viernes, 5 de noviembre de 2010
APR - "Fantasmas de Los Balcanes". 2007.
Llevo mucho tiempo sin querer saber nada del asunto. Me refiero a Bosnia, Croacia y todo aquello. Cada vez que en la tele aparece una noticia sobre el particular, cambio de canal o me largo. Eso incluye a mis amigos de entonces. Cuando estoy con Márquez, Jadranka o algún otro, procuro evitar los intercambios de recuerdos. Lo mismo ocurre cuando alguien me propone dar charlas o escribir artículos sobre eso. La palabra Balcanes es incompatible con mi ecuanimidad. Todavía se me dispara la memoria, y la mala leche, cuando una de aquellas viejas imágenes, foto, reportaje de televisión, comentario de radio, se cruza en mi camino. Me quedo luego sombrío, callado, mirando alrededor con rencor y con una especie de angustia desesperada, casi agresiva. O sin casi.
No exagero. La cosa llega al extremo de que el simple hecho de oír cerca una lengua eslava, que me recuerde el serbio aunque sólo sea de lejos, me hace ponerme tenso, nubla mis ojos y mi memoria. Me enfurece. Arrastra recuerdos siniestros, controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes. Materializa fantasmas que deseo olvidar, y con ellos la desesperación de entonces, la amargura impotente, las ganas, que conservo, no de lamentarme, sino de hacer daño y de matar, de buscar venganza. No por mí, que sigo vivo y coleando, sino por aquellos a los que nadie vengó. Por los muertos de un tiro en la nuca, por Jasmina, por Grüber, por la morgue del hospital de Sarajevo, por la matanza de Vukovar, por la gente fugitiva y asesinada en bosques cubiertos de nieve, por las mujeres violadas como animales en burdeles para soldados borrachos. Esa farsa de La Haya, esos juicios con cuentagotas, tan equidistantes, calculados, protocolarios, no me calman una puñetera mierda. Lo siento. Me cisco en esa justicia, en todas las justicias cuando llegan tarde, como suelen, y con la puntita nada más. Milosevic, que ya está criando malvas, e incluso Karadzic y Mladic, si alguna vez los trincan, no son sino una infinitesimal parte del tinglado. En los Balcanes, los hijos de puta eran decenas de miles. A fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana.
Hoy escribo este artículo para maldecir a Lola, una amiga de Círculo de Lectores, que el otro día me envió un libro que yo no tenía la menor intención de leer, Postales desde la tumba, escrito por un bosnio que fue intérprete –y a eso debió salvar su vida– de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica. Cuando vi el título arrojé el libro a un rincón; pero al rato no pude evitar echarle un vistazo. Al cabo me puse a leer a trozos, envuelto en la vieja nube negra que siempre creo haber dejado atrás, pero que cada vez regresa de nuevo. Y bueno. Ningún bien me hizo encarar otra vez la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios, los tres mil prisioneros asesinados en Srebrenica tras la caída de la ciudad, la torpe indecisión de Naciones Unidas, la sonrisa injustificada, cobarde, del presunto negociador Javier Solana –prodigio de incompetencia que hoy sigue al frente de la política exterior de la Unión Europea–, al que toda mi vida, y la suya, recordaré lavándose las manos en los telediarios o dándose besitos en la boca con los carniceros serbios, mientras quienes estábamos allí, grabando sangre y mierda, contábamos los muertos de cada día, con imágenes a las que ese paniaguado inútil oponía declaraciones huecas, afirmando con solemne gravedad de tonto del haba que, pese a las apariencias, los serbios se mostraban receptivos y razonables y que el asunto estaba en buenas manos. Y así día tras día, año tras año, mientras caían las bombas, se mataba y se violaba ante los ojos de una Europa miserable que nada hizo hasta que –tiene huevos quién paró la cosa– los Estados Unidos de Clinton decidieron, por fin, dar un puñetazo sobre la mesa.
Y fíjense. Ni siquiera teclear esto me ha desahogado un carajo. Por eso digo que maldito sea el libro y quien me lo mandó. Me ha hecho pasar la noche en mala duermevela, recordando otra vez la cara de un bosnio de Srebrenica –ustedes pudieron verlo como yo, en la tele– al que un serbio preguntó, mientras lo filmaba en vídeo y se escuchaban los tiros de quienes ya asesinaban a sus compañeros: «¿Tienes miedo?». Y el hombre, a punto de morir, tras una breve duda, temblándole la voz, respondió: «¿Cómo no voy a tener miedo?».
El Semanal 10 de junio de 2007
No exagero. La cosa llega al extremo de que el simple hecho de oír cerca una lengua eslava, que me recuerde el serbio aunque sólo sea de lejos, me hace ponerme tenso, nubla mis ojos y mi memoria. Me enfurece. Arrastra recuerdos siniestros, controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes. Materializa fantasmas que deseo olvidar, y con ellos la desesperación de entonces, la amargura impotente, las ganas, que conservo, no de lamentarme, sino de hacer daño y de matar, de buscar venganza. No por mí, que sigo vivo y coleando, sino por aquellos a los que nadie vengó. Por los muertos de un tiro en la nuca, por Jasmina, por Grüber, por la morgue del hospital de Sarajevo, por la matanza de Vukovar, por la gente fugitiva y asesinada en bosques cubiertos de nieve, por las mujeres violadas como animales en burdeles para soldados borrachos. Esa farsa de La Haya, esos juicios con cuentagotas, tan equidistantes, calculados, protocolarios, no me calman una puñetera mierda. Lo siento. Me cisco en esa justicia, en todas las justicias cuando llegan tarde, como suelen, y con la puntita nada más. Milosevic, que ya está criando malvas, e incluso Karadzic y Mladic, si alguna vez los trincan, no son sino una infinitesimal parte del tinglado. En los Balcanes, los hijos de puta eran decenas de miles. A fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana.
Hoy escribo este artículo para maldecir a Lola, una amiga de Círculo de Lectores, que el otro día me envió un libro que yo no tenía la menor intención de leer, Postales desde la tumba, escrito por un bosnio que fue intérprete –y a eso debió salvar su vida– de los cascos azules holandeses durante la matanza de Srebrenica. Cuando vi el título arrojé el libro a un rincón; pero al rato no pude evitar echarle un vistazo. Al cabo me puse a leer a trozos, envuelto en la vieja nube negra que siempre creo haber dejado atrás, pero que cada vez regresa de nuevo. Y bueno. Ningún bien me hizo encarar otra vez la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios, los tres mil prisioneros asesinados en Srebrenica tras la caída de la ciudad, la torpe indecisión de Naciones Unidas, la sonrisa injustificada, cobarde, del presunto negociador Javier Solana –prodigio de incompetencia que hoy sigue al frente de la política exterior de la Unión Europea–, al que toda mi vida, y la suya, recordaré lavándose las manos en los telediarios o dándose besitos en la boca con los carniceros serbios, mientras quienes estábamos allí, grabando sangre y mierda, contábamos los muertos de cada día, con imágenes a las que ese paniaguado inútil oponía declaraciones huecas, afirmando con solemne gravedad de tonto del haba que, pese a las apariencias, los serbios se mostraban receptivos y razonables y que el asunto estaba en buenas manos. Y así día tras día, año tras año, mientras caían las bombas, se mataba y se violaba ante los ojos de una Europa miserable que nada hizo hasta que –tiene huevos quién paró la cosa– los Estados Unidos de Clinton decidieron, por fin, dar un puñetazo sobre la mesa.
Y fíjense. Ni siquiera teclear esto me ha desahogado un carajo. Por eso digo que maldito sea el libro y quien me lo mandó. Me ha hecho pasar la noche en mala duermevela, recordando otra vez la cara de un bosnio de Srebrenica –ustedes pudieron verlo como yo, en la tele– al que un serbio preguntó, mientras lo filmaba en vídeo y se escuchaban los tiros de quienes ya asesinaban a sus compañeros: «¿Tienes miedo?». Y el hombre, a punto de morir, tras una breve duda, temblándole la voz, respondió: «¿Cómo no voy a tener miedo?».
El Semanal 10 de junio de 2007
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