Escena primera. Se habrán dado cuenta de que las personas que están delante de uno en cualquier tipo de cola tardan siglos en solventar sus asuntos. Si es la de un cajero automático, se pasan larguísimo rato desentrañando los diferentes pasos que hay que dar para algo tan simple como sacar dinero o consultar un saldo, como si siempre fuera la primera vez, o bien llevan a cabo infinitas operaciones distintas, una tras otra, hasta el punto de que uno se pregunta si estarán confundiendo la pantalla con la de un vídeojuego o con el panel de una máquina tragaperras. Cuando por fin le llega a uno su turno, tarda pocos segundos en hacer lo que se proponía. Aquí cabe la duda de si medimos injustamente el tiempo propio y el de los demás, el de la actividad y el de la espera. La duda se disipa cuando uno decide intercalar otro recado y regresar más tarde, y a menudo se encuentra con que el sujeto que bloqueaba el cajero todavía permanece allí, como si estuviera ante un jeroglífico.
Escena segunda. Lo mismo, pero agravado, ocurre en la cola de una agencia de viajes o de cualquier taquilla. Parece que quienes lo preceden a uno empiecen a pensar en el recorrido que desean efectuar, en el día, la hora y el medio de locomoción, sólo una vez que ya están en la agencia o en la estación. Le llegan a uno retazos de disquisiciones sin fin, de dudas existenciales que se podían haber resuelto en casa, de perplejidades cuando la persona en cuestión se entera, allí mismo, de que a Tenerife es imposible llegar por ferrocarril y cosas por el estilo. Yo he visto tirar de mapa a las empleadas, desplegarlo ante los ojos del cliente e intentar demostrarle que entre Barcelona y Mallorca hay mar.
Escena tercera. En todas partes, y en las tiendas no digamos, existe un tipo de comprador particularmente sádico. Es aquel que va anunciando que ya está a punto de terminar sus gestiones: “Y, por último …”, suele decir. Cuando oigan eso, desesperen, porque es siempre mentira. A quien eso proclama es seguro que aún le quedan tres o cuatro consultas más. Otra modalidad es la del individuo que, cuando ya ha acabado, ha pagado y parece que se dispone a marcharse, se acuerda de algo más: “Ah, y deme también una goma de borrar”. El de la papelería busca gomas, el cliente duda, por fin se decide por una, aquél se la envuelve, se la cobra aparte, y, cuando uno cree que todo ha concluido de veras, el sádico añade: “Ah, una cosita más …” Y cuando esa cosita más ha sido servida, y envuelta, y cobrada, el torturador todavía preguntará dónde queda una calle, o dónde puede encontrar sandías por la zona, o cualquier otra cosa que ya nada tenga que ver con la tienda en cuestión. Me alegro de no portar armas normalmente, porque a estas alturas ya estaría cumpliendo varias penas por homicidio.
Escena cuarta. Lo normal es que toda compra o gestión se vea además interrumpida y alargada por un par de llamadas telefónicas, que el dependiente, cajero del banco o taquillero atenderá inmediatamente con gran solicitud. A ninguno se le ocurre que la presencia física de alguien –que ha esperado lo suyo a ser atendido– debería tener absoluta prioridad sobre una mera voz que, de hecho, se está colando con impunidad. Es al revés: el cliente que se ha tomado la molestia de desplazarse hasta el lugar será siempre postergado en favor del comodón que llama desde su casa o su móvil para preguntar cualquier sandez.
Escena quinta. Es frecuente, asimismo, que los empleados sean bisoños o ineptos y requieran la ayuda de un compañero. Por lo general ese compañero al que se recurre es el que está atendiéndolo a uno, y si éste no basta, se reclama a un tercero. Yo me he encontrado con frecuencia privado del que por fin se ocupaba de mí mientras tres de ellos se volcaban en solucionar las vacilaciones del pelma de turno. Confieso que también en estas ocasiones he deseado estrangular con mis manos, al no soler portar armas, como he dicho.
Escena sexta. Uno asiste a la conferencia o charla de un escritor, por ejemplo, al que le interesa oír. Se encuentra con que junto a él hay sentadas otras tres personas, pese a que lo anunciado no era un coloquio ni una mesa redonda. Una de ellas está allí para presentar a las otras dos, las cuales están para presentarse la una a la otra y de paso al escritor. Lo más probable es que empiecen diciendo: “Fulanito de Tal no necesita presentación …” Mal asunto, porque a continuación, y en vista de eso, enumerarán desde la fecha de su nacimiento hasta su última publicación, cuanto puede leerse en una solapa de libro o en Internet. El principal presentador del escritor saca entonces unos folios y anuncia que va a leer “algo muy breve”. Pésimo asunto, porque es garantía de que será larguísimo y aburrido y de que consumirá buena parte del tiempo destinado a la intervención del conferenciante. A veces éste tiene que tomar un tren o un avión justo después, y lo advierte, pero eso no impedirá que ninguno de los presentadores de los presentadores renuncie a sus minutos de pequeña gloria microfónica. Reconozco que en más de una ocasión mi exasperación, y las miradas al amenazador reloj, me han llevado a largarme sin oírle abrir la boca a quien había ido a escuchar.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 7 de marzo de 2010
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