lunes, 20 de abril de 2009

Museo del mar fantasma -19 / 04/ 2009

Ya que me había ido hasta Chile, quería ver Valparaíso, así que dos de mis anfitriones, el joven escritor argentino Gonzalo Garcés y mi editor Juan Díaz, feroz culé expatriado que me torturó con las hazañas del Barça esta temporada, me llevaron amablemente desde Santiago en coche. Valparaíso no defrauda, con sus casas de colores pastel y su bahía como pintada, sus viejos ascensores de rampa para ir de la parte alta a la baja de la ciudad y viceversa sin despeñarse al descender sus empinadísimas cuestas ni deslomarse al subirlas, su aire de decadencia orgullosa, la reminiscencia de sus batallas navales y de su esplendor industrial decimonónico, que llevó a establecerse allí a numerosas empresas alemanas, británicas y norteamericanas. No le faltan, además, edificios exóticos, como el Palacio Baburizza, construido en 1916 por dos arquitectos italianos en estilo art nouveau orientalizante y adecuadamente situado en el Paseo Yugoslavo, al que dio nombre, en honor de su patria de origen, el industrial salitrero Pascual Baburizza.

Pero el primer sitio que me llevaron a ver mis acompañantes fue la casa de Pablo Neruda, quizá ignorantes de que ni su poesía ni su persona me han interesado nunca mucho. Con todo, me alegró visitarla: convertida en museo, es una casa bastante náutica, toda enmaderada, algo teatral pero muy agradable, con excelentes vistas sobre la bahía, que desde allí no parece real: tal vez porque era domingo y los barcos estaban muy quietos, tal vez por la neblina que la acechaba, producía una impresión fantasmal, como si fuera el decorado enorme de un escenario. Pero lo que a mí se me había antojado ver, sólo por el nombre que había leído en una guía, era el Museo del Mar Lord Cochrane. Curiosamente, la guía en cuestión no decía una sola palabra sobre su contenido. Hablaba tan sólo de su ubicación “en el solar del antiguo castillo San José, construido para defender el puerto de los ataques de piratas; es una de las pocas casas coloniales que se conservan en Valparaíso, erigida en madera en 1842. Tiene un patio rectangular en torno al cual se abren las habitaciones y, hacia el exterior, un jardín con un mirador que por sí solo merece la visita”. Nada sabía yo de Lord Cochrane en aquel momento. De vuelta en Madrid, consulto el Dictionary of National Biography y me entero de que Thomas Cochrane (1775-1860) fue décimo Conde de Dundonald y almirante que participó en cien batallas europeas y americanas. Su conexión con Chile no es baladí, desde luego: en 1818 aceptó el encargo del Gobierno de ese país de organizar y asumir el mando de la flota nacional, que a la sazón se componía tan sólo de siete navíos, de los que el único eficaz era una fragata de cincuenta cañones capturada a los españoles, los cuales se aprestaban entonces a atacar Valparaíso con una imponente escuadra. A pesar de ello, Cochrane logró mantenerlos a raya durante cinco meses vitales, hostigarlos con escaramuzas y hacerles muchos prisioneros.

Garcés, Díaz y yo anduvimos preguntando por el Museo del Mar, sin que nadie supiera darnos cuenta. Por fin unos carabineros no sólo nos contestaron, sino que se ofrecieron a acercarnos hasta él en su furgón enrejado, “no vaya a ser que los asalten”. “¿Hay aquí muchos asaltos?”, preguntó Garcés. “Hay unos cuantos”, respondieron los carabineros encargados de prevenirlos. Mis acompañantes quisieron fotografiarme en el momento de subir al furgón, a fin de chantajearme más adelante con la amenaza de filtrar la instantánea con este pie: “Escritor español en el momento de ser detenido por la policía de Valparaíso”. (Me hicieron la foto en el interior, en todo caso, con fondo de ventanilla de rejas.) Los gentiles carabineros nos trasladaron doscientos metros y nos sugirieron que tomáramos un taxi que vieron libre, para el resto del recorrido. Como no íbamos a oponernos a la autoridad, así lo hicimos, y el taxista nos trasladó otros doscientos metros cuesta arriba hasta la puerta del Museo, que tenía echado el candado. Íbamos a pedirle que nos devolviera abajo cuando apareció un señor con un notable bigote y la llave. Nos pidió que escribiéramos nuestros nombres y lugares de procedencia en un libro de visitas. Observé que nos habían precedido unas veinte personas en el día. No nos cobró. Entramos al patio que mencionaba la guía y fuimos abriendo una puerta tras otra para acceder a las salas. En ninguna había nada, ni de mar ni de tierra, el Lord Cochrane estaba vacío. “¿No hay nada que ver en las salas?”, le preguntamos al hombre bigotudo. “Lo hubo”, nos contestó con parquedad. “¿Y qué fue de ello?”, insistí con curiosidad. “Se lo llevaron hace años. No dijeron adónde”. “Toda esa gente del libro de visitas, ¿ha venido como nosotros, creyendo que había algo, o ya sabían?” “Quién sabe. Han mirado la casa y la vista”. Nos asomamos al mirador y admiramos la vista. Me quedé con la duda de si el Museo del Mar era tan fantasmal como algunas zonas de la preciosa ciudad que lo alberga, o si sus responsables están a la última y se han adscrito –pero al pie de la letra– a la corriente contemporánea y cretina de considerar que lo que importa de los museos no es su contenido, sino el envoltorio.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 19 de abril de 2009

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