domingo, 1 de marzo de 2009

"El perjudicial prestigio del presente" - 1/03/2.009

Una de las mayores causas de infelicidad de los hombres ha sido el enaltecimiento del presente y la desestimación del pasado. Quizá nada produzca más dolor que ser un fue, como creo que escribió Quevedo mucho antes de que los españoles horteras aprendieran su equivalente inglés y dijeran de alguien que es un “has been”. Y es un lugar común de la literatura lamentarse por la dicha o la gloria perdidas y aun señalar que, por haberlas tenido, el aguijón de la tristeza se clava con más saña que si no se hubieran nunca conocido. El hombre o la mujer que fueron apuestos padecen su marchitamiento en mucha mayor medida que quienes fueron siempre corrientes o feos. Los que amaron y fueron amados se desesperan tras la viudedad o el abandono o la progresiva dureza de sus corazones, mientras que quienes jamás probaron esos entusiasmos o los domesticaron se mantienen tranquilos en sus diferentes edades. Quienes poseyeron riquezas y el azar se las arrebató o las malbarataron, son mucho más desgraciados que quienes vivieron de principio a fin medianamente. El actor que fue un ídolo no soporta que ya no le ofrezcan papeles y haber caído en el olvido, mientras que el secundario que jamás encabezó carteles y en cuyo nombre nadie se fijaba tal vez sigue trabajando y siente que, por persistencia, se lo reconoce más que antes. El cantante que adoraron multitudes languidece amargado entre sus recortes y maldice a las generaciones nuevas que ni siquiera saben de su existencia, mientras que los anónimos músicos que lo acompañaban puede que sigan tocando para los nuevos fenómenos, que apreciarán su profesionalidad y su veteranía. Lo mismo puede decirse de un escritor de éxito o de un gran futbolista: de los triunfos pasados e idos es de lo que más cuesta curarse.

Todos conocemos ese “riesgo”, pero casi nadie se resiste a correrlo. Pocos son los que, ante un giro favorable de la fortuna, han decidido rehuirlo por si acaso les llegaba un revés más adelante. Todos tenemos la esperanza de que el primer giro dure, y aun se eternice, y algunos viven a partir de entonces con la perpetua angustia de que se les cambie el viento. Se deprime el novelista si su siguiente libro se vende menos que el anterior, aunque aún se venda mucho. El futbolista se nubla cuando no sale de titular un día. El cantante se ensombrece si le contratan menos galas. El bello o la bella viven con el alma en vilo a la búsqueda de canas, entradas, arrugas o flaccideces. El ministro enloquece cuando se lo releva por incompetencia o desgaste o su partido pierde unas elecciones.

Lo curioso de nuestra época es que, sabiéndose todo esto como se sabe desde hace siglos, nada se haya hecho para paliar esos desgarramientos y ansiedades, sino todo lo contrario. Lejos de intentar los hombres apreciar cada vez más lo habido y estar contentos con lo que la fortuna les otorgó durante un periodo de sus existencias (cuando a la mayoría no les otorga nada, desde su nacimiento hasta su muerte), se les ha acentuado la sensación de que lo que no es, no ha sido; de que lo que pertenece al pasado ya no cuenta, por excepcional que fuera; de que el dinero acumulado ya no existe, si no se sigue ganando; de que las ventas logradas se han borrado de golpe, si no se continúa vendiendo; de que la admiración cosechada no vale nada, si ha dejado de suscitarse; de que la belleza que se tuvo un día no es sino la maldición del recuerdo, cuando se ha rebajado y atenuado.

¿Por qué se tiene tan en poco lo sucedido, una vez que ha cesado? ¿Por qué nuestras sociedades, conscientes de ello, lejos de fomentar su estima, alientan cada vez más su descrédito? Y así contamos con un número creciente de personas desquiciadas, que se operan cien veces y se inyectan cualquier veneno con tal de aparentar menos años, para convertirse a menudo en deformidades infladas; deportistas que estiran sus carreras hasta lo inverosímil, con frecuencia a base de sustancias dañinas; cantantes que brincan por los escenarios a sus setenta años; escritores que sacan un libro tras otro a toda prisa por temor a que el breve eco del anterior se apague; políticos dementoides que no harán ascos al delito por perpetuarse. Cuando escribo esto, uno de ellos, Hugo Chávez, pregunta insistentemente a los venezolanos lo que ya les preguntó –y le dijeron que no– hace menos de dos años: ¿quieren que yo pueda ser reelegido indefinidamente, en contra de lo que la Constitución establece? Pero lo peor no es la insistencia, sino sus falsos remilgos y su hipocresía. “Si por mí fuera, yo les diría: Voten no”, los ha arengado. “Si por mí fuera, en 2012, cuando termine mi actual mandato, me iría a descansar al campo”. Lo asombroso es que alguna gente le haya creído, que sólo quiere seguir por abnegación y que se sacrificará, qué remedio, ¡hasta 2049!, porque de que pueda mandar hasta esa fecha depende el futuro de su “revolución”. Ese hombre es un arcaísmo de pies a cabeza, pero ha sabido captar lo que exige nuestra época suicida: que nada acabe nunca, y que no exista ya el pasado.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 1 de marzo de 2009

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