A mi regreso de un viaje llamé a Arturo Pérez-Reverte con preocupación. Me la habían causado dos artículos suyos, publicados durante mi ausencia, en el suplemento en que escribe todos los domingos. (No soy indiscreto al relatar esta conversación, ya que se refirió exclusivamente a cosas que él mismo había revelado a millones de lectores.) “¿Cómo es eso de que desayunas crispies y un vaso de leche y que mientras tanto hojeas revistas del corazón?”, le pregunté, pues eso había confesado en la primera de sus columnas. Y añadí: “Nada en contra de nada, pero me extraña que lo hayas contado. Estoy seguro de que muchos seguidores se habrán quedado perplejos: habrían esperado que desayunases chistorras y huevos fritos, o en su defecto un carajillo, y que hojearas viejas Hazañas bélicas o por lo menos Rip Kirby. ¿Y qué es eso de que has vuelto a ver en DVD Las cosas del querer” (la notable película de Jaime Chávarri, como contaba Pérez-Reverte en la segunda columna) “y que en el coche vas oyendo a menudo copla española? Me temo que tus lectores estarán estupefactos. Esperarán que repitas Río Bravo o ¡Hundid el Bismarck!, que ya sé que también ves con frecuencia, y que al conducir escuches a tus Tigres del Norte, o canciones de piratas, o unas buenas marchas militares, aunque sean británicas”. Su respuesta, que vino tras una carcajada, fue noble y parca, como le cuadra a él: “Tienes razón. Voy a llevar más ojo, me estoy amariconando”.
La verdad es que lo honra haber admitido todas estas costumbres que en principio no casan mucho con la imagen aguerrida que se tiene de él. Somos pocos los que confesamos no ya nuestras “debilidades”, sino ciertos gustos que, por uno u otro motivo, nos parece que “no quedan bien” o que no son acordes con la personalidad que nos hemos forjado de cara al exterior, y no hablo sólo de las personas más o menos públicas, sino de cualquier particular. A muchos de éstos les cuesta reconocer, ante sus amistades o conocidos, que disfrutan con músicas o películas o programas no ya “impropios” del carácter que exhiben, sino directamente abominables. A veces tenemos una justificación que analicé hace diez años en un artículo titulado “Ídolos de la aberración”: hay personajes, emisiones, espectáculos que nos horripilan tanto que no podemos apartar la vista o el oído de ellos. Es la fascinación del horror. Permanecemos clavados ante la televisión o la radio, incapaces de zapear o de mover el dial, embriagados por la incredulidad y el espanto. Sé de gente normal que no se perdía unos maitines del Monaguillo Colérico ni un teledragó de Dragó, para comprobar el nivel hasta el que podían bajar. (Descuiden, no me engaño: también sé que hay personas que leen religiosamente esta página para odiarme a gusto y decirse: “Es que lo de este tío no tiene nombre”.)
No voy a ser menos que mi colega Alatriste, luego voy a confesar. Nada puedo decir de mis desayunos porque más bien no desayuno: bebo un poco de Coca-Cola sin cafeína, y si tengo hambre (no suelo), un “esencial de pera”. No me da tiempo a hojear nada. Los lectores memoriosos saben que he sido fiel seguidor de Los Soprano, El ala oeste de la Casa Blanca, Deadwood, Mad Men y 24, pero estas series (dudosa la última) entran dentro del buen gusto convencional. Lo que nunca he dicho es que también he seguido –a ráfagas, bien es verdad– Los Serrano, francamente zafia en su conjunto; que estoy viendo algún episodio de Águila Roja, que de niño no habría tolerado ni en tebeo; que desde hace varias temporadas procuro estar al tanto de Amar en tiempos revueltos, inicialmente porque en su equipo de guionistas está una gran amiga mía, Julia Altares, y luego por acostumbramiento, dado que se trata de una producción digna para ser cotidiana, aunque irregular; y que de vez en cuando me asomo a Dónde te escondes, corazón (aquí sí por el horror). También confieso que algunas noches me pongo viejas comedias ñoñas de la insoportable Doris Day, y en cuanto a música, me entusiasman el calypso y las broncas baladas irlandesas de The Dubliners y The Clancy Brothers, que también le gustan a Bob Dylan, uno siempre busca afinidades ennoblecedoras. (La música en español no la aguanto, salvo las rancheras y poco más, ahí tengo poco por lo que sonrojarme.)
Todos tenemos gustos o pasiones indecentes o que, aunque no lo sean, solemos ocultar. Hace poco me contaba por carta John Ashbery, candidato al Nobel y el poeta de mayor prestigio de su país, que a sus ochenta y un años le encantaba ponerse las películas más absurdas (musicales demenciales y comedias ridículas de los cincuenta). Ojo, es lo que se llama un poeta serio e intelectual. Me pregunto qué hace que nos gusten cosas que sabemos que son mediocres o malas, y qué nos lleva a callar ese gusto. Quizá todos necesitamos ser vulgares al menos un rato al día, y sentirnos masa, y en compañía abundante, para ayudarnos a entender el mundo y por tanto a nosotros mismos, que nunca somos tan distintos unos de otros. Curiosamente, en lo que no sé permitirme “desfallecimientos” es en lo que practico, la novela: no me veo leyendo El perro con el pijama de rayas ni El incidente de los cometas en el crepúsculo ni La chica que soñaba con los números primos. Quizá debería aprender a arriesgarme, también en ese campo.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 10 de mayo de 2009
1 comentario:
Yo el perro con el pijama de rayas lo estoy leyendo, y está genial!
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