"No hay discurso político, ni información de prensa que supere el hecho de haber vivido la realidad vasca", aseguró De la Concha, refiriéndose a la adolescencia de Aramburu, en constante roce, en palabras del autor, con "la fascinación de las formas, el fuego y las frases que resuenan dentro de la cabeza de un chaval de 14 ó 15 años" expuesto al "adoctrinamiento" de la izquierda abertzale.
"A mí me protegió del extremismo la vida en la ciudad, y la cultura, y los libros", afirmó Aramburu, quien mostró su pesimismo ante el posible fin de la violencia terrorista en el Pais Vasco. "El terrorismo etarra debe terminar por implosión, ya que ETA no es un grupo de gente, sino un mecanismo al que cualquiera se puede incorporar; sólo cabe la esperanza de generar disidencia dentro de ese mundo", aseveró el escritor.
Según Aramburu, 'Los peces de la amargura' es una "opción artística". "No me consta la existencia de un código moral en la obra de un escritor", afirmó el autor, quien, sin embargo, matizó que su mirada de la cuestión vasca "no fue neutral ni apolítica, mostrando sin indulgencia ni aquiescencia a los terroristas".
(Europa Press)
Un padre se aferra a sus rutinas y aficiones, como cuidar los peces, para sobrellevar el trastorno de una hija hospitalizada e inválida; un matrimonio acaba fastidiado por el hostigamiento de los fanáticos contra un vecino y esperan que éste se decida a marcharse; un hombre hace todo lo posible para que no lo señalen, y vive aterrado porque todos le dan la espalda; una mujer decide irse con sus hijos sin entender por qué la acosan.
Es difícil empezar a leer las historias en principio modestas, de una engañosa sencillez de Los peces de la amargura, y no sentirse conmovido, sacudido –a veces, indignado– por la verdad humana con que están hechas, una materia extremadamente dolorosa para tantas y tantas víctimas del crimen basado en una excusa sin fundamento.
Más que merecido, obligado reconocimiento a una obra excepcional en todos los sentidos.
Ahí van las palabras del Maestro Pérez-Reverte.
Ellas me llevaron a la obra. Y nunca le estaré lo suficientemente agradecido.
LOS PECES DE LA AMARGURA
Es raro que recomiende una novela actual. Ni siquiera las de los amigos, excepto rarísimas excepciones. En primer lugar leo muy pocas. Las novelas las carga el diablo, y cada cual tiene sus gustos. No soy fiable en eso. Otra cosa son novelas de antes, clásicos y asuntos así; cosas que a uno le parecen poco conocidas, o injustamente olvidadas. También, muy rara vez, un autor joven o nuevo que me deslumbra, como ocurrió en su momento con Las máscaras del héroe de mi hoy vecino Juan Manuel de Prada, o cada vez que Roberto Montero, alias Montero Glez, saca libro nuevo –acaba de publicar su premiada Pólvora negra–. A veces algún lector me pide una lista de títulos; pero procuro escurrir el bulto, en especial cuando se trata de novela posterior a la primera mitad del siglo XX, excepto Anthony Burgess, Le Carré, Pynchon, O’Brian y alguno más. Todos guiris, como ven. En España, mis labios están sellados. O casi. Por una parte, no estoy muy al tanto. Por la otra, no me gusta ser responsable de nada. Ni de lo bueno, ni de lo malo. Bastante tengo encima con lo mío.
Hoy, sin embargo, debo saltarme la norma. Y lo hago porque ni conozco al autor ni creo que me lo tropiece nunca. Se llama Fernando Aramburu, es más o menos de mi quinta, vasco de San Sebastián, y creo que vive en Alemania. Todo esto lo sé por la solapa del libro, que salió hace año y medio, pero que me regaló ayer mi compañero de la Real Academia Carlos Castilla del Pino. Se titula Los peces de la amargura, y lo hojeé más por cortesía que por otra cosa. Pensaba dedicarle media hora pero me lo zampé en una tarde, hasta la última página, tras haberme removido doscientas veces, conmovido e inquieto, en la butaca. Luego me levanté pensando: «Mañana me toca escribir lo de XLSemanal, y así de caliente tengo dos opciones: desahogar esta mala leche, y que algunos lectores vascongados se acuerden de mis muertos, o escribir un artículo hablando de este puto libro». Así que ya ven. Me decido por el libro.
Son varias historias escritas de forma muy limpia, sin adornos. Al grano. Prosa seca y cortada, casi documental. Todas ocurren en el País Vasco, en pueblos o ciudades. Vida doméstica que allí es cotidiana: un padre que se aferra a los peces de su acuario para soportar la desgracia de su hija mutilada en atentado terrorista, la madre de un joven preso de ETA, la mujer de un policía municipal hostigada en un pueblo, el compañero de juegos que luego lo será de atentados, la cobardía vecinal ante el que ha sido marcado como enemigo de la patria vasca... No son historias contadas desde un solo punto de vista. Todo cabe en ellas: los motivos y las sinrazones, los verdugos y las víctimas cuyos papeles pueden trocarse en un momento. La memoria y el presente, el miedo, la vileza, la desesperanza, la derrota, la supervivencia. Sobre las doscientas cuarenta y dos páginas del libro –ya he dicho que se lee en una tarde– planea todo el tiempo una sombra densa de tristeza. De la amargura que contiene el título de esta obra singular.
Créanme: no hay discurso de político, información de prensa, análisis de experto, obra monumental por volúmenes, telediario ni retórica alguna que logre transmitir de forma tan contundente, estremecedora, el hecho de haber vivido y vivir la realidad vasca. La de verdad. La que nunca hay cojones para expresar en voz alta. No la simpática de boina, tapeo y partida en el bar, ni la idílica rural de valles y colinas verdes, ni la oficial de discursos mirando al tendido. Los peces de la amargura cuenta la verdad de un mundo, de una tierra y de una gente con miedo, con odio, con cáncer moral en el alma. De algo a lo que el silencio de tantos años, el paraguas de las complicidades cruzadas, la cobardía y la infamia, siempre presentes y nunca desnudas, no han hecho sino pudrir y enquistar como un absceso. Sin que le tiemble el pulso, desgranándolo con mucha calma página a página, el autor nos habla precisamente de todo aquello de lo que allí no se habla, no se debe mirar y no se toca: el miedo de una esposa, el silencio de una madre, la desesperación de la ausencia, la impotencia de la víctima, el veneno de los obtusos y los malvados, la ausencia de caridad de los fanáticos, la infame ruindad cobarde, insolidaria, que nos caracteriza a la mayor parte de los seres humanos.
No sabía mucho hasta ahora, como digo, de Fernando Aramburu ni de este libro –no hay tiempo ni ganas para todo–, excepto que su autor es escritor solvente y respetado por algunos de mis amigos. Tampoco sé si le caigo bien o mal, o si ha leído alguna de mis novelas. Me importa un rábano. Pero merece esta página más que yo. Por eso hoy se la dedico. Para que conste.