Los horrores de la segunda década del siglo XX, desgarrada por la guerra, aparecen reflejados en gran parte del arte europeo. Como explica el biógrafo de Bartók, József Ujfalussy:
"El arte europeo empezó a estar poblado de horrores inhumanos y monstruos apocalípticos. Estos eran creaciones de un mundo burgués en el cual la imaginación del hombre había sido afectada por crisis políticas, guerras, y la amenaza a la vida... Esta manifestación del horror latente y del peligro oculto en el crimen, junto con un intento de retratar estos males en toda su magnitud apocalíptica, fue una expresión de protesta de los artistas del siglo XX contra los ideales obsoletos y la deshumanización de la civilización contemporánea. En su estudio de El Mandarín Milagroso, Bence Szabolcsi ha expresado que los sentimientos de 'ira y desesperación' fueron responsables en gran parte de las protestas artísticas que canalizaron todas las corrientes furiosas de indignación. La avantgarde de las comunidades artísticas, especialmente durante la guerra, consideraba que ningún método era demasiado llamativo ni demasiado chocante para utilizarlo en sus intentos de atraer la atención hacia sus advertencias de la undécima hora y sus gritos pidiendo ayuda. Apartan de sí todas las nociones anteriores sobre lo que es correcto, para disipar las ilusiones que impedían a la gente ver lo que estaba sucediendo realmente en el mundo...
La gran mayoría de los intelectuales radicales húngaros reconocía en la guerra imperial el legado de un pasado odioso y se oponían a él con todas sus fuerzas... La perspectiva social y artística de Bartók hizo que este se sintiera atraído por los escritores, pintores y escultores húngaros que tenían opiniones revolucionarias y se oponían absolutamente al mantenimiento del antiguo orden. Estas eran las ideas que ocupaban su mente cuando leyó el libreto de [Menyhért] Lengyel.
En los personajes de Lengyel es fácil reconocer algún reflejo de los fantasmas que acosaban la imaginación de la época: el crimen, el erotismo, la barbarie y los misterios del Oriente. La crítica social implícita en el texto y su estilo satírico mordaz son innegables. Pero hay una nota intrusiva y penetrante de brutalidad naturalista que despierta horror y asco y sirve para ocultar el objeto de la crítica. La muchacha, que simboliza a la humanidad, está atrapada en un conflicto entre dos clases de barbarie, que ella misma deberá resolver si es que ha de poner fin al horror de su situación. Una vez más, Bartók expresa su odio por la inhumanidad de la civilización urbana. No considera al mandarín como a un monstruo grotesco, sino más bien como a la personificación de la fuerza primitiva y bárbara, un ejemplo del 'hombre natural' por quien se sentía tan atraído."
El personaje central es la muchacha, llevada por la fuerza de las circunstancias a ejercer la prostitución. Ella revela un aspecto diferente de su carácter en cada uno de los encuentros. Está siendo utilizada como instrumento por tres ladrones para atraer víctimas. Durante el curso de la pantomima, seduce a tres hombres. El primero es un anciano sin dinero. El segundo es un adolescente por el que se siente atraída de un modo impersonal. Pero el joven tampoco tiene dinero y es descartado. Entonces llega el rico mandarín, quien se excita enormemente con la danza seductora de la muchacha. Está henchido por la pasión, pero la muchacha se aparta de él horrorizada. Los ladrones lo someten y le roban, pero su deseo por la muchacha no disminuye. Los ladrones tratan de matarlo, ahogándole, apuñalándole, ahorcándole. Pero su pasión le mantiene vivo. Finalmente, la muchacha se entrega al mandarín. Una vez satisfecho su deseo, el mandarín muere.
El carácter erótico y violento de El Mandarín Milagroso operó en contra de su estreno. En 1921 fracasó una producción en Berlín, y lo mismo ocurrió todos los años, desde 1922 hasta 1926, en la Ópera de Budapest. La música violenta desde luego no contribuyó a convencer a ningún productor acerca de la viabilidad de la obra para el escenario.
No obstante, Bartók sentía que esta era una de sus mejores obras y quería verla en escena. Por lo tanto, se dedicó a revisarla y censurarla. Eliminó más de la mitad de las escenas sugerentes entre la muchacha y el adolescente. También suprimió dos de las tres partes culminantes en la escena donde, finalmente, el mandarín logra satisfacer su pasión. Por fin, se programó una representación -después de repetidos retrasos- en Colonia, casi una década después de que Bartok empezara a escribir la pieza.
El compositor no estaba contento con la elección de la ciudad, debido al carácter conservador de Colonia. Como era de predecir, el estreno fue un fracaso. Uno de los periódicos informó que la obra:
"Había despertado la oposición de una gran mayoría de la audiencia. La conmoción que estalló en el auditorio y la trama repugnante hicieron que las filas de butacas próximas al escenario se vaciaran antes del final. Y, al caer el telón, siguió una retirada apresurada de los espacios que habían sido profanados por esta obra inferior (para expresarlo con moderación)... El estreno de esta obra bartokiana de prostituta y proxeneta con un barullo orquestal hubiera terminado en un rechazo calmado y silencioso si algunos pequeños grupos... no hubieran intentado, mediante aplausos y gritos, pidiendo la presencia del autor, transformar el incontrovertible fracaso de la obra en un éxito... Durante varios minutos resonaron gritos de '¡Vergüenza! ¡Vulgaridad! ¡Escándalo!' Los aplausos quedaron prácticamente ahogados. La barahúnda volvió a crecer cuando, a pesar del éxodo, el señor Bartók salió al escenario. Para entonces, ya era hora de bajar el telón de hierro, lo que se hizo con el aplauso de la mayoría."
El alcalde de Colonia, Konrad Adenauer, citó al director y le reprendió y se prohibieron todas las representaciones posteriores. Otras ciudades, temiendo que se pudiera repetir semejante tumulto, evitaron presentar la pantomima. Solamente en Praga tuvo éxito, pero muy brevemente. La Ópera de Budapest, controlada por el gobierno, siguió vacilando con respecto a la producción de esta controvertida obra del más grande compositor de Hungría. Finalmente, después de incontables retrasos, se programó una versión completamente modificada y transformada con respecto al concepto original. Cuando Bartok asistió a un ensayo, se sintió horrorizado ante esta parodia de su obra. Su insatisfacción fue debidamente informada por la prensa, y los productores sintieron que el escándalo sería inevitable, cualquiera fuera la forma en que se presentara la obra. La representación fue postergada una vez más y luego fue cancelada. Budapest tuvo que esperar hasta después de la muerte de Bartok para ver en escena esta obra poderosa.
El compositor estaba dispuesto a transigir, pero sentía que debía mantener la crítica social subyacente de la pantomima. Se podía prescindir de las escenas explícitas de sexo, pero no del cuadro grotesco de la vida urbana. Hizo otra revisión importante, remplazando el climax sexual casi gráfico del mandarín con música que describía, según las palabras del estudioso de Bartok, John Vinton, "una experiencia más trascendente que física". Más tarde, el compositor decidió extraer una suite orquestal, esencialmente los dos primeros tercios de la música. Consideraba, y correctamente, como al final resultó, que la música misma, sin la trama grotesca y erótica, sería mucho mejor recibida por el público.
El musicólogo Vinton considera que "si la obra hubiera sido estrenada en Berlín, como quería Bartok, o en París, o si la Universal Edition [su empresa editora] hubiera sido más partidaria de la publicidad, El Mandarín Milagroso hubiera ganado un público entusiasta, comparable al de La Consagración de la Primavera de Stravinsky. En cambio, el gusto del público parece haberla estereotipado como una pieza de época demasiado desvergonzada y grotesca para la década del veinte y, actualmente, demasiado ingenua y grotesca."
La siguiente descripción de El Mandarín Milagroso surge de las directivas escénicas que aparecen en la partitura de Bartok y la interpretación que se da en la biografía de Ujfalussy.
La obra abre con una acometida de las cuerdas y notas incisivas repetidas con los vientos, bronces y percusión. Estas notas, que se oyen a lo largo de gran parte de la música, simbolizan el entorno urbano de la historia. Aparecen cada vez que los ladrones salen de sus escondites. La naturaleza inmutable de esta figura da a entender que el submundo del crimen urbano jamás cambia.
El telón se levanta cuando se acalla esta apertura violenta. Acompañadas por trémolos de las cuerdas bajas, las violas tocan una figura rítmica: el primer ladrón revisa su cartera buscando dinero, sin éxito. La figura rítmica se transfiere a los violines, mientras el segundo ladrón busca en un armario de cocina, sin encontrar nada. El tercer ladrón salta de la cama, se aproxima a la muchacha y le ordena situarse junto a la ventana y atraer a los hombres de la calle para que ellos les puedan robar.
La música se vuelve más lenta y pierde nerviosismo. Después de una fanfarria de cornos, los violines altos anuncian que la muchacha desobedece. Su tema deriva del de los ladrones, demostrando que ella se encuentra en su poder, pero conlleva un indicio de sufrimiento. Los ladrones repiten la orden, la muchacha se rinde y, con renuencia, se acerca a la ventana. Un vacilante solo de clarinete indica su renuencia. La muchacha ve a un hombre y, a medida que se intensifican las figuras de notas repetidas de la orquesta, este asciende por las escaleras. Los ladrones se esconden. Una música deslizante de trombones indica que entra un viejo, un caballero pobre. Esta música espasmódica es como la de un títere y, en realidad, la muchacha se burla de él como la princesa de un cuento de hadas podría burlarse de un títere de madera. El caballero hace cómicas insinuaciones sexuales. La muchacha le pregunta si tiene dinero. Un solo de corno inglés indica su respuesta. El dinero no tiene importancia, porque el amor es supremo. A medida que la música se vuelve más lenta, el anciano se pone cada vez más insistente. Ahora, la música se acelera y, mientras vuelve a las notas repetidas, los tres ladrones saltan súbitamente desde sus escondites, agarran al viejo caballero y lo echan. Se vuelven airados hacia la muchacha y la obligan a acercarse otra vez a la ventana.
Nuevamente, un solo de clarinete ilustra su renuencia, pero esta vez la música es menos vacilante. La muchacha pierde las esperanzas de no participar en el plan de los ladrones. Divisa a otra persona. Los ladrones vuelven a esconderse. Con un lírico solo de oboe, aparece en la puerta un adolescente ruboroso. Apenas puede ocultar su vergüenza. La muchacha lo acaricia para alentarlo, al mismo tiempo que tantea su bolsa. No tiene dinero. Ella lo atrae hacia sí y empieza a bailar tímidamente con él. El ritmo de cinco compases de su danza lenta simboliza su timidez: se sienten atraídos mutuamente, pero ambos se dan cuenta de la desesperanza de su situación. La música se acelera a medida que la danza se hace más apasionada pero, de pronto, con el retorno de las violentas notas repetidas, reaparecen los ladrones. Agarran al joven y lo echan.
Los ladrones le ordenan a la muchacha que coopere y que encuentre a un hombre adecuado. Otra vez se oye la música de clarinete mientras ella se acerca a la ventana por tercera vez. Cuando la música se hace más agitada, ella divisa con horror una silueta siniestra en la calle. Ya se oyen los pasos que ascienden. Los ladrones se esconden. Un poderoso descenso de dos notas en los bronces, con un glissando de trombón, anuncia que ha llegado el mandarín. Este se queda inmóvil, de pie en el vano de la puerta. La muchacha, atemorizada, corre hacia el otro extremo de la habitación.
Ella vence la repugnancia que siente por él y comienza una danza lenta y cauta. Poco a poco, la danza se hace más animada, y en su climax adquiere un erotismo salvaje. El mandarín inmóvil la mira fijo durante toda la danza. Su pasión creciente apenas se nota. La danza de la muchacha revela su verdadero yo, y sus movimientos tímidos se transforman en un vals. El vals se convierte en una danza estática de muerte, una marcha salvaje.
Finalmente, la muchacha cae sobre el mandarín. Empieza a temblar con febril excitación. Luego se estremece, anticipando el abrazo del hombre. Trata de apartarse de él, mientras los trombones describen el creciente frenesí del mandarín. La música estalla en ritmos rígidos con notas repetidas, con los instrumentos bajos. El mandarín comienza su agitada persecución de la muchacha, que escapa continuamente. Se oye una versión atemorizada del tema de la muchacha, que empieza con las violas y los violonchelos pero, finalmente, envuelve a toda la orquesta.
Esta música frenética se interrumpe cuando el mandarín tropieza, se levanta rápidamente y continúa su persecución cada vez más apasionadamente. Finalmente, retorna el tema de la muchacha y el mandarín la alcanza. Luchan entre ellos.
Aquí, en el climax vehemente, termina la suite del mandarín milagroso. Pero en la obra completa, los ladrones vuelven. La música describe gráficamente sus tres intentos de asesinar al mandarín, la gratificación del deseo de este y su muerte. Bartok omitió esta música de la suite porque, indudablemente, creía que esa era toda la música frenética que podía soportar un oyente, sin estar directamente involucrado en la acción escénica.
Suite 2/2
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