domingo, 26 de julio de 2009

Cuando ya no se distinguen - 26 /07/ 2009

Lo vi en dos medios de comunicación que no se cuentan entre los más frívolos y sin escrúpulos, TVE y este periódico, luego cabe suponer que habrá aparecido en infinidad de ellos más. El tratamiento dado en estos dos no era parco –un buen rato en la televisión y un cuarto de página en El País, que titulaba “Obsesiva, insegura y discreta” y luego subtitulaba “La revista británica Psychologies publica una entrevista a Penélope Cruz y la actriz la desmiente de forma tajante”–. No entendí nada: si desde el primer momento se sabe que una entrevista es apócrifa y ni siquiera ha sido concedida, ¿qué hace la prensa dando pábulo a su contenido? Es probable que el problema sea el tajante desmentido de la actriz y el anuncio, por parte de sus abogados, de que “estudian qué medidas legales tomar”. De no haber dicho nadie nada, es casi seguro que esa entrevista inventada habría pasado inadvertida y pocos se habrían enterado de su existencia. Lo curioso del caso es que, al ser denunciada su falsedad, todos los medios no sólo acuden a ver en qué consiste esa falsedad, sino que además la reproducen una y otra vez con detalle. ¿Por qué, si ya se está al tanto de que nada de lo que ahí se atribuye a Cruz ha sido dicho por Cruz y, por lo tanto, ya no debería contar en un mundo seminormal? A lo sumo, la noticia tendría que haber sido el mencionado subtitular de este diario y nada más.

Dije aquí hace un par de semanas que a una gran parte de la población mundial la verdad ha dejado de importarle. Me temo que me quedé corto y que lo que ocurre es aún más grave: una gran parte de esa población es ya incapaz de distinguir la verdad de la mentira, o, más exactamente, la verdad de la ficción. Y por ello, el antiguo dicho español “Calumnia, que algo queda” ha perdido sentido y se oye cada vez menos. Para empezar, si ustedes se fijan, el verbo “calumniar” se emplea ya rara vez, y hasta su significado ha empezado a desvaírse y difuminarse, como suele ocurrir con los vocablos que definen algo anómalo –un quebranto de la regla– cuando la anomalía pasa a ser normal y la regla. (Si todo el mundo mintiera y además lo hiciera sin cargo de conciencia ni temor a las consecuencias, el concepto mismo de mentira quedaría privado de sentido y ésta quedaría tan sólo, probablemente, como “una forma más de ejercer la libertad de expresión: camino de ello vamos, no se crean.) Hoy el dicho debería ser: “Calumnia, que nadie lo va a notar”, o “Calumnia, que tus calumnias acabarán nivelándose con la verdad”.
La velocidad y la facilidad con que cualquier patraña o rumor se expanden hoy por Internet y a través de los SMS hacen casi imposible atajar los bulos y las informaciones falsarias. Para cuando alguien avisa de que, por ejemplo, Harrison Ford no ha muerto en un estrafalario accidente en Europa, como se corrió por la red, habrá mucha gente que ya habrá “archivado” esa noticia en su cerebro y que será incapaz de borrarla del todo aunque a los pocos días vea a Ford con aspecto saludable en un estreno. Pensará: “Ah, pues no ha muerto en Europa”, y a la siguiente vez que lo vea es fácil que por su cabeza cruce rápidamente la idea: “Mira que contar que había muerto en Europa …” El dato inventado, cuanto más llamativo más, aparecerá y reaparecerá, aunque sólo sea para descartarlo como disparate.
En mi novela Tu rostro mañana hablé de la muerte de la actriz de los años cincuenta y sesenta Jayne Mansfield, una rubia platino mucho más exuberante que cualquier otra que ustedes puedan conocer o recordar. Sufrió un accidente de coche cuando iba de Biloxi a Nueva Orleans, y la peluca rubia que llevaba puesta salió disparada hasta el guardabarros, lo cual dio lugar a que corriera la voz de que había muerto escalpada, o bien decapitada y que su hermosa cabeza había rodado por aquella oscura carretera de Louisiana. La verdad ha sido incapaz de imponerse, y para la mayoría de sus aún numerosos y nostálgicos admiradores la idea de su muerte está teñida de una truculencia de la que careció. Si la fuerza de la leyenda era ya tan grande en 1967, imagínense cuarenta y dos años después, cuando los rumores y las invenciones vuelan; cuando no se les puede poner freno o si se les pone es peor, como en el reciente caso de Penélope Cruz y su anodina entrevista de paripé; cuando hasta los novelistas (bueno, los demagógicos) “permiten” que los lectores “intervengan” en la trama y “decidan” el final, negando así la esencia misma de las ficciones, que justamente no se pueden enmendar ni contradecir; cuando tanta gente no está dispuesta a prescindir de una historia si ésta es conspiratoria o macabra, por mucho que se haya comprobado su falsedad. En la época en que más medios hay para contrastar y verificar las informaciones, mayor es la indistinción entre lo verdadero y lo falso, confundidos en una especie de magma, y cada vez va teniendo menos sentido decir y saber la verdad. ¿Total, para qué, si ya casi pesa lo mismo que la mentira y apenas cuenta?

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 26 de julio de 2009

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