al instante?” Pocos parecen capaces de razonar y decirse: “Hombre, con la tromba es normal que todo se haya ido al carajo. A ver si escampa y lo arreglan cuando puedan, buenamente”.

Asimismo ha desaparecido, o menguado, el sentimiento de gratitud. Si yo perteneciera a alguno de los cuerpos que echan una mano a la gente en apuros (si fuera bombero, policía, militar o reparador de desperfectos), estaría desesperado al comprobar que casi nadie da las gracias por las duras tareas o rescates que llevan a cabo, sino que lo normal es que los afectados se solivianten porque uno no ha actuado con la suficiente rapidez o -lo que es más cómico y más trágico- no ha adivinado que se iba a producir un incendio, una inundación, un atraco, un secuestro, un atentado, y no los ha impedido. Y qué decir de los médicos y las enfermeras. Suelen ser personas admirables, que hacen lo indecible por salvar vidas y curar enfermedades. Y, cuando nada pueden, son seguramente los primeros en lamentarlo. Pues bien, cada vez es más frecuente que los pacientes y sus familiares, lejos de facilitarles su tarea y sentir agradecimiento hacia ellos, se pongan hechos unos basiliscos cuando se les anuncia que por desgracia no hay remedio. “¿Cómo que no?”, gritan enfurecidos, y no es nada raro que peguen a la doctora o al enfermero. “Usted tiene que curar a mi padre de ciento dos años, y si no, es una inepta y se le va a caer el pelo, a usted y a la clínica entera”. En cuanto a los maestros y profesores, que se encargan de la noble y paciente misión de desasnar a los asnos (todos lo somos inicialmente), no sólo no reciben a menudo la gratitud de los progenitores de asnos, sino que les llegan sólo sus quejas, su ira e incluso sus agresiones, porque en el fondo esos padres están a su vez deficientemente desasnados y les debe de molestar que sus vástagos se hagan más civilizados que ellos.

Nuestros Gobiernos suelen ser pusilánimes y no se atreven a poner freno a esta creciente creencia, por parte de la población, de que todo le es debido; aunque sea ella sola, por su cuenta y riesgo, la que se meta en un berenjenal o se exponga a una estafa, “los demás” estamos obligados a salvarla o a resarcirla. Todavía estoy esperando a que algún dirigente se plante y lance este sencillo y razonable mensaje: los ciudadanos son libres siempre, luego deben hacerse responsables de sus actos y decisiones.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 20 de diciembre de 2009

sábado, 19 de diciembre de 2009

Y sin embargo te quiero


Me lo dijeron mil veces,
mas yo nunca quise poner atención.
Cuando vinieron los llantos
ya estabas muy dentro de mi corazón.

Te esperaba hasta muy tarde,
ningún reproche te hacía;
lo más que te preguntaba
era que si me querías.

Y, bajo tus besos,
en la madrugá,
sin que tú notaras la cruz de mi angustia
solía cantar:

Te quiero más que a mis ojos,
te quiero más que a mi vida,
más que al aire que respiro
y más que a la mare mía.

Que se me paren los pulsos
si te dejo de querer,
que las campanas me doblen
si te falto alguna vez.

Eres mi vida y mi muerte,
te lo juro, compañero;
no debía de quererte,
no debía de quererte
y sin embargo te quiero.

Vives con unas y con otras
y na se te importa de mi soledad;
sabes que tienes un hijo
y ni el apellido le vienes a dar.

Llorando junto a la cuna
me dan las claras del día.
Mi niño no tiene padre
¡Qué pena de suerte mía!

Anda, rey de España,
vamos a dormir,
y, sin darme cuenta, en vez de la nana
yo le canto así...

viernes, 18 de diciembre de 2009

Hasta siempre, Perla.


Títulos como ‘Desde que te fuiste’ (‘Since You Went Away’, John Cromwell, 1944), ‘Jennie’ (‘Portrait of Jennie’, William Dieterle, 1948) o ‘Duelo al sol’ (‘Duel in the Sun’, King Vidor, 1946) son citas obligadas para cualquier cinéfilo.

Su rostro podemos verlo en cintas como ‘La canción de Bernardette’ (‘The Song of Bernardette’, Henryb King, 1943), que obtuvo un éxito descomunal en la época y por la que la actriz ganó un Oscar, ‘Carrie’ de William Wyler, ‘Estación Termini’ (‘Stazione Termini’, Vittorio De Sica, 1953), ‘La calle del adiós’ (‘Love is a Many-Splendored Thing’, Henry King, 1955), la divertida ‘Cluny Brown’ (Ernest Lubitsch, 1946), o su última actuación para la pantalla grande, la espectacular ‘El coloso en llamas’, (‘The Towering Inferno’, Iriwin Allen y John Guillermin, 1974). Películas que permanecen en la memoria de cierto público, y que gracias a las televisiones, son desconocidas para las nuevas generaciones de cinéfilos.

Jennifer Jones falleció ayer en su casa de Malibú, a los 90 años de edad.

Hasta siempre, Perla.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Juntos

Me he reido pensando en ti.
Una risa grande y una lágrima incipiente,
como la linde del bosque,
han quebrantado
los límites del auto-engaño.
Me he imaginado una estampa,
llena de acordes azules
y dulce poesía de las glosas
de lo siglos olvidados;
Y he vuelto a reir. Hemos reido juntos,
como hacíamos entonces.
Llenos de ansiedad por el amor
cuando la fiebre entregaba
nuestras almas
sin pedir rescate alguno,
y Melisenda moría bajo la luna.
He perseguido el sueño y el trueno
y han relucido las manos del destino
en las sienes de una calavera.
Ya descubrí la verdad;
hace años.
Ahora la pongo en práctica para reir.
Con la risa amarga del que no espera nada.
Cuando has recorrido el filo
miras la llanura
con la sana lucidez de la preclaridad.
Yo hago este circunloquio...
otros lo llaman belleza, verdad, libertad y amor.
¿Qué más da?, me pregunto,
si puedes compartirlo
con otros ojos sinceros
y atravesar el mar que tumbó a Ahab
de la mano de un amigo.
Perderemos, si...pero juntos.

martes, 15 de diciembre de 2009

R.DARÍO: "LETANÍA DE NUESTRO SEÑOR DON QUIJOTE"

Rey de los hidalgos, señor de los tristes,
que de fuerza alientas y de ensueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión;
que nadie ha podido vencer todavía,
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón.

Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad...

¡Caballero errante de los caballeros,
varón de varones, príncipe de fieros,
par entre los pares, maestro, salud!
¡Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes,
entre los aplausos o entre los desdenes,
y entre las coronas y los parabienes
y las tonterías de la multitud!

¡Tú, para quien pocas fueron las victorias
antiguas y para quien clásicas glorias
serían apenas de ley y razón,
soportas elogios, memorias, discursos,
resistes certámenes, tarjetas, concursos,
y, teniendo a Orfeo, tienes a orfeón!

Escucha, divino Rolando del sueño,
a un enamorado de tu Clavileño,
y cuyo Pegaso relincha hacia ti;
escucha los versos de estas letanías,
hechas con las cosas de todos los días
y con otras que en lo misterioso vi.

¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida,
con el alma a tientas, con la fe perdida,
llenos de congojas y faltos de sol,
por advenedizas almas de manga ancha,
que ridiculizan el ser de la Mancha,
el ser generoso y el ser español!

¡Ruega por nosotros, que necesitamos
las mágicas rosas, los sublimes ramos
de laurel Pro nobis ora, gran señor.
¡Tiembla la floresta de laurel del mundo,
y antes que tu hermano vago, Segismundo,
el pálido Hamlet te ofrece una flor!

Ruega generoso, piadoso, orgulloso;
ruega casto, puro, celeste, animoso;
por nos intercede, suplica por nos,
pues casi ya estamos sin savia, sin brote,
sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,
sin piel y sin alas, sin Sancho y sin Dios.

De tantas tristezas, de dolores tantos
de los superhombres de Nietzsche, de cantos
áfonos, recetas que firma un doctor,
de las epidemias, de horribles blasfemias
de las Academias,
¡líbranos, Señor!

De rudos malsines,
falsos paladines,
y espíritus finos y blandos y ruines,
del hampa que sacia
su canallocracia
con burlar la gloria, la vida, el honor,
del puñal con gracia,
¡líbranos, Señor!

Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos,
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad...

¡Ora por nosotros, señor de los tristes
que de fuerza alientas y de ensueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión!
¡que nadie ha podido vencer todavía,
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón!

____Madrid, abril de 1905

Gibraltar Español.

Los guardias civiles son inocentes como criaturas. Tanto golpe de tricornio y bigotazo clásico, y luego salen pardillos vestidos de verde. A quién se le ocurre pedir instrucciones concretas al Gobierno español sobre cómo actuar en aguas próximas a Gibraltar, donde la Marina Real británica lleva tiempo acosándolos cuando sus Heineken se acercan a menos de tres millas del pedrusco, pese a que la colonia no tiene aguas jurisdiccionales. Cada vez que una lancha picolina anda por allí persiguiendo a narcotraficantes y demás gentuza, los de la Navy salen en plan flamenco a decirle que o ahueca el ala o se monta un desparrame, mientras la embajada británica denuncia «inaceptable violación de soberanía». Para más choteo, la marina de Su Graciosa usa boyas con la bandera española en sus prácticas de tiro, a fin de motivarse. Cada vez, nuestros sufridos guardias, «para evitar males mayores y siguiendo instrucciones», no tienen otra que dar media vuelta y enseñar la popa. Y claro. Como el papel es poco gallardo, algunas asociaciones profesionales de Picolandia piden que esas instrucciones se den de forma clara, para saber a qué atenerse. Porque hasta ahora, la única recibida de sus mandos es la de «seguir patrullando por las mismas aguas, pero evitar conflictos mayores». O sea, largarse de allí cada vez que los ingleses lo exijan. Que es cuando a éstos les sale del pitorro.

La verdad. No he hablado últimamente con el ministro Moratinos, ni con el ministro Pérez Rubalcaba. Ni últimamente, ni en mi puta vida. Pero eso no es obstáculo, u óbice, para que desde esta página me sienta cualificado –como cualquiera de ustedes– para despejar la incógnita que atormenta a nuestros picolinos náuticos. ¿Cuándo el ministerio español de Exteriores va a dar un puñetazo en la mesa?, preguntan. Y la respuesta es elemental, querido Watson. Nunca. Suponer a un ministro español dando puñetazos en una mesa inglesa, o somalí, requiere imaginación excesiva. Las instrucciones a la Guardia Civil puedo darlas yo mismo: obedecer toda intimación británica y no buscarle problemas al Gobierno, a riesgo de que los guardias chulitos acaben destinados forzosos en Bermeo, o por allí. Porque si insisten, y los detienen los ingleses, y se les ocurre resistirse a la detención, para qué le voy a contar, cabo Sánchez. Sujétese la teresiana. La instrucción, que ya regía en pleno esplendor cuando gobernaba el Pepé –a ése también se la endiñaban bien–, vale para todo incidente imaginable: desde ametrallamiento de bandera, a copita y puro de la Navy con las zódiacs de los narcos, pasando por submarinos nucleares con tubo de escape chungo y paradas navales con banda de música y majorettes. Por el mismo precio también incluye la opción de desembarco de los Royal Marines de maniobras en las playas de La Línea, como ocurrió hace unos años, y la sodomización sistemática de los agentes del servicio marítimo de la Guardia Civil o de Vigilancia Aduanera a quienes la marina inglesa, al mirarlos con prismáticos, encuentre atractivos. Todo sea por evitar conflictos mayores.

Y ahora, una vez claras las instrucciones –luego no digan que no son concretas–, una sugerencia: podríamos dejarnos ya de mascaradas. De teatro estúpido que ofende la inteligencia del personal, guardias civiles incluidos. Gibraltar no va a ser devuelto a España jamás, y ninguno de los gobiernos pasados, presentes ni futuros de este país miserable, con el Estado sometido a demolición sistemática y los ciudadanos en absoluta indefensión, está capacitado para sostener reivindicación ninguna, ni en Gibraltar ni en Móstoles. Y no es ya que los gibraltareños abominen de ser españoles. En esta España incierta y analfabeta, desgobernada desde hace siglos por sinvergüenzas que han hecho de ella su puerco negocio, lo que desearíamos algunos es ser gibraltareños, o franceses, o ingleses. Lo que sea, con tal de escapar de esta trampa. Huir de tanta impotencia, tanta ineptitud, tanta demagogia, tanto oportunismo y tanta mierda. Largarnos a cualquier sitio normal, donde no se te caiga la cara de vergüenza cuando ves el telediario. Lejos de esta sociedad apática, acrítica, suicida, históricamente enferma.

Podrían dejarse de cuentos chinos. Reconocer que España es el payaso de Europa, y que Gibraltar pertenece a quienes desde hace tres siglos lo defienden con eficacia, en buena parte porque nadie ha sabido disputárselo. Y porque la Costa del Sol, donde los gibraltareños y sus compadres británicos tienen las casas, el dinero y los negocios, se nutre de la colonia; y sin ésta esa tierra sería un escenario más, como tantos, de paro y miseria. Así que declaremos Gibraltar inglés de una maldita vez. Acabemos con este sainete imbécil, asumiendo los hechos. La Historia demuestra que la razón es de quien tiene el coraje de sostenerla. Nunca de las ratas cobardes, escondidas en su albañal mientras otros tiran de la cadena.

XLSemanal, 13 de Diciembre de 2009

The B52's - Rock Lobster


We were at a party
His ear lobe fell in the deep
Someone reached in and grabbed it
It was a rock lobster

Rock Lobster!!!

Rock Lobster!!!

We were at the beach
Everybody had matching towels
Somebody went under a dock
And there they saw a rock
It wasn't a rock
It was a rock lobster

Rock Lobster!!!

((High Pitched)) Rock Lobster!!!

Commotion in the ocean
His air hose broke
Lots of trouble
Lots of bubble
He was in a jam
Said the giant clam!!!

Rock, Rock
______________________________Oh yeeeah!!!!

domingo, 13 de diciembre de 2009

Cuento de Cecil Court. 13 /12 /2009

Me ha vuelto a ocurrir. Lo he vuelto a hacer, y esta vez me ha dado rabia. Al fin y al cabo, si no otra cosa, uno espera madurar con los años y dejar atrás las puerilidades. De poco me sirve que el mundo sea cada día más deliberadamente infantil, yo procuro no seguir su paso cuando el paso me parece idiota y un atraso, una regresión al primitivismo. Los lectores memoriosos quizá lo recuerden: hace más de un año, hablé aquí de dos figuras de madera policromada que hay en mi casa, y conté cómo una de ellas -un gaitero escocés- se coló no porque me gustara, sino por no querer yo separarla de su compañera -una especie de edecán hindú, que sí me había hecho mucha gracia-, con la que habría compartido escaparate durante largo tiempo en la vieja tienda madrileña de la que las rescaté. Primero me llevé al edecán, y a las pocas fechas volví por el gaitero, no lograba quitármelo de la cabeza, pensaba en su “soledad” repentina y para él incomprensible. Quizá sean arraigados reflejos de quienes de niños hemos jugado mucho con soldaditos: durante tantos años hemos atribuido emociones y sentimientos a las figuras que nos cuesta desprendernos de esa superstición. Vaya en mi descargo que tres de los más grandes escritores, Conrad, Faulkner y Proust, poco menos que han hecho “hablar” en sus libros a los barcos, a los muebles y a las ropas colgadas de los armarios, respectivamente. Tal vez no sea tan descabellado imaginar que los objetos inanimados tienen algo de vida. Lo que es seguro es que tienen su historia, aunque ellos no la conozcan.

Al relatar ahora mi nuevo desliz me expongo a no escasas burlas y proporciono munición a los detractores, eso que le preocupa que haga a mi amigo y colega Pérez-Reverte, más experto en blindajes. Bueno. Paseaba hace unas semanas por Cecil Court, en Londres, callejón de las librerías de viejo. Acabé por no entrar en ninguna, pero sí en una tienda de antigüedades modestas llamada Sullivan. Allí vi una figurita, una estatuilla de bronce (13 cms. de altura) que me divirtió sobremanera: un señorín muy trajeado, con levita, chaleco, pechera almidonada y pajarita, en una mano un bastoncillo y en la otra una chistera plegada. Su postura y su gesto tenían algo del dandy y algo del petimetre, un personaje optimista e inofensivo. Su pelo y su bigote me llevaron a acordarme de otro amigo, Eduardo Mendoza (sólo eso, el novelista nada tiene de petimetre); también de Conan Doyle, de uno de cuyos relatos bien podría haber salido, aunque tampoco habría desentonado en el Pickwick de Dickens. Un individuo de finales del XIX o principios del XX. A su lado, sin duda formando pareja -los mismos material, altura y estilo “escultórico”-, una bailarina, lo cual me hizo dudar de si la chistera plegada sería tal o un platillo para recoger monedas, y si no serían ambos, por tanto, gente de la farándula más o menos callejera. El señor Sullivan me confirmó que iban juntos, “pero no me importa venderlos por separado”, añadió, “si sólo le interesa el caballero”. En efecto, así como éste me cautivó al instante, la bailarina, como en su día el gaitero, era mucho más convencional y algo cursi (esos tutús las condenan siempre, hasta en los cuadros de Degas, en la vida real no digamos). El precio era barato para lo bien hechas que están las figuritas, una cantidad por las dos, la mitad por una suelta. Esta vez decidí no dejarme llevar por absurdos sentimentalismos. Sólo me gustaba el señorín, sólo él me compraría. El señor Sullivan me lo envolvió bien, para que no se le rompiera el delicado bastón durante el viaje. Lo metí entre la ropa para protegerlo más, y aquí está ahora en Madrid, junto a tres estatuillas más, una del mismísimo Conan Doyle, mucho más grande (32 cms.), y dos bustos, uno de su criatura Sherlock Holmes y otro de Laurence Sterne de joven, el autor de Tristram Shandy, novela que traduje hace ya más de treinta años.

Ya he dicho que esta vez me ha dado rabia. “Qué estúpido”, me decía cada vez que -ya lo adivinan- se me cruzaba el pensamiento por la cabeza. “¿Cómo puedo seguir siendo tan pipiolo y tan bobo, a mis años? Así no voy a llegar a ninguna parte. Se nos enseña que en la vida hay que ser duro, y si no soy capaz de serlo ni con los objetos inanimados, aviado voy, a cualquiera le pongo muy fácil tomarme el pelo”. Esto último no es grave, ya que uno de mis lemas, de hecho, como he contado en alguna ocasión, es “A veces un caballero debe dejarse engañar”, esto es, a sabiendas, y en el supuesto optimista de que yo sea un caballero. No me ayudó tampoco una amiga, que al ver al señorín y escuchar mi relato, se apiadó de inmediato de la bailarina abandonada. “Seguramente han estado siempre juntos”, me dijo, “desde que los hicieron. Si quieres yo misma te hago la gestión”. (Otro día hablaré de las amigas de buen corazón, que no contribuyen precisamente a que yo madure.) No hizo falta. El teléfono del señor Sullivan figuraba en su tarjeta. Lo llamé al lunes siguiente, le pedí que me enviara a la bailarina. Debe de estar ya en camino, preguntándose -es un decir, ya me entienden- hacia dónde viaja, por qué la obligan a atravesar el Canal, a salir de su vieja isla. Quizá no sospeche, todavía, que va a reencontrarse con su señorín de bastoncillo y chistera, al que seguramente creía haber perdido para siempre. Espero que no me la extravíe el correo. A estas alturas, tras tanta puerilidad, la verdad es que no me lo perdonaría.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 13 de diciembre de 2009

jueves, 10 de diciembre de 2009

Trakl.

EN LA OSCURIDAD
La primavera azul silencia el alma.
Bajo el húmedo ramaje del poniente
se hundió estremecida la frente de los amantes.
Oh, la cruz verdecida. En diálogo oscuro
se reconocieron hombre y mujer.
Junto al muro desnudo
camina con sus estrellas el solitario.
Sobre los senderos del bosque en claro de luna
reinó el desenfreno de cacerías olvidadas;
la mirada de lo azul
irrumpe de la roca derruida.

MELANCOLÍA
Sombras azuladas y esos ojos oscuros
que al pasar me miran hondamente.
El sonido del otoño se acompaña con guitarras
y en el jardín se disuelve su ceniza impura.
Las pesadumbres sombrías de la muerte
preparan sus delicadas manos.
De pechos opulentos beben descarnados labios
y en la piel dorada del niño solar
ondulan húmedos sus rizos.

Versión de Helmut Pfeiffer.


«Siempre se le hacía difícil arreglárselas con el mundo exterior, al tiempo que iba ahondándose cada vez más en el manantial de su creación poética... Bebedor y drogadicto empedernido, jamás le abandonaba su porte noble, de un temple espiritual fuera de lo común; no hay hombre que haya podido verle jamás tambalearse siquiera o ponerse impertinente cuando bebía, si bien a horas avanzadas de la noche su forma de hablar, por lo demás tan delicada y como rondando siempre a un mutismo inefable, se endurecía a menudo con el vino de una manera peculiar y entonces podía aguzarse en una malicia relampagueante. Pero por debajo, solía sufrir él más que aquéllos sobre cuyas cabezas descargaba como un rayo la daga de sus palabras en el corro enmudecido; pues en tales momentos parecía de una veracidad tal que le partiera auténticamente el corazón. Por lo demás, era un hombre callado, ensimismado, pero en modo alguno reservado; al contrario, sabía entenderse bondadoso y humano como el que más con gente sencilla y franca de cualquier clase social, de la más alta a la más baja, con que tuvieran el corazón "en su sitio", en particular con los niños. Bienes apenas le quedaban, tener libros siempre le pareció superfluo, y acabó "liquidando" por lo que le dieran todo su Dostoievski, al que veneraba fervientemente... Entonces estalló la guerra, y Trakl tuvo que ir al frente en su antiguo puesto de farmacéutico militar con un hospital volante. A Galitzia. Al principio aquello pareció romper el hielo y arrancarle a su pesadumbre. Pero luego, tras la retirada de Grodeck, recibí desde el hospital de plaza de Cracovia, adonde se le había llevado para observación por su estado psíquico, un par de cartas suyas que sonaban como llamadas de socorro de su alma. Me decidí sin tardar y salí hacia Cracovia. Allí tuve el último y conmovedor encuentro con mi inolvidable amigo. En Cracovia y de vuelta a Viena hice cuanto estuvo en mi mano por traerle de vuelta a los cuidados de casa. Pero apenas llegué allí [a Innsbruck] recibí la noticia de su muerte. Murió la noche del 3 al 4 de noviembre de 1914, tras un día de agonía, presuntamente por efecto de una dosis de veneno que ingirió; de todos modos su final está envuelto en la oscuridad, pues no se permitió estar a su lado a su asistente. Éste, un minero de Hallstatt adscrito a Sanidad, llamado Mathias Roth, fue el único ser humano que asistió de luto al entierro de Trakl». (T)


(Testimonio de Ludwig von Ficker, en Kurt PINTHUS (ed.), Menschheitsdämmerung. Ein Dokument des Expressionismus. (Lernmaterialien), Berlín: Ernst Rowohlt Verlag, 1920, traducción del pasaje de J.-L. Arántegui)


domingo, 6 de diciembre de 2009

Delitos legalizados - 6 /12/ 2009

Como ustedes recordarán, ha empezado a haber una tendencia en verdad alarmante en las últimas elecciones celebradas en nuestro país: en las localidades en que había alcaldes, concejales o consejeros autonómicos acusados de corrupción, esos individuos y sus respectivos partidos (sobre todo si se trataba del PP), lejos de ser castigados, han recibido un mayor número de votos que la vez anterior, es decir, se han visto premiados pese a las fuertes sospechas recaídas sobre ellos. Es cierto que, con la exasperante lentitud de la justicia –que ya casi nunca lo es–, la mayoría no estaban condenados ni tan siquiera juzgados. Así que limitémonos a las apariencias: cuanto más parece un político ser deshonesto, o directamente un ladrón o un rufián, más favorecido se ve por sus electores, más lo admiran éstos y más desean que sea él quien los siga gobernando. Si es evidente que ha mentido y que continúa haciéndolo, como es el caso del Presidente de Valencia Camps, o si se ha valido y se vale de toda clase de burdas marrullerías para acaparar poder, como es el caso de la Presidenta de Madrid Aguirre, su popularidad va en aumento y las encuestas les auguran contundentes victorias en las próximas citas electorales. Los partidos –en especial, de nuevo, el PP– están muy contentos al comprobar que, como ellos dicen, las fechorías o la falta de escrúpulos “no les pasan factura en las urnas”, sino más bien al contrario, y, en consecuencia, han aventado la peregrina idea de que esos hipotéticos pero probables triunfos equivaldrán a una “absolución” de cualquiera de los delitos atribuidos a sus cargos.

Cada vez que un artículo o un editorial se refieren de pasada a esta idea, la tildan de “perversión”. Sin duda lo es, pero también algo más: es aspirar a la abolición de las leyes y de los procesos judiciales por medio de un supuesto y falso plebiscito popular. En realidad el razonamiento subyacente –el sofisma– es este: “Hay una serie de actividades tipificadas como delito, sí; pero si los votantes, a sabiendas de que un político ha incurrido en ellas o tiene todas las trazas de haberlo hecho, deciden que ese individuo conserve su puesto y sus responsabilidades, y lo votan masivamente pese a las sospechas, todo el proceso debería pararse, su caso debería ser sobreseído y el sujeto en cuestión exonerado a todos los efectos. Los electores lo habrán absuelto y limpiado al renovarle su confianza”.

Lo que este razonamiento o sofisma no tiene en cuenta es que hay lugares y épocas en los que no sólo se envilecen muchos políticos, sino también sus votantes, o, si se me apura, el grueso de la población de un país, lo cual no obsta para que quienes rigen sus destinos, toman decisiones y dictan políticas criminales, incurran en delitos de los que tal vez, con suerte, habrán de responder algún día. Es indudable que en la Alemania nazi la inmensa mayoría de los ciudadanos aprobaba y aplaudía al régimen que los gobernaba. Éste contaba, de hecho, con un apoyo casi unánime, y fueron millares los alemanes que participaron de sus atrocidades, más o menos activamente. Otro tanto sucedió en la España de Franco, lo sé porque viví en ella desde mi nacimiento hasta los veinticuatro años. Desde hace ya muchos resulta que aquí nadie era franquista, pero lo cierto es que lo era casi todo el mundo, y que, de haber permitido este régimen la existencia de elecciones, Franco habría arrasado en ellas y habría sido votado con convicción y entusiasmo por la mayor parte de mis conciudadanos de los años cincuenta, sesenta y primeros setenta. ¿Acaso esos apoyos populares habrían “absuelto” a Hitler o a Franco de los innumerables crímenes que cometieron? ¿Les habría valido como defensa aducir que “cumplían el mandato” de sus respectivos pueblos, que no hicieron otra cosa que interpretar y satisfacer su voluntad? No me cabe duda de que hay pueblos enteros que son corresponsables de las salvajadas y barbaridades desencadenadas por sus dirigentes, y de que, en un mundo ideal, merecerían ser juzgados y condenados lo mismo que éstos. Pero, por un lado, la expresión “un pueblo entero” es por fuerza inexacta y exagerada: siempre hay excepciones, y nunca deben pagar justos por pecadores, aunque los pecadores hayan sido muchos más. Por otro, y por fortuna, no se debe ni se puede encarcelar a una nación, por muy criminaloide que se haya tornado temporalmente en su conjunto.

Ahora bien, los políticos tienen que asumir que son los representantes de los ciudadanos a todos los efectos, en las buenas y en las malas, y que hay una serie de delitos que lo seguirán siendo siempre –a menos que a nuestro mundo lo vuelvan enteramente del revés, como le está ocurriendo ya a Italia con la legalización de facto de todos los delitos en que haya podido incurrir Berlusconi–, independientemente de los antojos y veleidades de la población. Ahora hay muchos españoles a los que les parece bien despenalizar la corrupción, sobre todo si caen en ella políticos del PP. Pero, ¿quién nos dice que mañana esos mismos españoles, u otros, no querrán legalizar la violación o el asesinato, la tortura o los campos de concentración? Hay cosas que están por encima de la opinión circunstancial de las personas, no digamos del voto que depositen en una urna. Y, que yo sepa, a esos votos y a esas opiniones aún no se los ha facultado en ningún lugar para sustituir a las leyes, a los jueces y a los jurados, todavía menos para “absolver” a un criminal.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 6 de diciembre de 2009

sábado, 5 de diciembre de 2009

Spock's Beard-On A Perfect Day


From over the mountains
A gathering storm
A vision of empires fading
The wind and the water
The red sky's reborn
We're safe in a garden waiting

Lost in the light of our golden ages
Found in a book hidden on the pages
Words for a time we'll wake on a perfect day

Through cold stones and clover
A road built anew
The saints and the war they're winning
For home and for harvest
The wisdom that grew
The end of the fight beginning

Lost in the light of our golden ages
Found in a book hidden on the pages
Words for a time we'll wake on a perfect day

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Paul Naschy, el eterno licántropo del cine español


Fue dibujante para empresas discográficas y escritor de novelas de vaqueros; estudió Arquitectura y Ciencias Exactas -nunca acabó- y le encantaba levantar pesas -llegó a ser campeón de España-. Pero en la mente de Jacinto Molina Álvarez (o Paul Naschy) sólo había sitio para el cine.
El lunes por la noche falleció a los 75 años, víctima de un cáncer, y ese mundo que había idolatrado desde que de niño vio Frankenstein y el hombre lobo le devolvió el cariño con millones de mensajes por Internet de sus fans.

Molina nació en Madrid el 6 de septiembre de 1934. Hijo de un peletero, en sus memorias, Cuando las luces se apagan, recordaba que la primera película de terror que vio era en realidad apta para todos los públicos: Blancanieves y los siete enanitos. "Y me dio tanto miedo la bruja que me hice pis en los pantalones". Probablemente en ese momento debió decidir que quien daría miedo sería él. Tras aparecer como extra en Rey de reyes y 55 días en Pekín, escribe el guión en 1968 de La marca del hombre lobo, de León Klimovsky, que además protagoniza. Comienza así su carrera y cuando el filme se estrena en Alemania, el distribuidor germano le obliga a cambiar el nombre. Nace así Paul Naschy. "Jamás me he arrepentido de ese cambio. Sería de desagradecidos renegar de él", confesaba Molina de su álter ego.

Hasta en 14 ocasiones Naschy encarnó al licántropo con su personaje de Waldemar Daninsky. "Me fascina. Es un monstruo muy humano y fatalista", aseguraba. Entre esta serie destacan La noche de Walpurgis (1971), Doctor Jekyll y el hombre lobo (1972) o Licántropo (1996). "Hacer de hombre lobo exige una gran fuerza física y capacidad de actuación. No hay nadie así en el cine español. Bueno, tal vez Javier Bardem".

Trabajó constantemente, sin descanso, hasta completar más de cien filmes. "En los ochenta, con las dañinas subvenciones a fondo perdido, tuve unos años de parón. Ahora sólo me retiraría la salud", comentó en el estreno de School killer en 2001. Encarnó al conde Drácula, a la momia, a demonios, a zombies, a jorobados, a cualquier personaje que le resultara atractivo. "Me gusta el cine para soñar y ejercitar la imaginación, no para revivir los problemas diarios". En su espectacular tour de force El aullido del diablo (1987), llegó a interpretar a ocho personajes. De ahí su sobrenombre de "El Lon Chaney español", por su facilidad para las mil caras.

Pero reducir el talento de Naschy a ese apodo es olvidar que dirigió 14 películas (tenía la última, la 15ª, Empusa, a punto, tras retomar un rodaje que se interrumpió con la muerte el año pasado de su amigo y director Carlos Aured) y escribió 40 guiones. "Mi aportación a la historia de nuestro cine puede que haya sido pequeña, pero existe".

Y cómo. Todos los amantes mundiales del género del fantaterror (el cine fantástico y de terror) idolatraban sus películas y su figura. En persona, Molina era encantador, jovial, de mirada amable que sólo transformaba en volcánica en la pantalla, siempre atento con sus admiradores, muy musculoso -seguía yendo al gimnasio hasta sus últimos años-, dispuesto a trabajar en filmes de debutantes y a cultivar su leyenda. "La leyenda no la haces tú, la crean los demás. Así que no soy responsable de eso". Por su pasión, cuando los proyectos decaen en los setenta, tras filmes de terror como La rebelión de las muertas; Jack, el destripador de Londres o Una libélula para cada muerto, que mezcló con policiacos como El francotirador o Comando Txiquía, muerte de un presidente, Naschy empieza a trabajar con productoras japonesas, para las que dirige documentales culturales y películas con referencias niponas como La bestia y la espada mágica o El carnaval de las bestias.

Con la resurrección del género en España, los nuevos realizadores le llamaron para pequeños personajes, que él cuidó con su cariño habitual: School killer, Mucha sangre, Rottweiler o Rojo sangre. Además no cerró la puerta a filmes "más serios" como Octavia, La gran vida o Érase otra vez, el primer dogma español. Incluso mejoró su inglés para rodar en Hollywood, ya que en EE UU y Japón era famosísimo. El 22 de enero se estrenará su último trabajo, La herencia Valdemar.

Paul Naschy entró en el Hall of Fame del cine fantaterror junto a Tim Burton, recibió la Medalla de Oro al Mérito en Bellas Artes en 2001, fue homenajeado en los festivales de Sitges y de Oporto (el popular Fantasporto) y recibió el galardón Carl Laemme. La industria española nunca supo qué hacer con él, y en los últimos dos meses un movimiento en Internet había solicitado firmas para que recibiera el Goya de honor. Ya no habrá tiempo para remediar tamaño error.