martes, 22 de diciembre de 2009

Libres según - 20 /12/ 2009

Una de las actitudes que parece haber pasado a mejor vida en el mundo occidental, y desde luego en nuestro país, es la que engloba una serie de antiguas virtudes que, por lo visto, ya nadie considera tales. Llámenlas sobriedad, discreción, elegancia, austeridad, aversión a la histeria, al exceso y al pataleo, deseo de no importunar y de no crear más complicaciones de las existentes, de no dar la lata ni entorpecer las tareas de los demás. Llámenlas aguante, entereza, capacidad de encaje ante los reveses y los contratiempos, ganas de no desorbitar las cosas ni sacarlas de quicio, y por supuesto asunción de la propia responsabilidad. Todo eso, que era fundamental para la convivencia y para que cada cual realizara su trabajo con cierta eficacia y sin presiones inmerecidas, ha desaparecido de la faz de nuestras tierras. España, me temo, es el país que en mayor medida lo ha desterrado, de cuantos conozco, y sus ciudadanos se han convertido en los más exigentes, quejicas y despóticos, unos individuos (ya sé, hay excepciones) que creen tener derecho a todo y ningún deber; que, cuando cometen imprudencias a las que nadie los obliga, claman contra el Gobierno de turno si éste no se apresura a sacarles las castañas del fuego, espoleados por una caterva de periodistas, eminentemente televisivos, a los que nada gusta tanto como despotricar y exigir responsabilidades a quienes no las tienen.

No sé. Toda desgracia es lamentable, sentimos compasión por quienes las padecen, se las hayan buscado o no (ejem), y deseamos que logren salir de ellas. Pero, la verdad, yo no entiendo por qué el Estado -es decir, “los demás”- tiene o tenemos la culpa de que unos turistas naufraguen en aguas egipcias y no todos logren salvarse. Tampoco que sólo “los demás” la tengamos de que un atunero que faenaba fuera de la zona protegida haya sido capturado por piratas y sus tripulantes retenidos durante mes y medio. Ni que las familias de esos pescadores -que trabajan en el sector privado- se pongan de inmediato a “exigir” y “reclamar” cosas, algunas tan caprichosas como “una sala VIP” en el aeropuerto de Bilbao. Probablemente se la habrían brindado de todas formas para el encuentro con los secuestrados, pero, ¿de qué mentalidad proviene la idea de la “reclamación”? No hablemos de las nevadas de cada invierno: se anuncian, se desaconseja a los conductores que se echen a las carreteras. Éstos no hacen ni caso, luego se quedan atrapados durante horas, y quienes se la cargan son los meteorólogos, Protección Civil y el Gobierno, más o menos por no haber impedido la caída de copos desde el cielo. Si hay una riada y se inunda un pueblo, en seguida se ve a ciudadanos coléricos, azuzados por las televisiones, exclamando: “¿Dónde están las autoridades? Nos hemos quedado sin luz ni teléfono, y las tuberías están atascadas. ¿Cómo es posible que no se remedie todo al instante?” Pocos parecen capaces de razonar y decirse: “Hombre, con la tromba es normal que todo se haya ido al carajo. A ver si escampa y lo arreglan cuando puedan, buenamente”.

Asimismo ha desaparecido, o menguado, el sentimiento de gratitud. Si yo perteneciera a alguno de los cuerpos que echan una mano a la gente en apuros (si fuera bombero, policía, militar o reparador de desperfectos), estaría desesperado al comprobar que casi nadie da las gracias por las duras tareas o rescates que llevan a cabo, sino que lo normal es que los afectados se solivianten porque uno no ha actuado con la suficiente rapidez o -lo que es más cómico y más trágico- no ha adivinado que se iba a producir un incendio, una inundación, un atraco, un secuestro, un atentado, y no los ha impedido. Y qué decir de los médicos y las enfermeras. Suelen ser personas admirables, que hacen lo indecible por salvar vidas y curar enfermedades. Y, cuando nada pueden, son seguramente los primeros en lamentarlo. Pues bien, cada vez es más frecuente que los pacientes y sus familiares, lejos de facilitarles su tarea y sentir agradecimiento hacia ellos, se pongan hechos unos basiliscos cuando se les anuncia que por desgracia no hay remedio. “¿Cómo que no?”, gritan enfurecidos, y no es nada raro que peguen a la doctora o al enfermero. “Usted tiene que curar a mi padre de ciento dos años, y si no, es una inepta y se le va a caer el pelo, a usted y a la clínica entera”. En cuanto a los maestros y profesores, que se encargan de la noble y paciente misión de desasnar a los asnos (todos lo somos inicialmente), no sólo no reciben a menudo la gratitud de los progenitores de asnos, sino que les llegan sólo sus quejas, su ira e incluso sus agresiones, porque en el fondo esos padres están a su vez deficientemente desasnados y les debe de molestar que sus vástagos se hagan más civilizados que ellos.

Nuestros Gobiernos suelen ser pusilánimes y no se atreven a poner freno a esta creciente creencia, por parte de la población, de que todo le es debido; aunque sea ella sola, por su cuenta y riesgo, la que se meta en un berenjenal o se exponga a una estafa, “los demás” estamos obligados a salvarla o a resarcirla. Todavía estoy esperando a que algún dirigente se plante y lance este sencillo y razonable mensaje: los ciudadanos son libres siempre, luego deben hacerse responsables de sus actos y decisiones.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 20 de diciembre de 2009

1 comentario:

Al Herrera dijo...

La impotencia de saber que no se tiene la suficiente potencia... Suele pasar, tienes razón, y eso se lo atribuyo (muy, muy personalmente) a la fé. La fé en absolutamente lo que sea, sea religión, sea política, sea fútbol. No podemos estar atenidos a la voluntad y caridad de los demás. Conforme los poderes se han establecido, a lo largo de la historia del hombre, nos hemos olvidado porqué somos seres superiores: porque podemos hacer las cosas que otros no.
Espero no haberte ofendido con alguno de mis comentarios, me ha gustado leerte.