domingo, 28 de noviembre de 2010

Puritanismos primitivos. 28/11/2010

Tal vez lo más grave y lamentable de los actuales puritanismos de derechas e izquierdas sea lo que tienen de regresión al primitivismo, y esto se percibe con especial claridad en la manera de entender y juzgar las ficciones por parte de cada vez más gente, y de lo más variada. Puede que todo comenzara hace ya bastantes años, cuando, primero en los países anglosajones y después en el imitativo resto, se criticaron, pusieron en tela de juicio y finalmente censuraron muchos cuentos infantiles tradicionales. Unos daban miedo a los niños, argüían los puritanos, como si el miedo no existiera en la vida y a los críos no les conviniera aprenderlo vicariamente, a través de los personajes con los que se identificaban, y sin peligro real para ellos, sino sólo imaginario; otros contenían elementos eróticos que debían desterrarse; otros no eran lo bastante respetuosos con los animales, empezando por el pobre Lobo Feroz; otros daban una imagen de la mujer “inadecuada” y “poco acorde” con nuestros tiempos, como si ya no hubiera mujeres que sólo aspiran a encontrar marido (nos guste o no, aún las hay) o lo escrito en remotas épocas hubiera tenido la obligación de prever evoluciones inimaginables en el momento de su creación. De ahí se pasó a cuestionar la “moralidad” o “corrección” de obras adultas, y, desde ese punto de vista “edificante” –idéntico al que la Iglesia adoptó durante siglos para dar o negar su placet a los libros y prohibirlos o no–, casi ninguna estaba libre de delito: El mercader de Venecia resultaba antisemita, en el Quijote había demasiadas violencia y crueldad, los protagonistas de Macbeth eran un matrimonio asesino, Tristram Shandy y Moll Flanders contenían picardías sin fin, Madame Bovary presentaba a una idiota que sólo pensaba en el amor, Lolita mostraba el enamoramiento de un hombre maduro y una preadolescente. A estos puritanos les habría gustado verlas desaparecer, que no se volvieran a reimprimir.

A continuación ciertos colectivos y minorías se pusieron quisquillosos hasta extremos grotescos de elementalidad: si en una novela o en una película había un asesino gay, los homosexuales más tiquismiquis lo interpretaban como un ataque global a su opción; si los malvados eran negros, o coreanos, o árabes, se veía en ello una actitud racista, como si no pudiera haber algunos negros, coreanos o árabes con muy malas pulgas. Todo esto denota, más que nada, una manera en verdad primitiva de entender la ficción y el arte en general, a saber: como si éstos fueran meros vehículos de ideas o de ideologías, como si encerraran siempre moralejas y ejemplos, como si cada elemento existente en ellos fuera simbólico y poseyera un significado trasladable a la realidad, como si las novelas y las películas fueran parábolas en las que por fuerza hubiera un mensaje o una lección. El colmo de este puritanismo reaccionario son las ocasionales declaraciones de cargos públicos que se atreven a decir cómo deberían ser, por ejemplo, las series de televisión, esto es, qué valores deberían reflejar o ensalzar, qué “roles” (la palabra no es mía, por favor) deberían atribuirse a la mujer, de qué “problemática” (tampoco palabra mía, jamás) deberían ocuparse. Esas voces son eco de una visión del mundo tan simplista como dictatorial: la imaginación debería estar al servicio de la sociedad deseada; el arte debería ser propagandístico y favorecer los valores que nosotros propugnamos. Son ecos (por suerte débiles) de la Inquisición, del nazismo y del stalinismo, por mencionar tres instituciones con las que estamos familiarizados. Quiénes sean “nosotros” resulta enteramente secundario.

Leo, en crónica de Lucia Magi, que la última novela de Umberto Eco, Il cimitero di Praga, está siendo acusada en este tipo de términos. No la he leído, pero en todo caso es cómico encontrarse, a estas alturas, con reproches como los que la cronista citaba, de L’Osservatore Romano (no podía faltar): “Cuando se evoca el mal, es necesario enfrentarlo al bien, para que sirva de contraste. La reconstrucción del mal sin condena, sin héroes positivos, adquiere una apariencia de voyeurismo amoral”. No dejaría de ser una opinión pintoresca sin importancia si fuera la única. Pero las reconvenciones a la novela de Eco han partido de diferentes instancias, y todas ellas, en principio, reflejan la extendidísima confusión de la que vengo hablando, esa regresión al primitivismo. ¿No había quedado como algo de tiempos lejanos, felizmente superados, la idea de que las artes hubieran de tener un componente “moral” y “edificante”? Más de una vez he dicho que las novelas, precisamente las novelas, son lo contrario de los juicios. En éstos se dirimen unos hechos y nada más que unos hechos; no se atiende (o apenas) a lo que pasó antes, ni a la historia, la psicología o los motivos del reo, que suelen resultar irrelevantes; se juzga conforme a unas leyes establecidas, que determinan qué es delito y qué no; finalmente, se condena o se absuelve. En una novela es al revés: no hay leyes establecidas que valgan, ni ha lugar a condenas ni a absoluciones; se asiste a los hechos y a su condensación, se muestran y explican, a veces se entienden (lo cual tampoco significa que se justifiquen ni exculpen), se ve cómo han podido ocurrir. Y sólo los malos novelistas carecen de cierto “voyeurismo amoral” y se aplican a juzgar a sus personajes como si estuvieran en un tribunal. Sólo los rudimentarios, los justicieros, los predicadores, los que se han equivocado de profesión.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 28 de Noviembre de 2010

No hay comentarios: