domingo, 27 de diciembre de 2009

Cuento de New Haven. 27 /12/ 2009

Nunca había tardado tanto en volver a un sitio y a una casa en los que viví, de donde de hecho proceden la mayoría de mis primeros recuerdos. Desde el curso 1955-56, es decir, más de medio siglo. Para que se hagan mejor idea, entonces habían transcurrido sólo diez años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, algo hoy tan remoto y conmemorable que más parece ficción que realidad. En España aún no había televisión, y faltaba un lustro para que Kennedy fuera Presidente, o para que empezara la historia de la serie televisiva Mad Men, que hoy vemos como una tarea arqueológica de reconstrucción de los sesenta. En aquel curso yo tenía cuatro años y vivía en New Haven, Connecticut, con mis padres, mis tres hermanos y un amigo de la familia que nos acompañó, Don Heliodoro Carpintero, encargado de enseñarnos (a mí, en concreto, a leer y escribir), ya que mi madre prefirió que no asistiéramos al colegio por temor a la mucha polio existente en aquella época en los Estados Unidos. Mi padre había sido contratado por la Universidad de Yale, que tiene sus sedes, o parte de ellas, en esa pequeña ciudad de New Haven. Era la segunda estancia de la familia entera en ese país (la primera, al poco de nacer yo, en 1951-52, en Wellesley, Massachusetts). Luego vendrían incontables más de mi padre solo, así se ganó en buena medida la vida, al haberle prohibido el régimen de Franco enseñar en la Universidad española. Algunos lectores sabrán ya todo esto, pero otros no. Me disculpo con los primeros por la repetición.

Ahora, durante una reciente estancia en Nueva York, un día debí desplazarme hasta Yale, para dar allí una charla. Me acompañaba mi editora, la encantadora y estimulante Barbara Epler, de New Directions. Llegamos con algo de tiempo y yo sabía las señas de la casa en la que se iniciaron mis recuerdos: el 240 de Lawrence Street. Así que le preguntamos al amable chófer si esa calle nos apartaba mucho de nuestro camino. “Oh no”, contestó, “no nos desviará apenas, está aquí mismo”. Según nos íbamos acercando, todo me resultaba familiar, y la casa de dos pisos, aunque parecida a otras muchas de la zona y aun de Nueva Inglaterra en general, me fue mucho más que familiar: durante unos minutos, volvió a ser mi casa, o lo que allí llaman “home”. Era reconocible el porche con sus escalones, y el jardín trasero, y las amplias ventanas iluminadas (estaba a punto de ponerse el sol), y sólo tengo la duda de si su color era el mismo, puede ser, ahora estaba pintada de un gris oscuro. También un grueso y enorme árbol ante su fachada. Estuve allí un breve rato, mirándola. Yo dormía en una habitación del piso de arriba, elevé los ojos, pensé: “Podía ser ahí, tras esa ventana”. Barbara me sugirió llamar al timbre y preguntar a los inquilinos si podía entrar: “La gente hace eso”, me dijo. Pero no me atreví.

Más tarde, al comentar esta visita con los profesores de Yale, me preguntaron si conservaba recuerdos de aquella estancia, esperando más bien que les dijera que no. Pero claro que lo recuerdo casi todo, y las imágenes se me agolparon. Me vi en mi alcoba de New Haven, mirando unos avioncitos que colgaban del techo y que era lo último que veía antes de dormirme, recortándose contra la tenue luz nocturna del exterior. Incluso utilicé esa imagen en una novela, hace tiempo. Supongo que ocupábamos la casa de algún profesor que estaba de sabático aquel curso, y que tendría algún hijo, al que pertenecían los avioncitos. Me veo caminando sobre la nieve, muy abrigado, el sonido de mis pequeños pasos sobre ella no lo he olvidado jamás. Veo el garaje que había al fondo del jardín trasero, donde según mi hermano Miguel se ocultaba un hombre con gabardina, y por eso nos daba miedo acercarnos hasta allí. Veo a Álvaro jugando con unas manzanas muy rojas y a Fernando (no el novelista Marías Amondo, sino el historiador del arte) a punto de atrapar una ardilla –o eso creíamos, son bien escurridizas– que trepaba por el árbol grande la víspera de nuestra marcha. Siempre nos lamentamos de eso, pues nuestra idea era habérnosla traído a Madrid. Me veo sentado al pie de la escalera, un día en que me castigaron sin almorzar por negarme a comer lo que había, gritando como teatral alma en pena: “¡Me muero de hambre! ¡Que me muero de hambre!” Nos veo a mis hermanos y a mí echando carreras, valla por medio, con el perro de una niña vecina cuyo nombre supe alguna vez. Me veo escribiendo mi nombre del revés, al ser zurdo, y siendo corregido por Don Heliodoro para mi indignación, porque yo había puesto primero la X, luego la A, la V, etc, pero lo que se leía, me decían ante mi incomprensión, era “SAIRAM REIVAX”, mi madre me bautizó con X. Sé que también esto lo he contado, y me vuelvo a disculpar. Pero es que ahora no fue un recuerdo, sino una visión. Siempre he dicho que el espacio es el verdadero depositario del tiempo, el que permite su comprensión y la reaparición momentánea del que ya se ha ido. Durante años, mis hermanos y yo preguntábamos a nuestros padres: “¿Y cuándo vamos a volver a New Haven?”, en la creencia infantil de que todos los lugares vividos están siempre a mano, están ahí. No pensaba entonces que tardaría cincuenta y cuatro años en regresar, muy brevemente. Pero ahí he estado, y el día ha llegado. Aunque estuviera solo y tanto Don Heliodoro como mis padres hayan muerto, los he vuelvo a ver en el 240 de Lawrence Street, en New Haven. La casa y el árbol son testigos, permanecen en pie.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 27 de diciembre de 2009

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