Tengo especial simpatía por lo que se hace desde la modestia y la falta de pretensiones, algo que casi ha dejado de existir. Una de las pruebas es que no hay ya película que no se anuncie como “un film de Fulano de Tal”, aunque ese Fulano sea un debutante y no lo conozca nadie. La fórmula estaba reservada a los cineastas muy consagrados (John Ford, Orson Welles o el sobrevalorado Fellini), pero ahora recurre a ella cualquier indocumentado. Y algo parecido ocurre con las novelas. No hay quien presente una novedad sin redoble de tambores y trompeteo, por lo que las decepciones son moneda corriente y rara avis las gratas sorpresas. Hace dos semanas anuncié que, si les parecía, otro día me animaría a recomendar algunas antiguas películas que, sin ser obras maestras, me dejaron un recuerdo indeleble, a veces por una sola escena. A unos cuantos lectores les ha parecido bien, así que aquí van unas pocas así, honradas, modestas y sin pretensiones, con las que sin embargo uno aprendió mucho y disfrutó –según dice siempre Augusto M. Torres– como sólo se hace en las edades de la inocencia. Todo venía –recuerdan– de una cena con Pérez-Reverte y Díaz Yanes, y el primero ya cumplió su promesa, allí donde escribe cada domingo, de recomendar una larga lista de películas de guerra que casi plenamente suscribo. Ahora me toca cumplir con mi parte, aunque sin limitarme a un solo género.
Tampoco es fácil volver a ver Río Conchos, de Gordon Douglas. Lo que mejor recuerdo es el precedente del Kurtz de Apocalypse Now (no del de El corazón de las tinieblas de Conrad, evidentemente), encarnado por Edmond O’Brien, un antiguo oficial confederado (aún conserva el uniforme), dueño y señor de una especie de ciudadela en México poblada por desalmados. También el Peckinpah de Grupo salvaje le debe mucho a esa olvidada película. En cuanto a Último tren a Katanga, de Jack Cardiff, no sé a qué esperan las casas de DVDs para recuperarla, estando de permanente actualidad su tema: mercenarios, diamantes y el Congo, contado todo con fuerza y brío, impresionante sin necesidad de truculencias. Más reciente y más famosa, pero me temo que también ya olvidada, es El ojo de la aguja, de Richard Marquand, en la que Kate Nelligan, que vive con un marido paralítico y su hijo en una diminuta isla británica con faro, se enamora de Donald Sutherland sin sospechar que es un espía nazi absolutamente despiadado. No hay muchas películas en las que haya soportado tanta tensión, eso tan difícil de conseguir que sientan los espectadores contemporáneos.
Pasando a géneros más sosegados, pocas escenas me han divertido tanto como una, a la vez bonita y ridícula, de Mi amor brasileño, de Mervyn LeRoy, en la que Ricardo Montalbán primero le canta a Lana Turner una canción disparatada y luego baila con ella una samba hasta desmayarla. Por último, dos películas de Greer Garson, actriz ocultamente sensual a la que pocos recuerdan: La historia de los Miniver, de H. C. Potter, secuela de la mucho más célebre La señora Miniver y una de las mejores y más delicadas historias de amor profundo que he visto. Y Niebla en el pasado, de Mervyn LeRoy, en la que ella es abandonada por su marido Ronald Colman al recuperar éste la memoria que había perdido durante la guerra y regresar a su antigua vida, sin acordarse de que tenía iniciada una nueva en su compañía …
A ver si salen en DVD las que faltan. Cada una a su manera, todas estas también son, para mi memoria, películas “únicas”.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 8 de marzo de 2009
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