domingo, 14 de marzo de 2010

Esa cara me suena. 14 /03/ 2010.

He oído contar que algunos ministros, subsecretarios, presidentes autonómicos y alcaldes, cuando pierden sus cargos, atraviesan un periodo de depresión y sobre todo de desconcierto. No es sólo que de repente nadie los llame, tras haber pasado una temporada de su vida agobiados y halagados por la actividad frenética y las peticiones; no es sólo que dejen de sentirse fundamentales y se perciban súbitamente como inútiles, y que ya no se solicite su presencia hasta hacía poco tan codiciada; ni siquiera que carezcan de poder decisorio tras haberlo disfrutado e incluso haber abusado de él sin escrúpulos. Al parecer se quedan perplejos al encontrarse sin ayudantes ni secretarios ni telefonistas, al tener que hacer por sí mismos las cosas más normales. Recuerdo que me hablaron de uno que se quedó estupefacto cuando redescubrió que le tocaba ir al estanco si quería tabaco, acostumbrado como había estado a que se lo trajera un ordenanza y a no molestarse nunca con los recados de la vida diaria; cuando volvió a encontrarse con dificultades para pillar un taxi en hora punta, después de años con un coche oficial a su permanente disposición; cuando se vio haciendo cola para la ópera o para un teatro, tras haber gozado de la seguridad de un palco en cualquier espectáculo que se le antojara ver.

Me acordé de esto hace unos días cuando vi en televisión, en segundo término (ella no era el objeto de la noticia), a una ex-ministra bastante reciente y me costó caer en la cuenta de quién era. “Esta cara me suena mucho”, pensé, “¿de qué la conozco?”, sin ni siquiera estar seguro de si era alguien a quien había visto en la vida real o sólo en fotos y telediarios. Tuve que hacer un inverosímil esfuerzo para ponerle nombre: “Ah, claro, pero si es aquella ministra que tanto dio que hablar y a la que contemplábamos a diario en la prensa, en realidad hace muy poco”. Es cierto que esto puede ocurrirnos con cualquier rostro “famoso” que se pasa de moda: el de un actor o un cantante, el de un deportista una vez retirado, el de un escritor o un pintor célebres. Todos nos hemos sorprendido alguna vez, de hecho, al leer la necrológica de alguien a quien creíamos muerto hacía siglos. La última vez que me sucedió fue con la actriz Jennifer Jones, fallecida hace unos meses, y a quien casi creía enterrada desde que la mató Gregory Peck en Duelo al sol, cuando interpretaba a la vehemente mestiza Perla Chávez. En nuestra época es inconcebible la rapidez con que se fagocita y olvida todo, a la cual contribuye, además, la proliferación de torneos, acontecimientos, galas, hitos y premios. ¿Qué película ganó el Oscar del año pasado? Me resulta imposible recordarlo a bote pronto, más aún quiénes se llevaron los de mejores actor y actriz, y eso que me gusta el cine. Sé qué equipo se alzó con la última Copa de Europa porque fue español, el Barcelona, pero si me preguntaran por el anterior campeón tendría que hacer un considerable esfuerzo de memoria y aun así me cabrían dudas. Lo mismo me sucede con el último vencedor del Tour, un español, pero en modo alguno sé quién lo antecedió en ese podio. En cuanto al Premio Nobel de Literatura, está reciente su concesión a Müller, pero si debo decir quién lo obtuvo en la anterior edición, hay un blanco en mi cabeza. ¿Qué decir del Cervantes o del Príncipe de Asturias, del Nacional de Narrativa o del de la Crítica? Por no hablar de los incontables premios que organiza el Grupo Planeta y que suelen ir ganando los mismos autores en rueda (el propio Planeta, el Primavera, el Nadal, el Biblioteca Breve, el Fernando Lara y qué sé yo cuántos más). ¿Quién ganó la Copa de la UEFA? Ni idea. ¿Y la Vuelta a España? ¿Y los más recientes Wimbledon y Roland Garros? ¿Y los Festivales de Cannes, Venecia, Berlín o San Sebastián? No hablemos de los Goya del año pasado, o de los Bafta, o de los César, o de los Golden Globe Awards y los Grammy. Casi nadie recuerda nada y a casi nadie le importa, más allá de un minuto. La gente se afana y trampea por triunfar en competiciones u obtener distinciones que cada día dejan menos huella, entre otras razones porque hay demasiadas y nuestra memoria no da abasto. Ganar o perder viene a dar lo mismo.

Si esto ocurre con quienes más o menos dependen de su mérito, ¿cómo es que los políticos son tan arrogantes e ingenuos para creer que sus personas tienen alguna importancia? ¿Cómo es que se los ve tan satisfechos y envanecidos, a menudo tan farrucos y desdeñosos, si deberían estar muy al tanto de que sólo los ha elegido un gerifalte de su partido y de que a la mayoría no los conocía ni dios antes de que los designaran para tal o cual cargo? Los que tienen “tirón electoral” son cuatro gatos, y el resto está donde está de prestadillo, por capricho, amistad o pacto. Todos son carne de olvido. ¿Quién recuerda hoy a los ministros de González o Suárez, no digamos a los de Franco, con alguna excepción que confirma la regla? ¿Quién recuerda a quienes se sintieron casi omnipotentes un día? Todos deberían mirarse cada mañana en el espejo y decirse: “Estoy aquí para prestar un servicio y por mí mismo no soy nadie. Mi destino es volver a ir por tabaco al estanco y vérmelas y deseármelas para encontrar un taxi, como cualquiera de esos ciudadanos a los que hoy mando y maltrato. Dentro de un tiempo esta cara aparecerá por azar en la televisión y la gente se dirá ‘Me suena’, y ni siquiera acertará a ponerle mi nombre”.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 14 de marzo de 2010

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