domingo, 18 de enero de 2009

"Risas en la niebla " - 18 /01/ 2009

Una de las pocas ventajas de la Navidad espantosa es que de vez en cuando da señales de vida alguien semiolvidado o de quien no se sabe nada hace años. Utilizo la palabra "semiolvidado" a falta de otra mejor y porque el olvido cabal casi no existe: una cosa es no acordarse normalmente de algo o de alguien y otra distinta que, si ese algo o ese alguien reaparecen o nos son traídos a la memoria, aun así seamos incapaces de recordarlos. Rara es la ocasión en que no nos "suenan", en que no surge en nuestro cerebro una vaga y nebulosa reminiscencia, y entonces comprobamos que el olvido siempre es "tuerto", como dije en una novela, y jamás ciego o jamás completo. A menudo hay que hacer un esfuerzo para distinguir lo evocado, y a veces ni siquiera se logra salir de la densa bruma que nos permite sólo entrever, y aceptar que quien nos devuelve el recuerdo no miente. "Debió de ser como dice", pensamos, "porque algo vislumbro". Uno aprende, además, que otros recuerdan mejor que uno mismo cosas que dijimos, hicimos o nos atañeron directamente. Uno vivió algo, por ejemplo, y se lo contó a un amigo. Después olvidó esa vivencia -quizá porque al cabo del tiempo le restó importancia-, y en cambio el amigo recuerda para siempre el relato que escuchó de nuestros labios. Olvidamos las cartas que escribimos más que las que leímos, lo que dijimos más que lo que nos dijeron y oímos. No digamos las ofensas y los daños y agravios: recordamos mucho más los que nos infligieron que los que infligimos. Si quisiéramos repasar a fondo nuestras vidas, tendríamos que rastrear testigos.

Una de esas personas que "se hacen vivas" en diciembre -por expresarlo a la italiana- es un amigo de primerísima juventud, Nacho Amado, que siempre fue deliberadamente misterioso y desconcertante, lo cual no quita para que también fuera muy cariñoso y simpático. Era amigo de mis primos, Ricardo y Carlos Franco, sobre todo del segundo, y tal vez lo conocí un verano que pasé con ellos en Sangenjo. Lo considerábamos un atleta, porque lanzaba la jabalina y corría los cien metros y era muy musculoso. De cara -es una semejanza descubierta a posteriori- se parecía al escritor Thomas Bernhard en sus retratos de joven. Daba la impresión de vagar y estar permanentemente en la calle, porque aparecía con frecuencia, sin avisar y a deshoras, por la casa de mi primo Carlos o por la mía. Tomaba asiento y nos espetaba a uno o a otro: "¿Qué me cuentas de nuevo?" Y esperaba, en efecto, que se le relataran cosas, mientras que él no soltaba prenda. Lo que quisiera que le contara uno le solía provocar carcajadas, tenía una especial habilidad para ver el lado cómico que casi todo encierra, y en particular para aislar expresiones o frases que le hacían verdadera gracia, ya fueran orales o escritas. Luego las memorizaba, y era capaz, al cabo de años, de recitarlas y celebrarlas como si acabaran de ser pronunciadas. No era muy lector por entonces, pero decidió tener un ídolo literario, Patrick Modiano. Y también uno cinematográfico, Roman Polanski. Andaba casi obsesionado con ambos, y no era raro que me preguntara, imperioso: "¿Qué más sabes de Modiano?", o "¿Qué novedades hay de Polanski?", como si yo hubiera de conocerlos. Ante su insaciable insistencia, creo haber inventado en su día unas cuantas leyendas absurdas sobre el francés y el polaco. También le dio por fijarse -en ambos sentidos del verbo- en una película que en modo alguno era una obra maestra, 'Hello, Dolly!', de Gene Kelly, cuyos diálogos repetía interminablemente entre risas.

Uno de sus personajes favoritos de la vida real era mi tío Ricardo, el padre de mis primos, médico, bromista con sus pacientes pero más bien hosco en casa, falangista de gran pureza que había combatido en la División Azul. Nacho, que se quedaba a menudo a cenar allí, le dejaba junto a su plato diversos textos para ver su reacción y luego celebrar con nosotros las antológicas frases con que mi tío los despachaba. Recuerdo que una vez le dejó un libro de Freud, abierto por una página subrayada. Mi tío leyó los párrafos, sacó su pluma con parsimonia y anotó en un margen: "Tú lo que eres es un psiquiatra asqueroso que sólo quiere joder a la población, como todos". Otra vez le dejó una octavilla antitaurina, escrita por unos ingleses. Mi tío la leyó y la alejó de sí con desprecio y resumió su impresión en una palabra: "Afeminados".

Más tarde Nacho se hizo bombero forestal, y criador de perros, y le perdí la pista. A finales de los ochenta tuve, durante dos cursos, una alumna norteamericana muy callada. Tiempo después reapareció Nacho un día y me confesó que aquella joven había sido su mujer en el tiempo en que yo le daba clase, y que gracias a ella tenía un montón de frases mías "impagables". Supe entonces que había pasado años en los Estados Unidos, con y sin ella. La última vez que lo vi -hace ya tiempo, no se deja ni tengo su número- siguió tan misterioso como de costumbre y no me contó a qué se dedicaba. Sólo le entresaqué que viajaba con frecuencia a Senegal y a Thailandia, a qué no tengo ni la menor idea. Ahora me ha mandado una nota navideña, sin remite, en la que todavía me cita frases remotas que le hacían una gracia loca cuando teníamos diecinueve años. Las palabras se abren paso trabajosamente entre la niebla, y sí me "suenan". Y me añade otras que lo han divertido recientemente, de la película 'Invitación a un pistolero': "¿Qué hace ahora?", pregunta un ciego. "Está destruyendo la ciudad", le contestan. Y sí, veo a Nacho Amado riéndose, y subrayándolas: "Está destruyendo la ciudad. Qué respuesta inolvidable".

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 18 de enero de 2009

1 comentario:

Sirenita dijo...

Vaya por Dios...¿sangenjo????????????

jaja ja ja ja
Si es que hasta suena mal.