A continuación ciertos colectivos y minorías se pusieron quisquillosos hasta extremos grotescos de elementalidad: si en una novela o en una película había un asesino gay, los homosexuales más tiquismiquis lo interpretaban como un ataque global a su opción; si los malvados eran negros, o coreanos, o árabes, se veía en ello una actitud racista, como si no pudiera haber algunos negros, coreanos o árabes con muy malas pulgas. Todo esto denota, más que nada, una manera en verdad primitiva de entender la ficción y el arte en general, a saber: como si éstos fueran meros vehículos de ideas o de ideologías, como si encerraran siempre moralejas y ejemplos, como si cada elemento existente en ellos fuera simbólico y poseyera un significado trasladable a la realidad, como si las novelas y las películas fueran parábolas en las que por fuerza hubiera un mensaje o una lección. El colmo de este puritanismo reaccionario son las ocasionales declaraciones de cargos públicos que se atreven a decir cómo deberían ser, por ejemplo, las series de televisión, esto es, qué valores deberían reflejar o ensalzar, qué “roles” (la palabra no es mía, por favor) deberían atribuirse a la mujer, de qué “problemática” (tampoco palabra mía, jamás) deberían ocuparse. Esas voces son eco de una visión del mundo tan simplista como dictatorial: la imaginación debería estar al servicio de la sociedad deseada; el arte debería ser propagandístico y favorecer los valores que nosotros propugnamos. Son ecos (por suerte débiles) de la Inquisición, del nazismo y del stalinismo, por mencionar tres instituciones con las que estamos familiarizados. Quiénes sean “nosotros” resulta enteramente secundario.
Leo, en crónica de Lucia Magi, que la última novela de Umberto Eco, Il cimitero di Praga, está siendo acusada en este tipo de términos. No la he leído, pero en todo caso es cómico encontrarse, a estas alturas, con reproches como los que la cronista citaba, de L’Osservatore Romano (no podía faltar): “Cuando se evoca el mal, es necesario enfrentarlo al bien, para que sirva de contraste. La reconstrucción del mal sin condena, sin héroes positivos, adquiere una apariencia de voyeurismo amoral”. No dejaría de ser una opinión pintoresca sin importancia si fuera la única. Pero las reconvenciones a la novela de Eco han partido de diferentes instancias, y todas ellas, en principio, reflejan la extendidísima confusión de la que vengo hablando, esa regresión al primitivismo. ¿No había quedado como algo de tiempos lejanos, felizmente superados, la idea de que las artes hubieran de tener un componente “moral” y “edificante”? Más de una vez he dicho que las novelas, precisamente las novelas, son lo contrario de los juicios. En éstos se dirimen unos hechos y nada más que unos hechos; no se atiende (o apenas) a lo que pasó antes, ni a la historia, la psicología o los motivos del reo, que suelen resultar irrelevantes; se juzga conforme a unas leyes establecidas, que determinan qué es delito y qué no; finalmente, se condena o se absuelve. En una novela es al revés: no hay leyes establecidas que valgan, ni ha lugar a condenas ni a absoluciones; se asiste a los hechos y a su condensación, se muestran y explican, a veces se entienden (lo cual tampoco significa que se justifiquen ni exculpen), se ve cómo han podido ocurrir. Y sólo los malos novelistas carecen de cierto “voyeurismo amoral” y se aplican a juzgar a sus personajes como si estuvieran en un tribunal. Sólo los rudimentarios, los justicieros, los predicadores, los que se han equivocado de profesión.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 28 de Noviembre de 2010
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