Como ustedes recordarán, ha empezado a haber una tendencia en verdad alarmante en las últimas elecciones celebradas en nuestro país: en las localidades en que había alcaldes, concejales o consejeros autonómicos acusados de corrupción, esos individuos y sus respectivos partidos (sobre todo si se trataba del PP), lejos de ser castigados, han recibido un mayor número de votos que la vez anterior, es decir, se han visto premiados pese a las fuertes sospechas recaídas sobre ellos. Es cierto que, con la exasperante lentitud de la justicia –que ya casi nunca lo es–, la mayoría no estaban condenados ni tan siquiera juzgados. Así que limitémonos a las apariencias: cuanto más parece un político ser deshonesto, o directamente un ladrón o un rufián, más favorecido se ve por sus electores, más lo admiran éstos y más desean que sea él quien los siga gobernando. Si es evidente que ha mentido y que continúa haciéndolo, como es el caso del Presidente de Valencia Camps, o si se ha valido y se vale de toda clase de burdas marrullerías para acaparar poder, como es el caso de la Presidenta de Madrid Aguirre, su popularidad va en aumento y las encuestas les auguran contundentes victorias en las próximas citas electorales. Los partidos –en especial, de nuevo, el PP– están muy contentos al comprobar que, como ellos dicen, las fechorías o la falta de escrúpulos “no les pasan factura en las urnas”, sino más bien al contrario, y, en consecuencia, han aventado la peregrina idea de que esos hipotéticos pero probables triunfos equivaldrán a una “absolución” de cualquiera de los delitos atribuidos a sus cargos.
Cada vez que un artículo o un editorial se refieren de pasada a esta idea, la tildan de “perversión”. Sin duda lo es, pero también algo más: es aspirar a la abolición de las leyes y de los procesos judiciales por medio de un supuesto y falso plebiscito popular. En realidad el razonamiento subyacente –el sofisma– es este: “Hay una serie de actividades tipificadas como delito, sí; pero si los votantes, a sabiendas de que un político ha incurrido en ellas o tiene todas las trazas de haberlo hecho, deciden que ese individuo conserve su puesto y sus responsabilidades, y lo votan masivamente pese a las sospechas, todo el proceso debería pararse, su caso debería ser sobreseído y el sujeto en cuestión exonerado a todos los efectos. Los electores lo habrán absuelto y limpiado al renovarle su confianza”.
Lo que este razonamiento o sofisma no tiene en cuenta es que hay lugares y épocas en los que no sólo se envilecen muchos políticos, sino también sus votantes, o, si se me apura, el grueso de la población de un país, lo cual no obsta para que quienes rigen sus destinos, toman decisiones y dictan políticas criminales, incurran en delitos de los que tal vez, con suerte, habrán de responder algún día. Es indudable que en la Alemania nazi la inmensa mayoría de los ciudadanos aprobaba y aplaudía al régimen que los gobernaba. Éste contaba, de hecho, con un apoyo casi unánime, y fueron millares los alemanes que participaron de sus atrocidades, más o menos activamente. Otro tanto sucedió en la España de Franco, lo sé porque viví en ella desde mi nacimiento hasta los veinticuatro años. Desde hace ya muchos resulta que aquí nadie era franquista, pero lo cierto es que lo era casi todo el mundo, y que, de haber permitido este régimen la existencia de elecciones, Franco habría arrasado en ellas y habría sido votado con convicción y entusiasmo por la mayor parte de mis conciudadanos de los años cincuenta, sesenta y primeros setenta. ¿Acaso esos apoyos populares habrían “absuelto” a Hitler o a Franco de los innumerables crímenes que cometieron? ¿Les habría valido como defensa aducir que “cumplían el mandato” de sus respectivos pueblos, que no hicieron otra cosa que interpretar y satisfacer su voluntad? No me cabe duda de que hay pueblos enteros que son corresponsables de las salvajadas y barbaridades desencadenadas por sus dirigentes, y de que, en un mundo ideal, merecerían ser juzgados y condenados lo mismo que éstos. Pero, por un lado, la expresión “un pueblo entero” es por fuerza inexacta y exagerada: siempre hay excepciones, y nunca deben pagar justos por pecadores, aunque los pecadores hayan sido muchos más. Por otro, y por fortuna, no se debe ni se puede encarcelar a una nación, por muy criminaloide que se haya tornado temporalmente en su conjunto.
Ahora bien, los políticos tienen que asumir que son los representantes de los ciudadanos a todos los efectos, en las buenas y en las malas, y que hay una serie de delitos que lo seguirán siendo siempre –a menos que a nuestro mundo lo vuelvan enteramente del revés, como le está ocurriendo ya a Italia con la legalización de facto de todos los delitos en que haya podido incurrir Berlusconi–, independientemente de los antojos y veleidades de la población. Ahora hay muchos españoles a los que les parece bien despenalizar la corrupción, sobre todo si caen en ella políticos del PP. Pero, ¿quién nos dice que mañana esos mismos españoles, u otros, no querrán legalizar la violación o el asesinato, la tortura o los campos de concentración? Hay cosas que están por encima de la opinión circunstancial de las personas, no digamos del voto que depositen en una urna. Y, que yo sepa, a esos votos y a esas opiniones aún no se los ha facultado en ningún lugar para sustituir a las leyes, a los jueces y a los jurados, todavía menos para “absolver” a un criminal.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 6 de diciembre de 2009
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